- Una revolución no es una bullanga romántica, ni un cadalso. ¿Qué fruto promete al pueblo español el castigo de su Reína? ¿Le concede libertades? ¿Establece el reinado de la justicia? Vuestra Capeta, ajusticiada, es un episodio para figuras de cera. Carlos Estuardo, Luis Capeto, María Antonienta, una cabeza más, las cabezas de todos los tiranos no son un concepto revolucionario ni una filosofía política. Las nuevas revoluciones no son contra los reyes, sino contra la burguesía. Una revolución es como el soplo del espíritu eterno, que no destruye y no suprime sino por ser fuente de toda vida. La pasión de la destrucción es una pasión creadora. Urge educar al pueblo, imbuirle el sentimiento de la dignidad humana.
Enrojeció Salvoechea.
- ¡Para que no grite vivan las cadenas!
Ramón María del Valle Inclán, Baza de espadas.
Es difícil adivinar como habría quedado el ciclo completo de El Ruedo Ibérico. Por lo que se sabe, Valle Inclán planeaba narrar entero el sexenio revolucionario (1868-1876), pero sólo llegó a culminar tres novelas y un par de narraciones secundarias, que llegaban hasta el estallido de la revolución de Septiembre y la batalla de Alcolea. En tres novelas para condensar seis meses de 1868, mientras que seis años enteros tenían que ser embutidos en sendas nuevas entregas. Quizás habría terminado siguiendo el camino de su odiado Galdos, quien en la sexta y última serie de los episodios nacionales, derivó a una forma quasi experimental, en la que la realidad histórica se diluía en extrañas alegorías. Con Clío, la musa de la historia, vagabundeando por la península ibérica, por encima y por debajo de su superficie
No llegaremos a saberlo nunca, incluso cabe la posibilidad de que Vallé hubiese abandonado el empeño. La última entrega, Baza de espadas, se publicó en 1932, y ella misma quedo inconclusa, sin que el escritor intentase abordar su continuación - fuera de esos fragmentos dispersos que mencionaba - en los cuatro años que le quedaban de vida. Lo que sí sabemos es que la visión amarga, desengañada y vitriólica con la que Valle contemplaba la historia reciente española se mantenía incólume. Como ya se apuntaba en la novela precedente, los espadones y almirantes implicados en la confabulación antiborbónica marchaban hacía la revuelta a regañadientes, arrastrando los pies. Nada les repugnaba más que tratar con la chusma revolucionaria, de apoyo indispensable para el triunfo del pronunciamiento, pero a la que hubieran preferido dispersar de una fusilada. Por el contrario, cualquier guiño por parte de la corona y la camarilla les habría devuelto al redil como por ensalmo. Bien satisfechos y contentos.
No ocurrió así. Los ultras y exaltados del partido isabelino, muchos de ellos carlistas disfrazados, no estaban dispuestos a componendas. La situación, ante la cerrazón de unos y la pusilanimidad de otros, se fue deslizando hacia lo inevitable, precipitándose a un estallido social que las fuerzas de orden no querían y que, por casi primera vez, los desposeídos veían que podía decantarse a su favor. Tampoco ocurrió así, entre frenos, pasteleos, torpezas y desencuentros, - como es tónica en la izquierda española -, cuyo relato ocuparía muchos libros y estaría sometido a no menores polémicas. Lo que me interesa señalar aquí es como Valle, en medio de esa quiebra irreparable de la monarquía isabelina, señala la aparición de fuerzas políticas insospechadas unos meses antes. Todo ello encerrado en la cápsula de un accidentado viaje en barco de Gibraltar a Londres, cargado de revolucionarios, exiliados, espías del gobierno y gente del hampa.
En especial, la aparición de incógnito de Mihail Bakunin, en uno de sus viajes por Europa para difundir la nueva buena del anarquismo. Una doctrina que, como ya sabrán, enraizaría con profundidad en España, hasta ser extirpada por el rigor del Franquismo, ayudado éste por las propias contradicciones y banderías del anarquismo patrio. Una situación de división y conflicto interno que Vallé, con su poco de anacronismo, prefigura en este viaje, al enfrentar a Bakunin con otros exiliados españoles, que también ocultan su verdadera identidad. Con ellos, las coincidencias ideológicas son bastante superficiales, fuera del derribar todo lo existente, mientras que las diferencias son insalvables. Del tipo que llevan a acuchillarse y tirotearse entre camaradas.
No obstante, hay otro foso aún más profundo que el que separa a estos correligionarios protoanarquistas. El que le se abre entre ellos y las personas a las que dicen venir a salvar, o más concretamente, a parte de ella: el hampa. El rechazo del orden social, la repulsa de cualquier ley o religión, la apelación a la libertad completa y sin cortapisas, aparentan hermanarles, convertir a los delicuentes en aliados naturales de los idealistas. Sólo que si unos están dispuestos a sacrificar todo por la causa, incluso posición y vida, los otros sólo piensan en su interés y placer. Lo que llevará al fracaso de esos maleantes embarcados, a quienes su ansia por lo ajeno, la falta de control de sus pasiones, les desviará del objetivo que se les encomendó a su partida: el asesinato de un prócer en el exilio, cuyos instigadores no quedan del todo claro.
Prócer que, como presagio de lo que habría de acontecer en 1870, no es otro que Prim. Contra quíen, como militar y antiguo favorito de Isabel, Valle no tiene problema en arremeter. Porque también él, el símbolo máximo de la revolución en ciernes, no le hacía ascos al pasteleo. Tan pocos que si los carlistas hubieran seguido el consejo de Cabrera, lo mismo podrían haber conseguido cuadrar el círculo, llegar al trono de España como impulsores de un liberalismo aguado, similar al que Cánovas construiría en 1875. Pero era mucho pedir, especialmente para egos tan grandes como los de espadones y pretendientes.
Casi, casi como ahora, en esta España en que los aliados naturales se sacan los ojos, haciendo el caldo gordo a las derechas.
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