miércoles, 30 de julio de 2008

Show me your face (y II)

Ya había hablado con anterioridad de la que puede ser la exposición de este año, con perdón de la Tesoros Sumergidos de Egipto abierta en el matadero madrileño.

Me refiero por supuesto a la magnífica muestra El Retrato Renacentista, abierta en el museo del Prado. Una exposición donde se pueden encontrar autorretratos tan estupendos como el que muestro arriba, obra de Pontormo, del cual ya había hablado en alguna que otra ocasión. Un autorretrato que como muchas de las piezas allí exhibidas sirve para demoler nuestras falsas apreciaciones e iluminar todo el asunto con una luz nueva y renovada, la mirada de alguien que acaba de empezar a aprender y lo la de un persona que lleva ya decenios acudiendo a exposición tras exposición.

El caso es que Pontormo es un pintor al que le tengo especial cariño, desde un viaje a Florencia allá por el 95, en que hice un doble descubrimento, el suyo, para mí hasta entonces un nombre desconocido, y el del manierismo, que constituía la quintaesencia de todo lo que no debía ser la pintura.

A eso se llama caerse del caballo camino de Damasco. Porque para todo el que quisiera ver, el manierismo tenía muchos puntos de contacto con las artes del siglo XX, o dicho de otra manera, sólo tras la revolución absoluta en el ver y el sentir que supuso el siglo pasado, estábamos en disposición de entender a los artistas del siglo XVI. Ambos movimientos, el modernismo y el manierismo se enfrentaron a una situación de bloqueo artístico en que la propia perfección de las formas impedía su evolución, un cul-de-sac estético del que sólo se podía salir mediante la deformación de las normas y la invención de otras nuevas, misión en la que los vanguardistas del XX triunfaron, eclipsando todo lo anterior, pero que a los manieristas les valió el sambenito de ser malos pintores, o mucho peor, de ser, como digo, todo lo que no se debía hacer en pintura.

Por ello , es comprensible mi sorpresa, la de un aficionado aconstumbrado a las revoluciones pasadas, al descubrir los cuadros de Pontormo, al constatar como en sus creaciones la carne se disolvía en el color, como los personajes que poblaban sus telas parecían salidos de un ensueño, a la merced del mínimo soplo de aire que le hiciera desvanecerse sin remedio. De ahí también mi idea del Pontormo persona, como un carácter melancólico, atormentado por las dudas, siempre en una encrucijada.

Una idea contraria a la persona real, tan equivocada como la que yo tenía de Durero partiendo de la imagen que nos dan sus retratos, la de un hombre seguro de sí mismo, capaz de todo, pero que en realidad padecía horriblemente, según los testimonios contemporáneos, bajo esa enfermedad que los antiguos llamaban melancolía y nosotros hemos rebautizado como depresión. Unos testimonios contemporáneos que también nos muestran a Pontormo, al contrario de lo que yo creía, como un pintor combativo, luchador, dispuesto a llevar a cabo sus ideas contra viento y marea, sin miedo a los retos, y con un punto de megalomanía, como muestra su proyecto de frescos para la Iglesia de San Lorenzo en Florencia, desgraciadamente perdidos, pero con los que pensaba superar y derrotar al mismo Miguelángel.

Una personalidad que queda perfectamente simbolizada en el autorretrato con el que abro esta entrada, realizado mirándose en un espejo de cuerpo entero, en el que se muestra desafiante ante al mundo, señalando con el dedo al espejo en el que se mira y al dibujo que está trazando y a sí mismo, como pruebas de su bravura, de sus maestría y de su grandeza.

Al igual que cualquier artista mediático de ahora mismo, que sabe que no le basta con su arte, sino que tiene que exponer también su persona, provocando el escándalo y la polémica.

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