Es como una respiración queda, un bisbiseo, un susurro leve. Una rama cruje. La hoja de un abedul cae dando vueltas. Un gran pájaro vuela entre las copas. Una ardilla trepa por el trono de un pino. Y de repente «oigo» la mirada de los centinelas enemigos, que están ahí delante, a doscientos metros. laquo;Oigo» que me miran. Contengo la respiración. A nuestra derecha se oye un grito prolongado, un grito convulso, doloroso, un grito prolongado que parece una carcajada. Es casi una carcajada, dura, sardónica. Parece el grito de una ardilla. Y en seguida una ráfaga de metralleta interrumpe la carcajada. Las balas nos pasan silbando por encima de la cabeza. (Alguien camina por la nieve, ahí delate: Se oyen ramas que crujen, una respiración jadeante). Después se oye el silencio
Curzio Malaparte. El Volga nace en Europa
Ya les he relatado, en entradas anteriores, la extraña evolución política de Curzio Malaparte. De fascista de primera hora, participante en la Marcha sobre Roma que llevó a Mussolini al poder, a simpatizante comunista durante la postguerra del segundo conflicto mundial: sin olvidar, entre medias, un largo periodo de opositor al régimen fascista italiano, con continuos destierros y temporadas en prisión. Si no acabó siendo enviado a un campo de concentración -o directamente ejecutado- fue gracias a sus contactos en las elites italianas -que velaron por destinarle a lugares donde no sus accione no molestara demasiado- junto con su suerte en encontrarse en lado apropiado en el momento oportuno -como cuando la rendición italiana de 1943 le pilló en Nápoles, a punto de ser ocupada por los aliados y no en los territorios de la infame República Social Italiana-.
Entre esas casualidades afortunadas se cuenta su destino al frente ruso, como corresponsal de guerra, al comienzo de la operación Barbarroja, en junio de 1941. Lejos de Italia, reducido su contacto con la patria a las crónicas que enviaba, sus posibles roces con las autoridades quedaban muy reducidos. A pesar de encontrarse en zona de combate, su seguridad personal parecía hallarse garantizada. Aun así, en septiembre de 1941, las autoridades militares alemanas solicitaron que se le apartase del frente de Ucrania, descontentos con el tono de sus reportajes. Su nuevo destino fue una región secundaria en el transcurso del conflicto: Finlandia, donde las operaciones habían quedado estancadas a los pocos meses de guerra. Tanto por voluntad de los propios finlandeses -interesados sólo en recuperar los territorios perdidos en la guerra de invierno de 1940- como la incapacidad alemana para superar la resistencia soviética en un territorio, Laponia, donde el clima y el paisaje eran enemigos tan peligrosos como el oponente.
El Volga nace en Europa es una recopilación de los artículos que Malaparte escribió desde Ucrania y Finlandia. Como pueden imaginar, tienen una relación directa con lo que relató en Kaputt. Tanto porque esa novela fue escrita -en secreto y con grandes precauciones- en paralelo a los artículos, como por constituir una elaboración -sin censuras ni circunloquios- de lo que en ellos se narraba. Se esperaría un Kaputt en borrador, con su misma sinceridad descarnada, lo que justificaría el veto de las autoridades alemanas a la actividad periodística de Malaparte. Sin embargo, comparados con la novela, parecen bastante comedidos, cuando no timoratos. Una lectura superficial no descubre motivo alguno que justifique la ira de los militares nazis, ni el destierro de Malaparte a un lugar perdido como la Laponia finlandesa. ¿Qué había ocurrido en realidad?
El problema es una cuestión de óptica. En nuestro presente tendemos a pensar que las faltas son por acción, pero no caemos en que se pueda pecar por omisión. En el caso de Malaparte, los ministerios de propaganda del fascio italiano y del nazismo alemán esperaban que las crónicas de guerra siguieran un guion muy concreto: glorificación de las tropas nazifascistas, cuya superioridad militar, cultural y moral debía ser subrayada en todo momento, contrapuesta a la demonización del contrario, caracterizado como bárbaro, degenerado e inferior, cuya única virtud guerrera era un fanatismo suicida. No seguir esas instrucciones tácitas tornaba en sospechoso al corresponsal, quizás en un simpatizante del enemigo, un criptocomunista que buscaba minar las bases del nuevo orden europeo.
Ése es, precisamente, el problema que las autoridades nazifascistas encontraban en los reportajes de Malaparte. En ellos, el enemigo no es una bestia infrahumana, sino un contrincante en pie de igualdad con las tropas invasores, capaz de igual espíritu de sacrificio, astucia y sofisticación técnica. El soldado soviético no es ya un campesino, como en la Primera Guerra Mundial, embrutecido por siglos de opresión feudal zarista, armado con armas anticuadas. Por el contrario, es alguien cuyas perspectivas intelectuales han sido ampliadas por el sistema educativo soviético y que, gracias a la aceleración forzosa propiciada por los planes quinquenales de Stalin, se ha tornado en obrero especializado, capaz de combatir en una guerra mecanizada e industrial.
Esa caracterización conduce a una conclusión aún más preocupante -incluso desconcertante- para las autoridades nazifascistas. Si el soldado soviético es un combatiente notable, dotado de armamento moderno, y con una capacidad industrial que le permite dar batalla en las mismas condiciones materiales que su oponente nazi, puede que la guerra no sea corta. En vez de durar unas pocas semanas, de llevar a la victoria antes de que llegue el invierno, puede prolongarse durante años, enquistarse y devenir guerra de desgaste, en la que las armas nazis serán derrotadas sin remisión.
Esas dudas de Malaparte en la victoria final justifican su apartamiento del frente de batalla. Por el mero hecho de ser distintos al tono oficial, aparecerían más creíbles ante la población civil de la retaguardia, dando al traste con los esfuerzos de la propaganda del régimen. Sin olvidar que, aquí y allá, empiezan a vislumbrarse retazos de una realidad aún más incómoda: la política de exterminio de los ocupantes nazis, dirigida no sólo contra los judíos, sino contra todo individuo que pudiese ser incómodo o refractario ante los nuevos señores. Alusiones que no pasan de ello -la desaparición de una persona, el encuentro con un cadáver arrojado al camino- pero que son estentóreas en su mismo silencio.
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