jueves, 16 de noviembre de 2006

A la medida de los hombres.

Siempre que se habla del renacimiento, se señala como el centro de su pensamiento, y por tanto de su arte, es el hombre. O por decirlo de una forma más "poética", que las producciones del renacimiento están concebidas a la medida de los hombres, incluso la propia arquitectura.

La propia arquitectura. Es fácil aplicar, o mejor dicho, entender como se aplica, ese concepto de a la medida de los hombres, a las otras artes, como la literatura, la pintura, la escultura, al fin y al cabo, su propio objeto es la figura humana, su representación, tanto corporal como anímica, y hasta un necio se daría cuenta de que el renacimiento intenta conseguir una representación cabal y racional del ser humano, indistiguible del natural, de lo que se pueda encontrar en calles y campos.

¿Pero la arquitectura? Lo único que nos queda de esa época son las iglesias, cuya función es cantar la gloria de Dios, y los palacios, cuya función es cantar la gloria de los poderosos. Poca relación, más bien ninguna, parecen tener ambas plasmaciones con ese a la medida de los hombres.

Hasta que por supuesto, viaja uno a Florencia y se topa con uno de sus lugares escondidos, de esos que tanto abundan en esa ciudad y de los que ya he hablado en ocasiones.

Éste, en particular, es de los que están a la vista de todos, en concreto justo al lado de la iglesia de la Santa Croce, un lugar que como todo visitante de Florencia sabe, suele estar abarrotado de gente, tanto de sus propios ciudadanos, que dejan pasar las tardes en la plaza ante la iglesia, como de los siempre abundantes turistas, los cuales suelen abandonar la iglesia con una cierta frustración y cansancio.

No es extraño. La iglesia de la Santa Croce promete mucho y ofrece poco. Los frescos, los magníficos frescos que la decoran suelen estar, o bien demasiado altos para apreciar los detalles, o bastante mal iluminados para gozar de sus colores. Al final, como en tantas ocasiones, la única manera de hacerlo es en reproducción, en la habitación del hotel, tranquilamente, en silencio, sin aglomeraciones, sin experimentar el cansancio.

Curiosamente, el lugar secreto del que hablaba, está apenas a unos pasos a la derecha de la entrada principal. Se trata de la entrada al claustro, y lo único que lo hace secreto, o mejor dicho, que no sea invadido por las multitudes que ocupan la plaza y la iglesia, es que hay que pagar para entrar.

Basta ese pequeñísimo obstáculo, para que en todo su recinto reine el casi más absoluto silencio, y para que, como era la intención de los claustros de las iglesias y conventos, el visitante, si se me permite la exageración y el tópico, se vea trasladado a al paraíso terrenal que los constructores habían querido recrear allí.

Secreto sobre secreto. Porque la perla que encierra ese claustro no es otra que la capilla Pazzi diseñada y construida por Brunelleschi, un edificio que aparece destacado en todos los libros que glosan el arte del renacimiento. Un edificio cuya fachada, vista desde el claustro, promete maravillas, asombros, custodiados en su interior.

Un edificio que a todo el que entra le produce una inmensa decepción. La sensación de haber sido engañado, timado, simplemente porque dentro no hay nada, excepto las paredes desnudas de todo adorno y pintadas de blanco, tres absides casi banales, vulgares, que sustentan una cúpula no menos irrelevante y sin significado. Un edificio pequeño y vacio, como tantos hay en tantas otras partes.

Así que todo el mundo, mira un instante, hace un gesto de desagrado y se marcha.

Yo no lo hice, había estado caminando todo el día y estaba muy cansado, tanto que ya no podía dar un paso más, así que cruce el exíguo espacio de la capilla y me senté en uno de los poyos laterales.

Entonces lo comprendí. Entendí lo que no veían los visitantes fugaces que se asomaban a la entrada y entendí también porqué la arquitectura del renacimiento estaba hecha a la medida de los hombres.

Aquel edificio, aparentemente sin importancia, sin pretensiones, tenía las mismas proporciones que un ser humano. La cúpula era la cabeza, y la altura hasta ella, siete veces su diámetro, los absides los brazos, y el edificio entero, un cuerpo acogedor, cálido, único, donde poder refugiarse, donde encontrar el cobijo, la seguridad que no existía afuera.

...y así me sentí yo, durante largos minutos, como si hubiera vuelto al seno de mi madre, como si estuviera seguro y protegido, a salvo, para siempre, de todos los peligros que me aguardaban en el exterior, de todos las decepciones que me esperaban cuando volviera a Madrid, de todos los dolores que habría de traerme el futuro...

...y ahora, por alguna razón, he sentido el deseo de volver a ella...

miércoles, 15 de noviembre de 2006

Um ein Steppenwolf zu werden (y 1)

Waren wir alte Kenner und Vehrerer des einstigen Europa, der einstigen echten Musik, der ehemaligen echten Dichtung, waren wir bloss eine kleine Minorität von komplizierten Neurotikern, die morgen vergessen un verlacht würden? War das, was wir "Kultur", was wir Geist, was wir Seele, was wir schön, was wir heilig nannten, war das bloss ein Gespent, schon lange tot und nur vor uns paar Narren für lebendig gehalten? War es vielleicht überhaupt nie echt und lebendig gewesen? War das, worum wir Narren uns mühten, schon immer vielleicht nur ein Phantom gewesen?



Hermann Hesse, Der Steppenwolf

Acaso no seremos nosotros, los conocedores y admiradores de la Europa de antaño, de la gran musica de antaño, de la gran poesía de antaño, una pequeña minoría complice de neuróticos, que mañana serán olvidados y objeto de burla? No es acaso eso que nosotros aún llamamos "Cultura", espíritu, alma o sagrado , simplemente un fantasma, largo tiempo muerto ý sólo creído vivo por un par de locos? No será quizás que nunca estuvo vivo ni fue grande? No habra sido eso, por lo que nos esforzamos nosotros, los locos, únicamente y desde siempre un fantasma?


En todo aficionado al arte, hay un punto de bacante poseída por la divinidad, de locura suicida y homicida

Al igual que ellas, como si participasen en sus misterios, se vuelven ciegos a todo distinto de aquello que, en su arrebato, han declarado como sacro y sagrado. De la misma manera, si alguien se inmiscuye en sus rituales, secretos y obscuros, se vuelven hacia el con violencia, atacándole con todas las armas al alcance, simplemente por atreverse a mancillar el recinto sabgrado, ellos, extraños, extranjeros, paganos incapaces de reconocer la divinidad cuando la tienen ante sus ojos.

Y como las bacantes, cuando despiertan del trance, descubren el absurdo de sus acciones, la locura en que se sumieron, el vacío de sus opiniones de hace un instante.

Por ello, si es así en los aficionados al arte, no hace falta pensar como será en los críticos, comentaristas, analistas, expertos o historiadores, proclamados por ellos mismos sacerdotes de la divinidad y únicos capaces de desentrañar sus designios.

Sin embargo, la mayoría de la gente vive ajena a todas estas polémicas y debates. Más aún, es posible vivir sin el arte o, mejor dicho, sin el gran arte, esa gran palabra con que se llenan la boca todos los necios y cuya definición cambia más que la forma de las nubes azotadas por el viento. Peor aún, el gustar de unos contenidos y detestar otros distintos, no es ya que no te haga mejor persona, lo cual ya se sabía, ni que te haga más inteligente, lo que sería de esperar. Es que ni siquiera te hace más sensible, más perceptivo, más atento, que se supone era el objetivo de todo el asunto... o al menos debería serlo, si hablamos de experimentar el arte.

En el fondo, todas estas polémicas no se diferencia en nada del grupo de mujeres que discuten sobre el largo de las faldas para este verano, o el de los hombres que se gritan a la cara las alineaciones de sus equipos. No son más que modas, cuestiones pasajeras que mañana serán olvidadas, substituidas por otras nuevas, naderias que a nadie importan excepto a aquellos directamente envueltos en ellas.

Porque, en realidad, no pretenden hablar de arte, o dilucidar lo que es el arte, o intentar averiguar hacia donde marchar el arte. No. Lo que pretenden es pertenecer a un grupo, obtener las credenciales necesarias. Demostrar que ellos también son de los pocos elegidos, de los pocos que saben, de pocos los que dictaminan y regulan.

Probar que son más importantes que los artistas sin los que ellos no existirían. Proclamar que son sus nombres los que deberían ser anotados en los libros, simplemente porque señalaron con el dedo.

Al final, como todas las cosas, es simplemente una cuestión de poder y preeminencia, cuando debería ser una cuestión de placer y gozo.

...

No. Esto no es lo que quería decir. No quería perderme en juna larga e interminable lista de eremiadas o peor aún, oficiar como el único que conoce la verdad revelada y por tanto puede permitirse atacar, derrotar, destruir a los demás, quedar en solitario en el campo de batalla, como el único campeón digno de la causa.

No, lo que quería decir, es más o o menos lo que decía Hesse.

De como nos engañamos, todos, a nosotros mismos, de como partimos del gozo y el disfrute, de probar aquí y allá a ver que sabe, de como el experimentar, el intentar, el acertar y equivocarse forman parte inseparable de ese mismo gozo y disfrute.

De como nos creamos un palacio de hielo a nuestra medida, en el cual no admitimos variaciones ni modificaciones, pero que, en cuanto salga el sol, se derretirá sin dejar rastro alguno.

De como nos atrincheramos detras de nuestras ideas y atribuimos, a los artistas de ahora y el pasado, objetivos e intenciones que provocarían su risa si nos oyeran.

martes, 14 de noviembre de 2006

La melancolía de las miradas (y 3): Bronzino

Hablaba, en entradas anteriores, de los lugares escondidos que existen en todas las ciudades y de como Florencia es especialmente rica en ellos.

Uno de estos lugares mágicos y secretos se halla a la vista de todos, en uno de los monumentos, junto con la galería de los Uffizzi, más visitados por los turistas. No es difícil encontrarlo, basta con entrar al Palazzo Vecchio y dirigirse a la sala de la signoria. El que la haya visitado, sabe que es una sala enorme y completamente vacía, fuera de alguna estatua. El lugar perfecto para que el turista despistado se encuentre aún más perdido, acelere el paso y se marche, sin saber muy bien porqué ha entrado allí, ni que es lo que venía a ver, a menos que le acompañe un guía, de eso que escupen dato tras dato, con los que poder luego irse satisfecho a la cama, seguro de haber aumentado la cultura de uno, aunque luego se hayan olvidado completamente a la mañana siguiente.

Yo estuve también casi a punto de perderme en esa sala enorme y vacía. Sabía que lo buscaba estaba allí, pero no lograba localizarlo, hasta que ví, en una esquina, unos escalones de madera, que llevaban a una puerta pequeña de madera, una puerta por la que parecía imposible que pasase una persona.

Era la puerta de la capilla de los Medici, decorada por entero con pinturas de Bronzino. Una aparente decepción, simplemente porque no se permite entrar en ella para admirar los frescos, ya que sería extremadamente fácil dañarlos, mientras que el ángulo de visión te impide apreciar aquellos más cercanos, y los más lejanos están demasiado apartados para poder gozar de los detalles.

Un reciento que, de forma paradójica, no se puede disfrutar estando allí presente, sino sólo en reproducción, en la habitación del hotel, donde realmente se puede apreciar el arte de Bronzino, esa delicadeza en tratar los cuerpos, los vestidos y las facciones, esa doble perfección que alcanza en sus mejores obras, la de convertir líneas y colores en objetos reales que están ante uno, casi como si se pudieran tocar, y al mismo tiempo trazar y pintar paisajes, objetos, cuerpos de belleza casi ideal, que no pertenece a este mundo, que jamás podrás encontrar en las calles de la ciudades... y hacer todo esto, este prodigio de materialidad y carnalidad en el contexto de la pintura religiosa más ortodoxa, sin que esto pueda merecer ninguna censura, si no es por parte de las mentes más obstusas.

Desgraciadamente, no he podido encontrar un ejemplo de esa capilla, así que no he podido por menos que pegar aquí mismo el que quizás sea su cuadro más famoso, salvando sus retratos.

Se hablado tanto, y tan bien sobre este cuadro, que casi podría dejar esta entrada aquí mismo, admiter que no tengo más que decir y dejarla inconclusa, como si fuera una invitación a buscar más cuadros de Bronzino, pero dejarla así, dado los tiempos que corren, sería señalar implicitamente uno sólo de los aspectos del problema.

O dicho de otra manera, algo que hace grande a esta pintura, aparte de su técnica y ejecución, es que niega y afirma el mismo tema que presenta. Es decir, que lo que, en apariencia, es un apoteosis del amor humano, en sus aspectos más carnales y eróticos, es al mismo tiempo una negación del mismo, sin que ninguna de estas interpretaciones pueda imponerse sobre otra.

Simplemente porque el acto de amor que se nos describe con tanta franqueza, no es otro que un incesto entre madre e hijo, teñido asimismo por el engaño, pusto que Venus se entrega a Cupido para que este no consiga el objeto que buscaba.

Un acto de amor que se nos recuerda pasajero y efímero, terminado y consumido antes de tener tiempo para darse cuenta, como muestra Cronos rasgando el velo con el que se intenta preservar a los amantos. Unas relaciones, unos encuentros, que son al mismo dulces y cargados de veneno, como muestra el personaje femenino tras Venus, portando en sendas manos, un panal y un escorpión... y mostrando también que todo era una mentira, se construyo sobre mentiras y terminará en mentiras, ya que su mano izquierda esta en su brazo derecho y la mano derecha en el brazo izquierdo.

Un acto de amor que terminará finalmente en la desperación, por ver el objeto amado en brazos de otro, y en la desesperación, por haberlo perdido para siempre, como muestra el personaje que aúlla tras Cupido.

Y al mismo tiempo, a pesar de haber destruido cualquier concepción romántica del amor, esas ilusiones de sinceridad, permanencia, eternidad y unión, una vigorosa exaltación del mismo, como momento único para el que está destinada toda nuestra vida y sin el cual, nadie puede afirmar que ha vivido realmente.

Unos temas, unos pensamientos que son una constante en todo el tardorenacimiento y primer barroco, ese tiempo entre el primer brote de las guerras religiosas y el quasi apocalipsis de la guerra de los 30 años, esa época de cortes refinadas, entregadas a la exaltación del amor cortes y los goces terrenales, y de religión/policía política, entregada a la búsqueda y el exterminio físico del enemigo político, fuera protestante o contrareforma, y de la eliminación toda posible idea sospechosa que pudiera quebrar la unidad del bloque al que se pertenece.

El breve tiempo entre dos catástrofes, donde se sabe que todo es efímero y pasajero, y que, por tanto, hay que disfrutarlo ahora mismo, antes de que sea demasiado tarde.

domingo, 12 de noviembre de 2006

Muertos desconocidos

Resulta curioso, ahora que, en otras artes como el cine se habla tanto de la necesidad de formar el gusto, visitar una exposición como la Sorolla/Sargent Singer expuesta a medias entre el Museo Thyssen y la fundación Cajamadrid.

Y digo lo de curioso, porque en otros tiempos, de gustos distintos, y de supuesto mayor compromiso con una vanguardia perdida y desaparecida en el pasado, esta exposición hubiera sido recibida con cierto desdén y hostilidad no disimulada. A lo sumo hubiera sido calificada de ejemplo del mal gusto en la pintura, de lo viejo que afortunadamente fue substitido por lo nuevo, de lo carca en una palabra... mientras que otros, los menos y con cierta vergüenza, hablarían de justa reivindicación del arte patrio, tan olvidado frente a modernismos externos que desvirtúan las esencias culturales del terruño, las únicas que merecen la pena, aunque recuerden a esos fetos abortados conservados en formol.

Palabras. Palabras. Palabras. Siempre las mismas. Siempre ocultando un interés político bajo disfraces estéticos.

No es es, por tanto, de lo que quiero hablar. De hecho no hay nada que pase más rapidamente de moda que el buen gusto, si no es los escritos de los comentarios que pretenden enseñar a las masas en que consiste... y uno, además, es ya demasiado viejo como para pretender enredarse en polémicas y salir airoso, más aún cuando esas polémicas sólo sirven para distraer la atención del auténtico objeto de todo esto. El gozo que supone ver, contemplar y asimilar una obra de arte.

De lo que quería hablar es de otra cosa. algo más cercano a la melancolía y el pesimismo que son parte de mi carácter, y que la contemplación de los retratos pintados por Singer y Sorolla no hizo otra cosa que despertar.


Porque estas personas que estamos viendo no son más que imágenes de muertos, tan remotas para nosotros como los faraones, los reyes de mesopotamia o los cónsules romanos.

Difuntos por partida doble, no sólo en cuerpo, sino también en espíritu, simplemente porque nosotros, un siglo y pico más tarde, ya no somos capaces de reconocer los pequeños detalles que les individualizan. Ese lenguaje corporal, esos complementos en el vestir, esa forma de maquillarse o de sentarse que distinguían en aquel tiempo a una gran duquesa de una Cocotte, al intelectual del banquero, al necio del sabio.

Para nosotros todos son iguales. Rostros de personas ridículas, vestidas de trajes no menos rídículos.

Y si muertos están los cuerpos, no menos lo están las ideas. Leemos los nombres de los personajes egregios, que se posan ante el pintor como fueran a ser convertidos en estatuas clásicas, de esas que perduran por toda la eternidad, y nos damos cuenta que no hemos leído ninguna de sus obras, que no conocemos en que consistía su pensamiento, que seríamos incapaces de señalar por qué tal y tal eran enemigos, por qué les separaba un abismo infranqueable, de enemistad hasta la muerte.

Para nosotros, ambas posturas no son más que un montón de ideas viejas y caducas, ante las cuales sólo existe una respuesta, la risa, la burla y el desprecio... La misma risa, la misma burla, el mismo desprecio, con la que nos contemplaran los que vivan de aquí a cien años, si todavía perdura algo que les haga recordarnos.

....

Pero para eso, dicen, están las audioguías... y los que las compran se van tan contentos, pensando que ya lo saben todo, sobre Sargent Singer, sobre Sorolla, sobre el arte, sobre la vida.

lunes, 30 de octubre de 2006

Eyes Wide Open

La cámara descubre a las figuras que caen, las alcanza y las adelanta...


...salta a un primer plano de las amantes, y entonces vemos que una de ellas mantiene los ojos abiertos mientras se besan...


... primer plano absoluto...


...una de ellas comienza a interumpir la caída, conduciendo a la otra...

...a punto están de salirse del encuadre...


...hasta que, con un golpe de talón, acienden y giran sobre sí mismas...



... para terminar con otro primer plano, en cual se descubre que ambas tenían los ojos abiertos durante ese beso...

Pocas series como esta de Simoun, donde se acumulen tantos besos y tan hermosos...

...hermosos, por una parte, por ser de aquellos que a uno le gustaría recibir, hermosos tambiñen por pertenecer a esa categoría de besos que apenas se ven en las pantallas, como es éste de amantes que se miran a los ojos mientras lo hacen, y hermosos finalmente por la importancia que tienen en la propia trama y en su evolución...

...como el ilustrado, muestra de aceptación y reconciliación, pero también, precisamente por ese sostener y aguantar la mirada, símbolo de que uno de los amantes ya no tiene miedo al otro, ni a ser conducido por él, ni a los lugares donde pueda ser llevado...

..al estilo del símbolo preferido por Saint Exupery para referirse al amor, el del piloto de avión, de uno esos biplanos biplazas de cabina abierta, y el de su navegante/mecánico. Él uno capaz de hacer volar la máquina, manejarla y controlarla, y él otro, encargado de planear y trazar la ruta, de mantener el aparato en funcionamiento. Ambos necesarios, sin que uno pueda prescindir del otro, ambos separados mientras vuelan, sin poder tocarse, ni apenas hablarse, pero ambos mirando y volando en la misma dirección...

... el mismo símil que de esta viñeta...

...el de los dos amantes que marchan juntos, pero al mismo tiempo separados, manteniendo siempre su libertad, puesto que en cualquier instante puede uno decidir acelerar y dejar atrás al otro o quedarse atrás y verlo marcharse, pero que, mientras decidan continuar en esa relación, deben confiar, uno, en que el otro le seguira adonde vaya, el segundo, que el primero sabe a donde a va y que conoce el camino...

lunes, 23 de octubre de 2006

Dining with friends


En las ciudades suele haber rincones escondidos, lugares desconocidos incluso para sus propios habitantes, sitios que albergan, aunque sea un tópico decirlo, tesoros mayores que las imágenes e iconos que representan la ciudad ante el mundo... y que todos asociamos con ellas.

Las ciudades italianas son especialmente ricas en estos sitios mágicos, desconocidos, solitarios, casi perdidos y abandonados. Tan grande es la riqueza artística del país que es imposible mantenerlos abiertos todo el tiempo. No habría personal suficiente para su custodia y la mayoróa de los turistas, limitados por estancias de apenas un día, atados a los caprichos de los tours operators, nunca se pasarían por allí. Así ocurre que apenas abren un día a la semana, un par de horas.


Un tiempo brevísimo, que hace que sea extremadamente fácil perdérselos, bien porque alarga uno la visita a otro lugar que, erróneamente, considera más importante, bien porque el cansancio, el agotamiento y el hambre le harían preferir restaurantes y hoteles.

Sin que ni siquiera llegase a lamentarlo después. Pues sólo entristece lo conocido y perdido, o lo al menos vislumbrado e imaginado, pero nunca lo que se desconoce por completo.

El refrectorio de Santa Apolonia, en Florencia, es uno de esos lugares.

Cuando se llega a la plaza de San Marcos, en vez de cruzarla y dirgirse al convento donde se conservan los frescos de Fra Angélico, hay que torcer a la derecha y seguir una calle completamente anodina, sin nada que nos anuncie (torres, campanarios, arquitecturas) lo que nos espera. De hecho, la puerta del refrectorio parece la de una casa de vecinos, con su timbre, su mirilla y su manija, y sólo una placa minúscula, indica que es el lugar que buscamos.


Yo recuerdo haberla pasado de largo, llegar al final de la calle y tener que retrazar mis pasos, esta vez más atentamente. Recuerdo también haber dudado ante la puerta, pensar que estaría cerrada, que había llegado demasiado tarde, hasta que me atreví a llamar al timbre y alguien desde dentro acudio a abrirla.


El hombre se sonrió cuando le pregunté cuánto costaba la entrada. Era completamente gratis, sólo, si así lo quería, podía escribir unas líneas en el libro de visitas, cosa que no hice, ni tampoco me atreví a hojearlo para ver lo que otros habían escrito, sentido, juzgado digno de recuerdo antes que yo. Yo sólo quería ver los frescos de Andrea del Castagno, y el resto (ese placer añadido a la visita, ese ritual compartido con los que me habían precedido y con los que habrían de sucederme) me parecía estúpido y prescindible.


Dentro sólo había otras dos personas. Una mujer madura y un joven. Hablaban en inglés. "Do you realise what he is doing" decía la mujer, "Yes´, I do", respondió el joven.

"Yes, I do"


Sí, yo también me daba cuenta...y me quedé largo rato frente al fresco mirándolo, intentando fijar aquello que era tan importante.


Porque, ya lo he dicho en otras ocasiones. Cada artista del cuatrocento italiano estaba involucrado en una tarea única, superar a los maestros que le habían precedido, dar un paso más en la construcción de ese nuevo arte, de esa forma nueva, que constituiría el signo definitorio de la pintura occidental hasta casi 1910 y más allá. La representación cabal de la naturaleza, la representación racional del hombre, la muestra casi fotográfica de los sentimientos y emociones humanas, de manera que el espectador se sintiese también emocionado, espectador y actor de esa misma escena.


Porque en aquel fresco, el artista había reproducida una cena entre amigos que se conocía de tiempo atrás, el momento en que el más joven de ellos, agotado, se quedaba dormido, el cuidado el cariño, con que los otros intentaban no despertaban.


Lo que hace que una pintura quede pasados los siglos, olvidadas los religiones, perdidas las razones que la crearon.


El sentimiento, terrible y consolador, de la humanidad compartida.

jueves, 19 de octubre de 2006

À Reims


Para un habitante de la península ibérica, visitar una de las antiguas ciudades de Europa es una curiosa experiencia.

A pesar de las guerras que nos han sacudido, y en especial la guerra civil de hace ya tantos años, la destrucción que han experimentado nuestras ciudades ha sido muy pequeña y apenas han quedado huellas de ella. Sin embargo, en aquellos países en los que se libraron dos guerras mundiales, es habitual encontrar, en medio del tejido urbano pertenecientes a siglos anteriores, enormes espacios vacios, donde las casas y la red de callejuelas que las unían han desaparecido por completo, sin dejar rastro, sin merecer ni siquiera una reconstrucción.

El testimonio de la inmensa destrucción que trae consigo las guerras modernas y del rigor, inimaginable para un español, con que fueron libradas antaño.

Reims no es una excepción. Durante la primera guerra mundial, aunque la ciudad permaneció en manos francesas, el frente se encontraba a unas cuantas decenas de kilómetros. Para ambos contendientes, la ciudad era un símbolo especial. En ella y en su catedral, se había procedido, desde tiempos medievales a coronar a los reyes de Francia. En cierta manera, la existencia de la catedral suponía la existencia de Francia, la certeza de que nunca sería derrotada.

Así que no extraño que la coronación en ella de delfín, en el siglo XV, supusiera una prueba de que Francia vencería a Inglaterra en la guerra de los cien años, como tampoco resulta sorprendente que, siglos más tarde, el alto mando imperial alemán decidierá el bombardeo de Reims, tomando como objetivo la catedral, para quebrar así la resistencia de los franceses.

Quien visita ahora Reims, se lleva la sorpresa de encontrar como la catedral se alza en un amplio espacio vacio, separada de las casas y las calles. Toda la zona circundante fue aplastada por el fuego de la artillería alemana y la misma catedral no se vio mejor librada. Sus techumbres se vinieron abajo, los obuses abrieron cráteres en el pavimento, y la torre norte se vino abajo, demolidos sus cimientos por los impactos.

Lo que queda ahora no es otra cosa que una reconstrucción del periodo de entreguerras. Una resurreción que no es más que un fantasma de lo que aquel edificio fue antaño

Otra de las víctimas fue su estatuaria, la obra de un genio desconocido del siglo XIII, mutilada en los casos en que hubo suerte, como en la fachada Oeste, reducida a polvo en las zonas más expuestas, como la fachada norte, visible directamente para los artilleros alemanes.


Por ello, el que visita Reims, debe recordar que la mayor parte de lo que ve no son más que reconstrucciones y que muchas de las estatuas han sido retiradas de la fachada, debido al estado, a la fragilidad, en que habían quedado. Afortunadamente, no han ido muy lejos, basta con acercarse al cercano museo diocesano, un lugar con dos grandes ventajas, una, estar a salvo de las hordas de turistas que pasean por el templo sin ver nada, otra, poder contemplar las estatuas a una distancia cercana y admirar sus detalles, en vez de tener que conformarse con adivinarlas suspendidas en la fachada, a una distancia de decenas de metros.


Es entonces cuando uno descubre la grandeza de los escultores de la catedral de Reims, grandeza que no estriba sólo en la calidad de su trabajo escultorico, sino en la originalidad de su programa.


En efecto, habría que esperar al renacimiento para encontrar unas estatuas tan corpóreas y tan sensuales como éstas, tan ricas en pequeños detalles, tan atentas al gesto, la postura, la actitud que las define. Unas formas de las que podría decirse que no difieren en casi nada del espectador que las mira. Algo que parece sorprendente en ese tiempo y en ese contexto, pero que para cualquier conocedor, es el producto de una tradición lara, de casi un siglo antes, mediados del XII, y de una serie de intentos y fracasos, la culminación la larga serie de catedrales góticas que se alzan a apenas cien kilómetros de Paris y cuyo estilo se expandiría a todo Europa.


Pero como digo, esa audacia de la forma es vencida por la audacia del pensamiento, hasta convertirse en una excepción que no volverá a verse hasta principios del siglo XX.


Estamos aconstumbrados a otra iconografía de Eva, la de lamujer que extiende la mano hacia la manzana, mientras Adan que la contempla, observados ambos por la serpiente que ha urdido todo el plan. En esta ocasión, sin embargo, Eva tiene en su regazo a la serpiente, a la cual acuna y acaricia, mientras que con una sonrisa, parece ofrecérsela a Adán... el cual unos metros más allá, retrocede aterrado, pero también con cierto placer y deseo.


La obra de un misógino, claramente, alguien para quien la mujer es la fuente de todos los males, la perdición de los hombres. Pero, al mismo tiempo, una representación única en la cultura occidental del concepto de pecado, o mejor dicho de la mezcla de fascinación y horror, de deso y repulsión, que provoca su contemplación y el ser llamado a participar en él.


Lo que, podríamos decir, es la esencia de la seducción. La invitación que se rechaza, para al final sucumbir a ella.

martes, 17 de octubre de 2006

Sufrimiento

Sufrimiento.

Gente que cruza el mar buscando el paraíso que no existe, o mejor dicho, que migran de los circulos inferiores del infierno a aquellos superiores.

Los que, hoy mismo, vayan a morir, ser heridos, quedar invalidos de por vida, perder a sus familiares o a los que quieren, en cualquiera de los conflictos de este mundo.

Los que vayan a levantarse y no encuentren otra cosa que una vida de explotación y humillación, de dolor y sufrimiento... la obscuridad que sólo puede terminar la otra obscuridad, la eterna, la liberadora, la acogedora.

¿Cómo puedo comparar mi sufrimiento, si puedo darle ese nombre, si en verdad existe, con el suyo?

Pero no hace falta ser tan melodrámatico o tan demagogo.

Cada uno de estos sufrimientos, a pesar de verlo todos los días en la televisión, de leerlo en los papeles, me es ajeno, nos es ajeno, puesto que no convivimos con ellos.

No compartimos la misma realidad.

Habría que volver la vista hacia aquellos que tengamos cerca. Hacia las sombras que vemos pasar en el metro, recorrer las calles, viajar en los autobuses. Hacia los seres anónimos a los que nadie canta, a los que no nadie recuerda, en los que nadie piensa, porque su vida no es extraordinaria, ni extraña, ni memorable, ni sirve de ejemplo.

Los que su vida se pierde en un trabajo agotador y estéril, en un ocio no menos agotador y estéril, como hamsters encerrados en su molino, corriendo y corriendo sin llegar a ninguna parte, hasta que caigan muerto.

Los que languidecen encerrados en los asilos, perdido para siempre lo que fueron, olvidados de todos, aguardando una muerte que no llega, confundiendo el mero alargar la existencia con la compasión.

Los nunca llegarán a nada, por mucho que lo intenten. Los que ya no lo intentan y no son más que muertos en vida, sombras que recorren las ciudades.

Los que tuvieron sueños y nunca vieron como se convertían en realidad. Los que los consiguieron y descubrieron que ya no los querían, que nunca los habían querido. Los que despertaron un día y se reconocieron como extraños así mismos, a todo lo que eran, a todo lo que querían.

Los que nunca tuvieron sueños, porque así se lo enseñaron, porque en este mundo sólo hay que contar con hechos y cifras.

Los que tampoco tuvieron sueños, porque los de su tipo no tenían derecho a tenerlos, porque eso era de otros, los afortunados, los privilegiados, los otros, en definitiva.

¿Qué es mi sufrimiento entonces?

¿Qué derecho tiene uno a quejarse, cuando en realidad, no es otra cosa que un afortunado?

¿Cuándo en realidad, su único problema es el aburrimiento?

¿Por qué entonces, todos esos razonamientos y demostraciones no eliminan el dolor?

¿Por qué ni siquiera lo apaciguan?

viernes, 13 de octubre de 2006

Contradicciones

Si tras tantos años, ocurre que al final mi pensamiento puede resumirse en lo siguiente.

Dios no existe.
La revolución nunca llegará.
El amor no es más que una mentira.

pero al mismo tiempo ocurre que sigo siendo capaz de expresarme...

como un creyente
como un revolucionario
como un enamorado

¿acaso no me convierte lo anterior...

en un creyente,
en un revolucionario
en un enamorado?

O lo que es lo mismo, si el rasgo de un romántico es saber que éste no es tu tiempo, ni tampoco, por supuesto, tu mundo, y que tu tiempo tendría lugar, de ocurrir, en un presente o en un pasado inalcanzables, o en tierras y lugares a los que no se puede volver ni viajar....

...y el rasgo definitorio de un realista es tener la certeza de que esos lugares y esos tiempos no son más que paraísos artificiales creados a nuestra conveniencia, para darnos una excusa por la que vivier, y que nunca existieron, ni existirán, o dicho de otra manera, que no hay otro tiempo que éste en que se vive, ni otro lugar que aquel en que se habita....

...¿Qué o quién es aquel que encierra en sí, al mismo tiempo, ambas formas de pensamiento?

...o dicho de otra manera ¿Qué camino le queda?

¿El de la muerte?

miércoles, 11 de octubre de 2006

To live in the border

Abrazados cariñosamente, se besaban sin hartura
de modo que el tiempo se demoró mucho
y quedaron impregnados de copiosas lágrimas
sin que apenas pudieran separarse el uno del otro
y sin ningún respeto a la multitud de los allí reunidos,
pues el amor natural ignora la vergüenza
y eso lo saben todos los que han conocido el amor.


Digenes Akritas, siglo X, Bizancio



El pasado no importa.


Ellos, los muertos, nunca llegaron a enterarse de en que consistía la vida, en que estriba el amor, que era lo valioso en el arte.


Sólo nosotros, los que vivimos ahora, en este preciso momento, lo sabemos. Sólo nosotros, sólo entre nosotros, ha llegado a desvelarse el secreto, ese secreto que, generación tras generación buscaron sin que su ceguera, sus prejuicios, sus vicios y sus pasiones, sus preferencias y sus odios, le permitiesen darse de cuenta de que estaba al lado de ellos mismo.


Es ahora, en este momento, en este mundo, cuando al fin va a poder construirse el paraíso.


Así piensan todas las generaciones. Ninguna escapa a esa regla. Por un instante, se creen los dueños del mundo, el centro de todo lo que les antecedió, el origen de todo lo que habrá de venir, para luego, pasado el tiempo antes de poder darse cuenta, descubrir que otros han tomado su relevo y se han adueñado de su mundo, que el único papel que les queda es el de gruñones eternos, de molestiás perennes, ancladas en el recuerdo de un pasado que no existió más que en sus cabezas.


Un pasado tan imperfecto como el presente al que han sido desterrados, como el futuro que nunca verán.


Así pensé yo en el pasado. De la misma manera que todos lo que me precedieron, creí ser el centro del mundo, soñé ser la respuesta a todas las preguntas, creí vivir el inicio de una nueva época. Ahora, como todos, debería lamentar mi juventud perdida, dolerme por el paraíso al que nunca podré volver, acusar a la juventud de los mismos defectos que yo tenía a su edad, y que, a pesar de los disfraces, aún continúo teniendo.


Pero no puedo hacerlo. Mejor dicho, no quiero hacerlo.


Porque hacerlo sería caer en el error, levantar de nuevo la misma mentira. Pensar que en realidad fuimos distintos, que fuimos la generación especial, la destinada a no-se-sabe-que glorias que se marchitaron, cuando en realidad fuimos semejantes, iguales, indistinguibles, de aquellos que nos precedieron, de aquellos que nos seguiran, que lo único que era distinto eran las circunstancias, que en si éstas fueran distintas, nosotros también hubiéramos sido distintos, y que si éstas ahora mismo fueran iguales, la generación de ahora también sería igual.


Recordar también que la experiencia no se puede transmitir, que esa experiencia no es más que el recuento de una lista interminable de errores, de los cuales no podemos asegurar que no hubieran derivado en errores aún peores, de no haberse cometido.


Que, simplemente, toda persona tiene derecho a contruirse a sí misma, por sí sola. Que no hay otra manera.


O dicho de otra manera, porque si así lo creyera, sería incapaz de mirar al pasado, o de esperar hacia el futuro, sólo me quedaría encerrarme en la contemplación melancólica del pasado, condenarme a la consideración de que lo que sucede en este tiempo no ha sucedido antes en la historia, de que lo ahora sentimos, lo que ahora nos aqueja, lo que ahora tememos, nunca hubo quien lo sintiera en el pasado, ni habrá quien lo comparta en el futuro.


Quedarme, porque yo mismo me lo he negado, sin el placer de leer el Dígenis Akritas del siglo X, otro tiempo de culturas enfrentadas, casi las mismas que ahora, que no se entendían la una a la otra, que libraban guerras entre sí, que trazaban fronteras infranqueables delimitando las zonas pertenecientes a cada una de ellas... y donde, al mismo tiempo, esas fronteras, esas barreras, esos muros, no existían en la realidad, y las gentes las cruzaban una y otra vez, sin que nada, poder, leyes, autoridad, religión, pudieran impedir ese paso, figurando un día en un bando, mañana en el otro, descubriendo que lo peores enemigos puede ser que no sean los del otro lado, sino los que militan a tu lado.


Un mundo, en fin, donde el amor, su necesidad, eran tan urgentes, tan imperiosos, tan absolutos, como lo son ahora, aunque hayamos cambiado el nombre para seguir refeririéndonos a lo mismo.


...Y aún deseaba decir incluso cosas más semejantes
cuando vió que el joven se acercaba súbitamente,
invadida por un gran decaímiento se turbó
se le abrazó al cuello con las manos
y quedó colgada sin hablar, ni derramar lágrimas.
Asímismo el Emir, como un poseído
abrazó a la joven, la apretó contra el pecho,
y permanecieron unidos durante muchas horas.

martes, 10 de octubre de 2006

Escultura para perder en un bosque


Le surrealisme est un jeu.

Buñuel, L'age d'or


Hay artistas que se resisten a ser interpretados, una característica que, como ya dicho en otras ocasiones, suele molestar bastante a los defensores de un arte siempre comprometido, transmisor de ideas y consignas... ideas, consignas y urgencias del momento que con demasiada frecuencia se tornan anticuadas a los pocos años, basta pensar en el abismo que media entre lo que significaba ser de izquierdas a principios de los ochenta o lo que significa ser ahora... o dicho de otra manera, como ideas que en aquel entonces suponían ser de centro, centro, ahora, si hemos de creer a los agoreros que pueblan radios y tertulías, son ejemplo de radicalismo, revolución, subversión, etc, etc...

Pero yo iba a hablar de Hans Arp, de quien en estas fechas se celebra una restrospectiva en el Círculo de Bellas Artes Madrileño, y no de política... y es que al pensar en Arp he pensado asímismo en Klee, otro artista que suele atraer las iras de aquellos que necesitan ver una intención, una razón, un mensaje. Algo, en definitiva, que les de material con el cual poder escribir un artículo al día siguiente, trufado de referencias y alusiones, y que de paso sirva para demostrar al lector, cuán amplios, profundos e importantes son sus conocimientos.

Curiosos párrafos los dos anteriores. Podrían pensarse injustos, agrios, sin fundamento... si no fuera porque yo también era de aquellos que buscaban un algo en el arte, una indicación sobre el camino que debería seguir en la vida, y tómese ese concepto, el camino a seguir, en la acepción más amplia posible, esa de los tan afamados manuales de autoayuda, pero con una pátina de supuesta formalización y de supuesto ennoblecimiento, espejos en los que mirarse y reconocerse, para lo bueno y para lo malo, para progresar, para mejorar, para cambiar, para reformarse.

No es de extrañar que tanto Klee como Arp, supusieran un problema para mí, algo que no podía reducir a argumentos, a reflexiones, a silogismos y conclusiones, algo que, precisamente por su propia naturaleza de irreductible e irresoluble, me fascinaba, a pesar de repelerme....y quisiera llamar a mi cambio de opinión una revelación, pero sería mentir, porque no hubo en ello nada de repentino, de radical, de explosivo.

Simplemente darse cuenta de lo mucho de juego, de alegría, de diversión que había en ese movimiento que se llamo el Surrealismo (y sus muchos aledaños, porque si hay una definición escurridiza esa es el surrealismo). Un espíritu lúdico y desenfadado que explica porque la generación de la segunda guerra mundial, aquella del existencialismo, el teatro del absurdo, y el informalismo pictórico, se sintió radicalemente extraña a la generación surrealista. Simplemente porque sus predecesores nunca habían sido serios, ni habían querido serlo.

Una falta de seriedad, que para los jóvenes supervivientes de la guerra, aquellos que acusaban precisamente a ese desapego y ese desinterés de la catástrofe que había descencido sobre Europa, era el mayor de los pecados.

Y sin embargo, ese es el signo de Arp y de Klee, el jugar con el color y la línea uno, con la forma y el relieve el segundo, sin pretender en ningún momento mayores pretensiones o profundidades que las que surjan de la propia dinámica de ese juego, de las nuevas perspectivas que vayan surgiendo a medida que se dominan las reglas, modifcando estas para hacerlo nuev, renovado, fresco, y que no aburra.

Huyendo aí del cliché del artista torturado, preso de no-se-sabe-qué corrientes espirituales, el medium que ve espectros negados al resto de los asistentes a la sesión, para encontrar un artista en zapatillas, igual al resto de sus contemporaneos, maduro y reposado, que no busca enajenarse a su público, sino que éste participe con él, en el mismo juego al que él se ha entregado.

O como decía en el título de esta entrada. Crear como Arp, una esculta de tan poco valor, de tan poca importancia, que sólo sirva para perderla en el bosque...

...pero que por eso mismo es preciosa.... más preciosa que las telas sin significado colgadas en las paredes de los museos.

sábado, 16 de septiembre de 2006

...So simple, so beautiful...

Gilgamesh ¿Por qué vagas de un lado para otro?
La vida que persigues no la encontrarás jamás.
Cuando los dioses crearon la humanidad,
asignaron la muerte para la humanidad,
pero ellos guardaron entre sus manos la Vida.
En cuanto a ti Gilgamesh, llena tu vientre,
haz fiesta cada día,
danza y canta día y noche,
que tus vestidos sean inmaculados,
lávate la cabeza, báñate,
atiende al niño que te toma de la mano,
deleita a tu mujer, abrazada contra ti,
Ésa es la única perspectiva de la humanidad.

Cantar de Gilgamesh

...que otros busquen dioses ante los que arrodillarse, por los cuales estén deseando entregarse al martirio, en cuya defensa estén dispuestos a exterminar a aquellos que los ofendan con sólo el pensamiento....

...que otros busquen la gloria y dediquen toda su vida a ella, que no vean otra cosa que la senda que les lleva a las alturas, que ansíen estar por encima de los demás, hasta que a sus ojos no sean más que hormigas, idénticas y por ello perfectamente prescindibles....

...que a mí me basta con esto... pero ¡Ay! que ni eso me será concedido.

jueves, 14 de septiembre de 2006

... Y en el principio fue el verbo....

...él sació con ella su codicia amorosa,
Durante seis y siete noches, Enkidu, excitado, cohabitó con Shamjat
Después de que hubo saciado su voluptuosidad
volvió su mirada en busca de su manada
pero al ver a Enkidu las gacelas huyeron
la manada de la estepa se alejó de su cuerpo
Enkidu había perdido su fuerzas, su cuerpo estaba flojo
sus rodillas quedaban inmóviles, al tiempo que huía su manada
Enkidu estaba débil, no podía correr como antes
pero había desarrollado su saber, su inteligencia estaba despierta.
El vino a sentarse a los pies de la hierádula
y se puso a contemplar el rostro de Shamjat
ahora comprendían sus oídos lo que le decía la hieródula...


Cantar de Gilgamesh, Tablilla I


...y así ocurrió que la literatura nació ya perfecta y casi, casi, agotó todos sus temas, sus ambiciones, sus posibilidades, en el mismo acto de su nacimiento...

domingo, 10 de septiembre de 2006

Children of Revolution

Honda recordó como había insistido en que, les gustase o no, cien años más tarde Kiyoaki y él figurarían incluidos en el sentir de la época, mezclados con aquellos por los que no tenían ningun respeto, clasificados a su lado basandose en unas frágiles similitudes.

Mishima Yukio, Caballos desbocados

Hay que generaciones que tienen suerte. Generaciones que se convertirán en el símbolo de un siglo. Generaciones cuyo brillo apagará al resto y cuya fama las reducirá al olvido más completo.

Así ocurrió con la generación de los años 60 del siglo XX.

Si creemos al mito, ellos transformaron el mundo, cambiaron su faz, triunfaron sobre todo lo que era viejo y antiguo. Antes que ellos, no hubo nada por lo que luchar, después de ellos, no hubo nadie que luchase. Sus ideas fueron las únicas que merecieran la pena, ellos, los únicos creadores.

Yo no pertenecí a esa generación. Yo formé parte de la generación posterior, aquella de los 80. La compuesta por los hijos de la revolución, esa supuesta revolucion gestada y alumbrada por los jóvenes que se convirtieron en nuestros padres.

Y como todos los jóvenes, nos rebelamos contra nuestros padres.

No nos faltaban razones. Sabíamos de su mentira. Hablaban de política, de ideas, de compromiso, de revolución, pero aquello no eran más que palabras vacías, excusas para justificar como se habían enriquecido, como habían codiciado el poder, como habían vendido todo, y a todos, por obtenerlo.

Como se ha repetido tantas veces, aunque nadie quiera aceptarlo, el 68 se acabó cuando a los estudiantes les dieron las vacaciones y se fueron a la playa. A follar, que es lo que sólo piensan los jóvenes de todos los tiempos, mientras que los sistemas políticos, las estructuras económicas, permanecían inamovibles, reclutando, a medida que pasaba el tiempo, a los mismos que habían sido sus enemigos.

Así que nos rebelamos. Mientras ellos pretextaban excusas, grandes ideales tras los que ocultar su vacío, su mentira, nosotros hacíamos lo mismo, pero sin buscar ninguna excusa. El mundo había sido creado para nosotros, para que lo disfrutásemos, sólo había que alargar la mano, sin que fuera preciso ningún esfuerzo.

Así que nos acusaban de falta de seriedad, de ausencia de ideales, de materialismo y hedonismo... y nosotros nos reíamos de ellos, les mostrábamos como eran ellos los traídores, los que habían vendido todo por la tranquilidad, por la seguridad, por un sueldo, por un piso, por vacaciones pagadas todos los años, por ver los seriales de la tele todas las noches.

Sobre todo, disfrutando con el dolor que producía, como eran ellos mismos los que nos habían educado en los ideales contrarios a los que proclamaban, como eran ellos mismos los responsables de su propia derrota, como seríamos nosotros quienes habríamos de sucederles y substituirles.

Nosotros, su mayor fracaso.

Y sin embargo, perdimos. No pudimos ganar. No podíamos ganar. Teníamos que habernos dado cuenta.

Como nuestros padres, nosotros tampoco teníamos objetivos, por tanto no conseguimos ninguno.

Como nuestros padres, nosotros también envejecimos. La generación que va a substituirnos, la de ahora mismo, primeros años del siglo XX, siente hacia nosotros lo mismo que nosotros sentíamos hacia nuestros padres, desprecio hacia nuestra comodidad, asco ante las renuncias que hemos tolerado, despecho ante nuestros olvidos, burla por nuestro falso pudor ante sus excesos.

Por todo ello, nadie va a cantar nuestras glorias, por que no existieron, ni nuestras miserias, por que no las hubo.

Sólo se dirá de nosotros que nos gustaba Mecano, como proclama la publicidad de cierto musical de moda, y que U2 era el símbolo de nuestra juventud, y sus canciones, nuestros himnos.

Aunque yo odiase profundamente a unos y los otros fueran, para mí y para mis amigos del colegio, "un grupo de pijos que gustaba a los pijos".

El tiempo ha decidido por nosotros. El tiempo nos ha arrojado a todos, amigos y enemigos, en la misma fosa.

miércoles, 6 de septiembre de 2006

Paradise on Earth (y 3)

A mi no me interesa, como no le interesa a ninguna persona culta, quien haya dicho "A". Lo que me interesa es ampliar y utilizar esa "A" hasta el final, hasta que sea posible decir "B"

Alexander Rodchenko, 1928

Leía estas palabras, escritas por Rodchenko, pintor, fotográfo y teórico, y pensaba en como son totalmente ajenas a nuestras "certezas" de ahora mismo.

En este ambiente cultural en el que vivimos, la originalidad de la obra de arte es un tabú, y como todos los tabús, aquel que lo transgrede merece todos los castigos inimaginables, entre ellos el del expulsión del grupo y el del olvido de su nombre. Resulta gracioso, por utilizar alguna palabra suave, la obsesión que algunas personas presentan por buscar cualquier señal de plagio o copia, o las eternas discusiones, sin resultado alguno, para determinar si las coincidencias, las similitudes son producto del homenaje, lo cual parece honroso, o de la copia descarada, lo cual solo merece el desprecio.

Casi da la impresión de un tribunal de la inquisición, colocado por encima de todas autoridad, sin tener que responder a nadie, y en posesión, él solo, de la auténtica doctrina. El ejercicio perfecto para aquellos incapaces de crear y de creer.

Sin embargo, siempre he pensado que esto no es más que una perversión de nuestra sociedad capitalista. En un mundo en que todo es mercancia, especialmente el objeto de arte utilizado como entretenimiento, es primordial dar una imagen de marca, algo que sea fácilmente reconocible y al mismo tiempo diferente del resto, con la intención de que el cliente, el espectador, no tenga opción a equivocarse y compre el del vecino, reduciendo nuestros ingresos.

Desde este punto de vista, resulta perfectamente comprensible esa obsesión nuestra por detectar el plagio, por evitar que alguien nos haga competencia y nos quite el pan. Sin embargo, se olvida el efecto esterilizador que esta perversión tiene sobre el arte. Al prohibir la copia, cualquier copia, se está impidiendo la reutilización, la reescritura, la reinterpretación, lo que, en cierta manera, constituye una de las esencia del arte, de la vida, y del progreso humano. Ver lo que los demás hacen y hacerlo tú mejor, dar un paso adelante, descubrir nuevos horizontes.

De ahí la importancia de la frase de Rodchenko, un artista que negaba el plagio, más aún que reclamaba el plagio, o por decirlo así la fertilización mutua entre artistas, la compartición de ideas y logros, o por utilizar una fraseología más política, la colectivización y democratización del arte, convertirlo en un inmensa biblioteca, a la cual todos tuvieran acceso, cuyos contenidos, todos pudieran utilizar, puesto que lo que no se te había ocurrido a ti, se le ocurriría a otro, y eso te pondría en el buen camino, te mostraría la dirección que deberías tomar, te abriría las vías que considerabas cerradas.

Una explosión de creatividad por tanto, al contrario del arte/entretenimiento moderno, que para evitar la acusación de plagio, se refugia en formas amorfas, que no pueden ser asociadas a ningún artista en particular, y que se repiten una y otra vez sin ninguna vergüenza, con apenas unas mínimas variaciones, que se pretenden originalidad, frescura, renovación, todas esas palabras rimbombantes con las que se descubren a diario cientos de nulidades...

...pero que no son más que un estéril ejercicio de remover la mierda, a ver si huele mejor o peor.

martes, 5 de septiembre de 2006

La melancolía de las miradas (y 3): Rosso

Hablaba unos días atrás de Pontormo, de sus sensibilidad torturada, casi al borde de la fractura, y de como se reflejaba en una reprentación del cuerpo humano completamente deformada, casi eterea y soñada, debil y a punto de desvanecerse (el Greco, en el fondo, no descubrió nada, como sabe todo buen conocedor del quinquecento italiano), pero que ocultaba bajo sí una personalidad y una fortaleza a prueba de casi todo, simplemente por la perseverancia en mantener los rasgos de su estilo, a pesar de que este no gustaba entre sus contemporáneos, a pesar de que se siempre se les comparaba, para mal, con los artistas de la generación anterior.

Curiosamente, el nombre de Pontormo suele ir unido al de su contemporáneo Rosso Fiorentino. Ambos intentaron dar un paso más allá de donde habían dejado la pintura su predecesores, Miguelángel, Rafael y Leonardo. Ambos fracasaron aparentemente en esa empresa y durante muchos años, siglos, se les nombraba sólamente como ejemplo de quiero-y-no-puedo, de pintores sin talento, pero sin genio, extraviados precisamente por ese talento que no supieron domeñar y que les llevo a la exageración y a la locura.

Ahí se acaban las similitudes, porque donde Pontormo es delicadeza, casi malsana en su suavidad, Rosso es violencia sin disimulo que ataca al espectador, y donde el primero es belleza , pronunciada hasta hacerla dolorosa, el segundo es fealdad que se ríe a carcajadas.

Basta la contemplación de esta deposición, donde Rosso, justo sobre la cabeza de la vírgen y los santos, en un lugar donde es imposible no verlo,para acenturar el dramatismo y el dolor de una escena coloca el rostros de un animal irreconocible. Una bestia que no es sino uno de los ejecutores, alguien que se sabe, así representado, como incapaz de compasión y misericordia.

El único personaje que mira al exterior del cuadro, a nosotros los espectadores, como si nos avisará de que nosotros seremos los siguientes en morir, de que esa muerte es nuestra muerte, y de que nosotros tampoco obtendremos clemencia.



No se acaba ahí el catálago de transgresiones de Rosso. De uno de sus primeros cuadros, colgado ahora en los Uffizzi, se cuenta que la persona que lo encargo lo devolvió porque no podía soportar la visión de aquellos santos, demacrados, consumidos por el ayuno y la penitencia, convertidos en esqueletos andantes, con miradas alucinadas, propias de locos (y nuevamente hay que recordar la leyenda del apostolado de El Greco, de como eligió para representar a los apostoles a los locos del manicomio de Toledo, porque sólo locos podrían seguir al Cristo).

Un cuadro, por tanto que en vez de invitar al recogimiento y a la devoción, invitaba a al horror existencial, provocaba la duda sobre sí esa religión fuerte y poderosa, llamada a sobrevivir a todas las construcciones humanas, no era más que un sueño de orates, una fantasía sin ningún fundamento, tan falsa y despiadada como los personajes representados.

Y no es menos transgesor hoy en día (o habría que decir actual) un cuadro como la deposición que sigue.


Un pintura donde el Cristo, la virgen y la Madalena se han teñido de un color negro, casi de ébano, un color inusitado en la Europa del XVI, puesto que representaba al enemigo (recuérdese el odio racial que late en todo el Otelo de Shakespeare, contra el Moro de Venecia), al turco que amenazaba a Europa apenas unos kilómetros al este de Viena o al corsario argelino que acechaba las rutas de comunicación del Mediterráneo, como los protagonistas en la historia de la salvación.

O el hecho, ahora sin significado, de que el Cristo sea pelirrojo, algo que en sus tiempos debió constituir casi una blasfemia, puesto que, popularmente, se creía que Judas era pelirrojo, y por tanto, se estaban equiparando ambos personajes, el salvador y el traídor.

Una doble blasfemia además, puesto que Rosso, como su nombre indica, era también pelirrojo, y el Cristo, por tanto, no era otra cosa que un autorretrato suyo, una forma de indicar que ese martirio era también su martirio, y que había sido perseguido, traicionado y torturado como él.

Una representación atrevida, polémica, rabiosa y salvaje, pero al mismo tiempo, sincera y técnicamente impecable.

Casi como un artista de ahora mismo.

lunes, 4 de septiembre de 2006

Stepping on the threshold


En realidad, todos los dilemas morales se reducen a uno solo.



Intentar averiguar como reaccionarás cuando descubras, en la mirada de la persona amada, temor, asco, odio... y que esos sentimientos los provoca tu mera presencia.








O lo que es lo mismo. ¿Descubrirás algún día que estás actuando en contra de tus convicciones más profundas?

Es decir, que ellas, esas ideas tuyas tan queridas, de las que tanto te ufanabas, no eran más que mentiras convenientes, en las que nunca creíste.

jueves, 31 de agosto de 2006

Neighbourds, Norman Mc Laren (1952)


...y no aprendemos, no, no aprendemos...








Nota 1: Aunque no se aprecie, el corto entero de McLaren es animación fotograma a fotograma de personajes reales. Una auténtica proeza técnica (y estética, claro, porque las proezas técnicas nacen ya caducadas) se mire como se mire.

Nota 2: Curiosamente, Mc Laren es conocido precisamente por ser un director de animación, y un director de animación centrado en la abstracción (una abstración gozosa, jugetona y revoltosa). Curiosamente los cortos, por así decirlo, de personajes reales, son una excepción en su cine y los que tienen una intencionalidad política, excepciones de excepciones.

Sin embargo, McLaren tenía fuertes convicciones políticas (pertenecío al partido comunista escocés antes de migrar a Canadá en los 40 del siglo XX) y durante toda su vida estuvo preocupado por el mensaje que su cine transmitía y por el efecto que iba a tener sobre las personas y el mundo.

Toma Paradoja.

Lo repito, porque se dice pronto.

Un cineasta políticamente comprometido que utiliza la abstracción como su forma preferida de expresión.

Ahí es na'.

Nota 3: Hoy estaba vago, de hecho tenía pensado hablar de Rosso Fiorentino... pero a veces pienso en esas casualidades que hacen que lo vemos/leemos/escuchamos coincida con el estado del mundo/la situación de nuestras vidas/el rumbo de nuestros sentimientos.

martes, 29 de agosto de 2006

Tirez-vous les premiers, Messieurs les Français!!

..."Our next maneuver was rather extraordinary. We were ordered to mount bank, front the enemy, and there by word of command go through all the ceremony of soldiery, ordering and grounding our arms; and although the enemy had been firing a little before, they did not give us a single shot". The British may have been filled with astonishment at this display, as Duncan later remarked. More likely, the British officers who watched admired the performance, perhaps some wished that they have ordered it themselves...


The glorious cause. The American Revolution 1763-1789. Robert Middlekauf

Nunca he podido evitar un estremecimiento al leer episodios de este tipo, tan abundantes en la historia de las guerras que se libraron desde primeros del siglo XVIII hasta la inmensa matanza sin sentido que supuso la Primera Guerra Mundial.

Pueden parecernos absurdo, vistos desde ahora, esos ejércitos con uniformes de opereta, que maniobraban en orden cerrado, como autómatas, y atacaban al ritmo de pífanos y tambores, sin buscar substraerse a las balas en sus ataques, rigiéndose por normas y conceptos transnochados.

Sin embargo, en aquellos tiempos, la guerra era tan cruel o más que ahora. No cruel, sino mortífera.

La mayoría de los soldados no morían en el campo de batalla, sino de enfermedad o privaciones, de manera que un ejército en campaña podía encontrarse con que, el día de la batalla, no podía llamar a filas mas que a la mitad o la tercera parte de sus hombres.

No es que las batallas fueran precisamente paseos, llenos de heroísmo o de gestos, como los cuadros de los museos pueden hacernos pensar. Basta pensar que los generales tenían mucho cuidado de no arriesgar sus tropas en batallas que no fueran a ganar de forma clara, puesto que un encuentro, podía reducir aún más la parte útil de su ejército, hasta obligarlo a retirarse de la campaña.

Aunque primitivas las armas del siglo XVIII eran mortíferas en un grado que a nosotros, aconstumbrados a las WMD del siglo XX, nos parece increíble. Un cañon de artillería generalmente no disparaba una carga explosiva, sino una bala maciza, incapaz de hacer el daño que una bomba de ahora puede causar. Sin embargo, los artilleros de entonces calculaban la trayectoria para que la bala rebotase varias veces contra el terreno, como en el juego de la rana, y así pudiera abrir hueco en las formaciones enemigas, penetrando varias líneas en un solo tiro.

Sin olvidarse de lo que podía suponer una carga de fusilería, varías líneas de tiradores concentrando su fuego en la formación que avanzaba contra ellos, y lanzando de una vez, una auténtica granizada de proyectiles. Los testimonios nos hablan de ataques parados en seco, simplemente porque la vanguardia de la formación había sido segada de una vez, y frente a los supervivientes, aún confusos, quedaba la visión de un montón de cadáveres, los de aquellos que los precedían. De hecho, lo único que permitía que los ataques triunfasen, era el tiempo que se tardaba en recargar y que daba a los atacantes la oportunidad de reponerse, superar el espacio que les separaba de sus enemigos, y cargar contra ellos a la bayoneta.

Sin contar con que ser herido en una batalla suponía, casi con seguridad, la muerte, cuando no la mutilación. Sin antibióticos, sin desinfectantes, sin equipos modernos, sin una teoría que le permitiese combatir la enfermedad, lo único que los médicos de aquel entonces podían hacer era extraer la bala, coser todo, y esperar que la naturaleza triunfase... o amputar si todo iba bien.

Y aún así, los hombres marchaban al combate, aceptaban el peligro y la muerte, casi despreciándo a ambos, y rivalizaban en ejemplos de coraje, honor y heroísmo, dirigidos tanto al enemigo que les esperaba como los amigos que les observaban, casi como si compitieran con ellos.

Como ocurrió en la batalla de Fontenay, durante la guerra de Sucesión Austriaca, cuando una unidad de Infantería inglesa se dirigió hacia el centro frances y, cuando estaban a tiro, apenas a unos cientos de pasos, el oficial británico que estaba al mando se descubrió, saludo a sus enemigos y dijo aquello de:

Tirez-vous les premiers, Messieurs les Français! (¡Tiren Uds primero, señores franceses!)

Ante lo cual, el oficial francés que mandaba a los enemigos se descubrió a su vez, saludo al oficial contario y respondio:

Nous, les Français, ne tirons jamais le premiers. Tirez-vous, Messieurs les Anglais! (Nosotros los franceses no disparamos jamás los primeros, ¡Tiren uds, señores ingleses!)

Tras lo cual ambos oficiales volvieron a saludarse, se cubrieron, y el inglés procedió a ordenar. Carguen! Apunten! Fuego!

¿Absurdo?

No más que la guerra de ahora, donde todo se reduce a arrojarse los misiles con mayor alcance y de mayor poder destructivo, y que se libran sin cuartel, no ya para los soldados enemigos, sino para los civiles.

Por eso, si hubiera de participar en una guerra, preferiría que fuera una de las del XVIII, donde al menos pudiera uno morir admirado por amigos y enemigos.

Donde tras la batalla, el enemigo vencido pudiera ser elogiado por el vencedor y se le rindiera el respeto y los honores que su valentía mereciera.

Ellos eran la mejor infantería del mundo. No deberían haber sucumbido de esa manera.

O algo así.

Palabras imposibles de escuchar hoy en día, donde todo enemigo es inhumano por definición, merecedor únicamente de ser aplastado como las cucarachas.