jueves, 23 de septiembre de 2021

La máquina Magritte, exposición en el museo Thyssen

Las memorias de un santo
Las memorias de un santo

Vaya por delante que Magritte es uno de mis pintores favoritos. La explicación es sencalla: me encontré con su obra cuando mi afición por el arte "contemporáneo" se estaba consolidando, espoleada por una serie mítica, The Shock of the New. En aquel tiempo, a mediados de los ochenta del siglo pasado tuve la oportunidad de ver una serie de exposiciones que me marcaron: las Cezanne y  Monet del antiguo MEAC, antecesor del MNCARS, y las Ernst y Magritte de la Juan March. De ahí quizás que esta nueva retrospectiva del Thyssen, dedicada al surrealista belga, me parezca no llegar al nivel de la de hace casi cuarenta años. Los lazos sentimentales, los recuerdos embellecidos, pesan demasiado.

Pero vayamos por partes. A pesar de mi admiración por Magritte, es innegable que se trata de un pintor mediocre en los aspectos técnicos. Sabe pintar objetos reconocibles, pero no hay que esperar alardes ni florituras en su plasmación. Lo que lo distingue y lo coloca entre los grandes es otro aspecto: su capacidad para crear enigmas visuales que se tornan automáticamente en iconos. Hay pinturas de Magritte que se conocen antes de haberlas visto, tal es la difusión que sus invenciones han tenido en la cultura popular.  

Creaciones, además, que no se limitan a un exiguo puñado de aciertos, siempre repetidos. Si la exposición se llama La máquina Magritte es porque este pintor surrealista no paraba de crear nuevas paradojas visuales, las desarrollaba en infinitas variaciones, para luego injertarlas las unas en las otras. De ahí que ninguna exposición de Magritte parezca la misma, aunque sea que inevitable que se repitan obras, o que siempre se queden imágenes icónicas fuera.

El método de Magritte para concebir esas paradojas visuales es muy sencillo. No nos hallamos ante un surrealismo estridente, como el de Dali, consistente en abrumar al espectador, sino en otro con sordina, al que le basta combinar dos elementos cotidianos -en aplicación directa del aforismo de Lautrémont- para generar un relámpago cegador. Un contraste, entre el origen y el resultado, que raya en lo aterrador y que explica la persistencia de esas figuraciones. Tras haberlas visto, su imposibilidad se desvanece, para devenir una realidad tan sólida como la que niegan. Iconos que además no se reducen al mero carácter de imágenes resultonas, sino que son prolegómenos/epítomes de sesudos análisis filosófico sobre la realidad. Recuerden el famoso <<Esto no es una pipa>>, o las múltiples maneras en que se burló de la tan cacareada super-realidad ansiada de sus compañeros de movimiento.

Desapego que no debe sorprendernos: Magritte siempre se consideró, en el fondo, como un pintor romántico. La diferencia es que para representar lo sublime, lo desconcertante, lo aterrador, tenía que utilizar recursos diferentes a los del siglo XIX.

El seductor
El seductor

La exposición de la Thyssen, por su parte, se organiza de manera temática, al contrario que la de la March, que seguía un orden cronológico. Es una buena aproximación, ya que permite comparar los diferentes símbolos que utiliza Magritte, así como rastrear su evolución y mestizajes. Sin embargo, en ocasiones puede tornarse muy ardua para un espectador no avisado. Magritte es muy aficionado a los juegos metapictóricos y metalinguisticos, así que una buena parte de su obra consiste en nombres escritos sobre fondos neutros -u objetos a los que se les ha cambiado su significante-, con los que el espectador debe reconstruir una realidad nueva. Pues bien, una de las salas -la segunda- está plagada de cuadros de ese tipo. Muy interesantes, de lo más estimulante de su producción, pero quizás demasiado duros de roer para servir de introducción a Magritte.

Por otra parte, me ha parecido que había muchas obras de la década de los veinte. En esa época Magritte no se había encontrado aún a sí mismo y la inmensa mayoría de sus obras son mediocres. En ellas se notan demasiado las limitaciones de su técnica -nunca fue un buen dibujante o un colorista - mientras que sus temas no pasan de ser los de un seguidor vacilante de los dadaístas. Hay entre ellas, es cierto, chispazos de lo que habría que de venir, e incluso algunas imágenes icónicas -los amantes que se besan con la cabeza cubierta por un velo, la joven que devora vivos unos pájaros- pero ninguna de ellas figura en esta muestra. La presencia de esta obras de segunda estaría plenamente justificada en una muestra cronológica -hay que saber de donde viene el pintor- pero no en una muestra temática. Ocupan un espacio precioso.

Además, si la década de los veinte está demasiado bien representada, la de los cuarenta brilla por su ausencia. Falta tanto más clamorosa porque en esos años el estilo de Magritte se apartó de lo que se suele identificar como suyo propio. Parecería que los organizadores han intentado evitar que el público se desconcierte, al contemplar Magrittes que no parecen Magrittes. ¿Y qué ocurrió en aquéllos años? Pues dos giros estilísticos, uno estéril y otro sin continuidad. El primero, el estéril, consistió en que Magritte, durante los años sombríos de la Segunda Guerra Mundial, intento crear un Surrealismo luminoso, adaptando el estilo de pincelada de los impresionistas. Algo que, por su técnica limitada, no pasaba de mero pastiche.

El segundo, el discontinuado, es mucho más interesante. De repente, un pintor consagrado y con un estilo formado -se podría decir que petrificado- se pasó con armas y bagajes al campo de los pintores jóvenes. Aquéllos que, como conviene a esas edades, basaban su arte en la rebeldía y en la oposición a los mayores. Se trata de su etapa agria, de colores disonantes y temas escabrosos, durante la que Magritte se contaminó del nihilismo y la nausea que sucedió a la postguerra. No duro mucho, Magritte retorno pronto a su "zona de confort", pero por ello es mismo es de especial interés.

La explicación

 

 

 

 

 

 

 


 

No hay comentarios: