martes, 14 de marzo de 2006

Mirando al pasado... (y 3)





Recuerdo otros veranos.

En los montes. Bajo los árboles. Tan altos que sus copas se perdían en el entretejido de las ramas y la luz del sol no llegaba hasta abajo. Sólamente muy al final de la tarde, justo antes de ocultarse tras la montaña cercana, sus rayos, rozando la tierra, se adentraban entre los troncos, coloreándolos, tiñéndolos de dorados.

Acampábamos sobre una repisa de una ladera, la carretera que llevaba allí desde la llanura, primero de asfalto, luego de simple grava y tierra apisonada, se perdía entre las faldas de las montàñas, ascendía y ascendía, bajaba brevemente, para cruzar uno de los arroyos de la montaña, y volvía ascender, ahora hasta la repisa y el bosque, y justo a continuación se dividía en dos ramas, que continuaban ascendiendo en rampas cada vez más empinadas, hasta, aparentemente la cima de la montaña.

La carretera, los puntos en que torcía y se asomaba a los valles, eran los únicos sitios donde nuestra vista podía extenderse, dejar de chocar con los arboles y los troncos donde habíamos acampado. No íbamos muy lejos, nunca llegamos a alcanzar el fin de la ruta o al menos el punto en que coronaban las montañas y descendían al otro lado de la cordillera. No tendríamos fuerzas para recorrer el camino hasta allí, ni mucho menos para volver.

Siempre nos quedábamos en la primera o en la segunda curva. La pendiente era allí muy empinada, descendía rápida hasta un arroyo y parecía rebotar allí, alzándose de nuevo hasta superar nuestro nivel, hasta elevarse de nuevo muy por encima de nuestras cabezas.

Sólo en esta curva no había árboles, por alguna razón, algo les había impedido crecer, las rocas, las piedras la tierra, permanecían desnudas hasta muy abajo, donde veíamos las copas de los primeros árboles, que nos parecían pequeños pero que sabíamos tan altos, aún más altos para un niño, que aquellos donde estaban nuestros tiendas.

La otra ladera era una inmensa pared verde, árbol tras árbol crecía sobre ella, mezclando sus copas, proyectando tronos y ramas, llegando hasta la cubre, disfrazándola y difuminándola.

Excepto un claro, muy muy alto, casi en la cima, donde brillaba el color verde de un prado.

Un lugar al que me prometía, una y otra vez, subir y conocerlo. Seguir la carretera más allá de nuestra expediciones más largas, abandonarla para cruzar a la otra montaña, atraversar los bosques para alcanzar aquel claro.

Pero nunca lo hice. Nunca volví allí. Nunca volveré. Aunque recuerdo el nombre del pueblo. Aunque podría explorar la zona hasta encontrar la carretera, el bosque, la montaña.

Porque tengo miedo a que todo haya cambiado. A que el recuerdo se demuestre infiel o inexacto. A que los hombres hayan cambiado para siempre ese lugar, como tantos otros de mi niñez.

Como una noche, al cruzar el camino que cortaba en dos el bosque haber visto la Vía Láctea en lo alto del cielo, no como algo borroso que debe adivinarse, sino como una nube blanca, brillante.

Y pienso ahora que debió haber sido un sueño, porque nunca jamás la he vuelto a ver así.

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