martes, 7 de diciembre de 2021

A Torinói ló (El caballo de Turín, 2011) Béla Tarr/Ágnes Hranitzky

A Torinói ló (El caballo de Turín), película de de Béla Tarr dirigida en 2011 junto a su mujer Ágnes Hranitzky, ocupa un lugar especial en su filmografía. Es su última película, y como tal fue anunciada por el  propio director, que se unió así  a una extraña categoría de artistas: quienes han decidido dejar de crear. Extraño no porque no sea algo normal en otras profesiones -la gente las abandona por multitud de razones- sino porque nos parece imposible, antinatural en el caso de un artista. En nuestra concepción de esa ocupación se mezclan conceptos que son casi religiosos, como el de la vocación. Parecería que el artista es llamado a crear por alguna potencia superior -elijan cuál-, misión de la que sólo puede ser liberado por la enfermedad, la minusvalía o la muerte.

¿Inicio un tanto dramático? Sí, por descontado, pero es que la película no se merece menos. Si aún pusiese títulos alusivos a las entradas a este blog, creo que está se habría llamado algo así como <<la "descreación" del mundo>>.  Ya cuando la vi por primera vez tuve la impresión de que lo que Tarr intentaba narrar era, ni mas ni menos, el apocalipsis. Pero no en forma de destrucción arrasadora, con su cortejo de catástrofes naturales y violencia humana, sino como la desaparición paulatina e irreversible de todo lo existente. Una idea que se vería confirmada por la división de la película en seis secciones, correspondientes a seis días, que replicarían en sentido inverso los que utilizó el dios cristiano para construir el universo.
 
Una des-creación que se narra, como en tantas películas de Tarr, de soslayo. La acción transcurre en una granja aislada en medio de la nada, tanto en un sentido geográfico como temporal. Si el paisaje, llano y sin accidentes, lo situaría en la estepa húngara, la ausencia de cualquier elemento tecnológico parecería indicar que nos hallamos a primeros del siglo XX, como mucho en su mitad. Sin embargo, nada  permite afirmarlo con seguridad, ya que la ausencia de referencias geográficas y temporales parece deliberada. Lo que presenciamos podría ocurrir en cualquier parte del mundo y, tal parece insinuar la película, está sucediendo ya, en nuestro presente.
 
¿Y qué es lo que está ocurriendo? No tiene respuesta fácil, puesto que, como en otras películas suyas, nunca se nombra explícitamente ni se describe con claridad. De hecho, me atrevería a decir que ésta es su obra más hermética, ya que que  Werckmeister Harmóniák (Las armonías de Werkmeister, 2004), a pesar de su dificultad, al final desvelaba sus secretos, mientras que el principal obstáculo en la comprehensión de Sátántangó era su desaforada duración. En el caso A Torinói ló, por el contrario, lo que Tarr captura con su cámara son las rutinas diarias de una pareja de personajes -padre e hija- que poco a poco, atrapadas en el proceso de disolución de la realidad al que antes me refería, van perdiendo todo sentido y finalidad. Se deshacen y desmoronan sobre sí mismas, al igual que el mundo al que pertenecen ambos.

Sin embargo, llamar a esas actividades rutinas diarias no es hacerles justicia. Son más  bien tareas absurdas, sin sentido ni finalidad alguno, que sólo sirven para consumir un tiempo que no acaba de transcurrir, al igual que se hace en los penales y en los cuarteles con las gentes allí encerradas, a las que se les busca ocupaciones para que no piensen en rebelarse y huir. Así, les veremos vestirse, comer frugalmente, preparar los arreos del caballo que da nombre al film, ir a buscar agua al pozo cercano, lavar la ropa,  cuidad de que el fuego no se apague y atizarlo,sin que ninguna de esas acciones tenga otro razón que la de tener lugar. Nada las diferencia de las que ocurrieron un día, una semana, un año antes, sino es por el paulatino avance de ese fin de todo lo existente, que poco a poco se adueña de la realidad vivida y desarticula esos ciclos inmemoriales.

Acciones relatadas por Tarr con su habitual morosidad visuial. Mediantes largas escenas casi interminables, cuya exagerada duración es esencial para lo que el director se propone: hacernos vivir, compartir, esa inmovilidad, esa eternidad sin aspiraciones, promesas u horizontes en la que viven confinados los personajes. Todo ello, en contraste con una cámara en movilidad perenne, siempre acompañando a aquéllos a quien observa, intentando que observemos las escenas -mejor dicho, la única escena repetida incesantemente- desde todos los ángulos posibles, para no perder gesto o detalle alguno, pero siempre fracasando en reducir la infinitud a lo mensurable. Cámara que a pesar de su afán panóptico jamás se apresura, jamás titubea o se precipita, quizás contagiada por esa esa misma parálisis que aqueja a los personajes, preludio de la definitiva con que se cierra el filme.

Cierre que desemboca en la nada, en la obscuridad y el fin del tiempo, tras el cual no habrá nada ya que pueda ser ejecutado, mucho menos presenciado.


2 comentarios:

Cinefilia dijo...

Obra maestra donde las haya: después de dirigir una película así, uno puede permitirse el lujo de retirarse.

Saludos.

David Flórez dijo...

Sin duda alguna