sábado, 25 de septiembre de 2021

De la guerra a la unificación, Daniel Fernández de Lis

Entre los efectos que tuvo la derrota de Sagrajas fue que Alfonso (VI) solicito ayuda para hacer frente al a amenaza almoravide al resto de reinos cristianos. El efecto de esta doble búsqueda de aliados extrapeninsulares fue, en palabras de Salvador Martínez, que <<si por un lado los reinos europeos se "europeízan", por otro los reyezuelos musulmanes del sur se "africanizan" y España entera se "desgozna" ante la incapacidad de absorber tanto cambio en tan breve tiempo>>.

En efecto, los caballeros francos que acudieron lo que hicieron, al ver que el enemigo había retornado a África y que la amenaza se había reduci9do, fue no hacer caso del requerimiento de Alfonso para que regresaran a sus tierras. Permanecieron en la corte intrigando y buscando un alianza matrimonial conveniente o simplemente hacer son las fabulosas riquezas de las que llevaban años oyendo hablar.

De la guerra a la unificación, La historia de León y de Castilla desde 1037 hasta 1252. Daniel Fernández de Lis

En una entrada anterior, ya les había comentado el primer libro de Fernández de Lis sobre la historia de los reinos cristianos occidentales de la península ibérica: Asturias, León y Castilla. Esa obra trataba sobre sus orígenes y consolidación tras la conquista islámica de la península, mientras que esta segunda entrega -en lo que espero sea una trilogía- versa sobre su expansión hacia el sur. Un proceso que alternaba entre avances propiciados por la descomposición Al-Andalus en reinos de taifas y frenazos ante la irrupción en la península de los imperios del Magreb: Almorávides y Almohades. 

De ese tira y afloja entre cristianos y musulmanes - así como de las divisiones y conflictos entre los propios reinos cristianos-,  Fernández de Lis nos ofrece una buena visión de conjunto, no tan lograda como en la entrega anterior. Muchas secciones consisten en amplios extractos de otras obras, algo que nos sirve para darnos cuenta de los muchos debates históricos aún abiertos, pero distrae un tanto de la exposición de una época tan plena en acontecimientos. No voy a entrar en un análisis de ese periodo -a Fernández de Lis le lleva 400 páginas para 2 siglos, frente a las 200 de su obra anterior para más de 3 siglos-, sino que me voy a centrar en tres temas concretos: el gozne que supone el siglo XI para la historia europea, la fragilidad de las construcciones estatales medievales y la extraña historia del título imperial español, el imperator totium hispaniarum.

El siglo XI supone el resurgimiento de Europa como actor en la historia. Lo más llamativo fueron las cruzadas, que supusieron un shock para un Islám que acababa de hacer añicos el poder bizantino en la batalla de Manzikerta. De repente, venidos desde el fin de la tierra, unos bárbaros carentes de toda civilización se apoderaron de los lugares santos del Islám. Esas conquistas fueron efímeras, al tiempo que el auge del poder otomano puso en jaque a esos advenedizos de tierras atlánticas. Sin embargo, de mayor calado para Europa -y comienzo de su despegue-, fue el fin de las invasiones que habían caracterizado la Antigüedad Tardía y la Alta Edad Media, así como la expansión cristiana fuera de su núcleo original -Francia, Alemanía y sur de Inglaterra- hacia el sur de España y el espacio eslavo, donde se constituyeron los estados de Polonía y Hungría, auténticos baluartes de una Europa aún muy frágil y dividida.

Este auge no se produjo de la nada, sino que tuvo unas bases económicas y sociales solidas. Entre ellas, la utilización del arado con vertedera o la rotación de cultivos, que permitieron un incremento sostenido de la población. Sin olvidar la flexibilidad del sistema feudal, que no sólo dotaba de gran resistencia a esas sociedades -era difícil conquistarlas en una sola batalla-, sino que a su vez permitió el desarrollo de las primeras entidades estatales, casi las mismas existentes en la actualidad. Unidades independientes que se se sentían unidas por con sentimiento paneuropeo, el de un cristianismo propiciado por el Papado, única institución capaz de influir en los múltiples reinos que se iban constituyendo, incluso con capacidad para ponerles en dificultades.

En el caso de la península ibérica, el siglo XI se caracterizo por la inversión de las hegemonías. Ya no se tendría más -a pesar de las intromisiones de los imperios del Magreb- un Al-Andalus capaz de determinar el destino de los reinos cristianos, sino que serían estos los que controlarían e irían royendo, mediante parias y razzias, los dominios musulmanes. Es quizás ese periodo de 200 años, del 1035 al 1252, el único que podemos calificar de reconquista, ya que la expansión hacia el sur se convirtió en prioridad de los gobernantes cristianos. 

Sin embargo, es aún más importante el hecho de que la unidad de la península se desentrelazó. Hasta el siglo X, a pesar de las divisiones religiosas, los reinos cristianos y el emirato/califato consittuían un espacio único, desconectado del resto de Europa y de África. En el siglo XI, por el contrario, durante el reinado de Alfonso VI, el reino de León abandona el rito mozárabe por el romano, además de producirse una afluencia de caballeros europeos, atraídos por el espíritu del cruzada. Se produce una radicalización -no sólo contra el musulmán, sino contra los propios mozárabes- que remeda la que se produce en Al-Ándalus a la llegada de los almorávides. Su integrismo no sólo romperá lazos de siglos entre ambas partes de la península, sino que conducirá a una reislamización, por la huida hacia el norte de los mozárabes.

Sin embargo, a pesar da la supremacía que adquieren los reínos cristianos -en los intervalos entre Almoravides y Almohades- sus estructuras políticas siguen siendo muy frágiles. Basta comprobar la frecuencia con que se iban dividiendo y reuniendo, a capricho de sus gobernantes, como si fueran cromos que se intercambian. Será sólo a finales del siglo XII, y sobre todo en el XIII, cuando la evolución interna de los diferentes reinos llevará a que algunas combinaciones sean posibles y que otras sean incompatibles. Piensen solamente en como la unión entre Aragón y Castilla, en las personas de Urraca y Alfonso I el Batallador, se reveló inviable, no sólo por el desencuentro entre los consortes sino por las intromisiones de la nobleza de un país en el otro. Por el contrario, la pareja Castilla y León acabó constituyendo una unidad sólida, a pesar de que el condado de Castilla se convirtió en reíno durante el breve reinado de Sancho II o  la separación de casi 80 años, a mitad del siglo XII, entre Castilla y León.

Esto entronca con la desaparición, a mediados del siglo XII, del título de Imperator Totium Hispaniarum: emperador de todas las Españas. Una aspiración de la corona leonesa, desde Alfonso III a finales del siglo VIII, que nunca llegó a tener una realidad tangible, a pesar de que, en los siglos XI y XII, al menos cuatro reyes de León, y luego de  Castilla y León, lo portasen: Fernando I, Alfonso VI, Urraca y Alfonso VII. El principal problema con ese título es que nunca llegó a tener una consistencia real, como el contemporáneo de Emperador del Sacro Imperio Germánico. No sólo porque el Papa, envuelto en la guerra de las investiduras con los emperadores germánicos, se negó a sancionarlo, sino porque ninguno de los reyes leoneses, o castellano-leoneses, tuvieron poder suficiente para influir sobre la política de sus vecinos.

Es decir, los emperadores germánicos nunca tuvieron problemas en realizar expediciones de sometimiento contra territorios díscolos, ligados al imperio por lazos de vasallaje, algo que brilla por su ausencia en el caso del Imperator Totium Hispaniarum. Entre otras cosas, porque esos lazos nunca existieron. Lo más cercano sólo tuvo lugar en tiempos de Alfonso VII, cuando los otros reyes peninsulares se reconocieron vasallos nominales del rey de Castilla y León. Sin embargo, aún con ese soporte legal, Alfonso VII nunca se planteó hacer valer su autoridad en el recién constituido reíno de Aragón/condado de Barcelona. La mayor parte del tiempo, por tanto, el título de Emperador no era más que un nombre vacío, apenas un reconocimiento formal de la primacía de los reyes de León, que no conducía a ningún poder real.

No es de extrañar que cuando Castilla y León vuelvan a unirse, en el siglo XIII y con Fernando III, éste no se plantee recuperar un título con tanta tradición. Entre otras cosas, porque el reíno de Aragón era ya una entidad lo suficientemente sólida y poderosa como para que cualquier pretensión de hegemonía quedase descartada.




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