sábado, 18 de septiembre de 2021

De Covadonga a Tamarón, Daniel Fernández de Lis

Más arriba quedó apuntado que la situación en los dominios musulmanes, que en el momento de la subida al trono de Alfonso (I) complicaba mucho la existencia del reino de Asturias, se tornó favorable al poco tiempo, no sólo para su supervivencia, sino incluso para su expansión

 En la década de los años 730-740 se había producido un recrudecimiento de las aceifas musulmanas en tierra asturiana, dirigidas por el valil Uqba. No parece que se tratara de un intento de someter y eliminar el foco de resistencia astur, sino más bien de expediciones con la mera intención de saqueo.

Sin embargo, a partir del año 740, los invasores árabes dejaron de poner su mirada en el reino de Asturias para preocuparse de problemas internos. El factor que ocasionó esta situación fue la revuelta bereber del año 740. Hubo un segundo elemento que tendría un gran efecto, pero , aunque su detonante se produjo al final del reinado de Alfonso I, sus consecuencias afectaron a sus sucesores; la llegada de Abderraman I, de la dinastía Omeya, a la península huyendo de Damasco en el año 755 y su proclamación como emir al año siguiente, tras su victoria en la batalla de Al-Musara (cerca de Córdoba).

De Covadonga a Tamarón, Daniel Fernández de Lis

La historia de los reínos cristianos del norte peninsular, del siglo VIII al X, siempre me ha fascinado. ¿A qué se debió que unos núcleos aislados, cuya extensión no pasaba de unos estrechos valles de montaña, consiguieran sobrevivir al poder aplastante del Emirato/Califato de Córdoba? ¿Qué ocurrió para que unos reinos débiles, siempre amenazados de destrucción a manos de su poderoso enemigo del sur, iniciaran una expansión irreversible,  durante los siglos XI al XIII, hasta casi eliminar la presencia árabe en la península? Son preguntas que exigirían un estudio conjunto de la sociedad, la economía y los avatares históricos en los siglos posteriores a la conquista árabe, sólo para apuntar una respuesta. Por desgracia, de los siglos VIII y IX apenas tenemos otra cosa que mitos y leyendas fundacionales. Distorsionadas con evidente intencionalidad política tanto en el siglo IX, por los círculos religiosos de la corte de Alfonso III, como en el XXI, por el auge del ultranacionalismo patrio.

La cuestión principal es que los siglos VIII y la primera mitad del IX constituyen nuestra "edad oscura" particular. Obscura no en el sentido de atrasada, sino de impenetrable al estudio histórico. Las primeras fuentes cristianas son del reinado de Alfonso III, en el último tercio del siglo IX, mientras que las árabes son ya del siglo X. Tiempo suficiente para embellecerlas, convertirlas en mito, así como para hacerlas encajar en el ideario político de la época. Algo que es más que evidente en el detallado relato - en contraste con la parquedad de datos referentes a sus sucesores- que las fuentes cristianas hacen de Pelayo y Covadonga, el uno elevado al más alto rango de las élites visigodas, la otra con caracteres de batalla decisiva. Sin embargo, es probable que Covadonga no pasara de ser una escaramuza local, mientras que Pelayo, a lo sumo, sería un reyezuelo del área con conexiones con los gobernadores visigodos del norte, como vendría a demostrar el casamiento de su hija, Ermesinda, con el  antiguo  dux de Cantabria. 

No obstante, esa obscuridad no es total. Para la primera mitad del siglo contamos con la Crónica Mozárabe del 754, pero esa fuente presenta graves problemas. El primero, que es muy sucinta, limitándo sus informaciones a un par de párrafos por cada gobernante que se menciona o a señalar que tal o cual batalla tuvo lugar.  En la de Guadalete, por ejemplo, se limita a señalar la muerte del rey y la huida del ejército, sin detenerse en posibles traiciones que se asumen como ciertas en las reconstrucciones posteriores. El segundo, la discrepancia de sus dataciones con las comúnmente aceptadas, de manera que la conquista musulmana -o al menos la batalla de Guadalete- habría tenido lugar en el 712, no el 711. Por supuesto, ni Pelayo ni Covadonga aparecen en el relato, con lo que es inútil a efectos de conocer lo que estaba sucediendo en el norte. No queda otra que apoyarse en las crónicas cristianas -y árabes- tardías, confiando que al menos nos ofrezcan un marco cronológico, entre tanto mito fundacional.

Lo que nos lleva a enfrentarnos a un problema de óptica. Para esas crónicas, Covadonga es un hecho transcendental, el momento en el que se funda el reíno de Asturias -que no debería extenderse más allá de Cangas de Onís y valles colindantes- y donde da inicio la llamada "Reconquista" -en realidad, restauración visigótica-. Sin embargo, para cualquiera que haya leído con atención la historía de la España medieval es evidente un hecho innegable: la evolución de los reinos cristianos, hasta fechas muy tardías del siglo XII, no depende de ellos, sino de lo que haga -o no haga- el Emirato/Califato de Córdoba y sus estados sucesores. En realidad, la fecha decisiva para el afianzamiento del reíno de Asturias no es 722, cuando se supone que tuvo lugar la batalla de Covadonga, sino 740, fecha de la gran revuelta bereber -la fitna berberiya-, un acontecimiento que no suele figurar en los libros de historia.

Esa fitna berberiya se extendió a ambos lados del estrecho, en el Magreb y Al-Andalus, motivada porque los bereberes se sentían preteridos frente a los árabes, aunque habían sido decisivos en la conquista de Al-Andalus -Tarik, sin ir más lejos, era bereber-. Aunque sofocada finalmente, las convulsiones permitirían que Abderramán I se hiciese con el control de Al-Andalus y proclamase el emirato independiente de Córdoba, al apoyarse en las tropas sirias enviadas a aplastar la revuelta. Asímismo, la fitna berberiya decidiría el destino del reíno de Asturias, ya que, hasta el 740, los árabes tenían guarniciones en el norte de la península, en las actuales Gijón, León, Astorga y Lugo, demasiado cerca de los territorios del reino de Pelayo. Unos acantonamientos ocupados en su mayoría por tropas bereberes, quienes los abandonaron para marchar al sur, en apoyo de sus compañero. Desde esa fecha, la frontera del Califato quedaría establecida, más menos, en el Sistema Central, sin más que algunas avanzadillas, como Zamora, en el valle del Duero.

Gracias a esa retirada, el reino de Asturias quedó parcialmente protegido de las incursiones árabes. Éstas sólo podían llegar tras seguir dos rutas largas y tortuosas. La oriental, de Córdoba a Zaragoza y luego a los que sería el futuro condado de Castilla, solía quedar cerrada cuando los gobernantes de Zaragoza aprovechaban la debilidad de los emires para independizarse. La occidental, por su parte, atravesaba el llamado desierto del Duero, una tierra de nadie entre Asturias y el emirato/califato, en donde los problemas logísticos se tornaban insuperables para un gran ejército. Sin embargo, ¿existió realmente ese desierto del Duero? En la historiografía del siglo XIX y XX, era una realidad  indiscutible y se consideraba que la Meseta Norte había quedado completamente despoblada, huyendo sus habitantes al norte o al sur, a Asturias o a Al-Ándalus. Ese éxodo y abandono obligaría a refundar, ya en el siglo XI, ciudades como Segovia o Ávila. No obstante, ahora se piensa más en un vacío de poder, no en un despoblamiento. En el área del Duero seguirían viviendo importantes contingentes de población, pero que escapaban al control de la entidades políticas adyacentes. Un área, para nuestra desgracia, sin historia escrita y sin mitos, fuera de algunos escasos datos desconcertantes.

El baile entre cristianos y árabes, de apogeo de aquéllos ante las dificultades de éstos, no terminaría con el  740 y la fitna berberiya. Como les apuntaba, la historia de los reinos cristianos en los siglos VIII, IX y X es incompresible sino se tienen en cuenta los avatares del emirato/califato. Por ejemplo, los fundamentos ideológicos que animan las crónicas de Alfonso III, en el último tercio del siglo VIII, tienen su origen en la emigración de clérigos radicales mozárabes a Asturias. En el 850, ante la progresiva islamización de Al-Ándalus, estalla en Córdoba el movimiento de los mártires voluntarios, cristianos mozárabes que se presentan ante los cadis y blasfeman sobre el corán. Tras múltiples intentos de conciliación, Abderraman II -y su sucesor Muhammad- optaron por la vía represiva, lo que provocó un éxodo de radicales hacia el norte. Los mismos que luego abogarían por la restauración del reino visigótico en la persona de Alfonso III, tras la profetizada expulsión de los árabes.

Expulsión que, por un instante, pareció muy probable, pero no por la fuerza de los reinos cristianos. A partir de Muhammad y durante más de medio siglo, el Emirato se sumió en una profunda crisis, de la que no saldría hasta el reinado de Abderramán III. Una crisis tan profunda que, durante ciertos periodos, el dominio de los emires no pasaba de los alrededores de Córdoba. Debido a esa debilidad, cesaron por completo las aceifas periódicas contra los reinos cristianos, lo que permitió que el reino de Asturias cruzase la cordillera cantábrica, se repoblase León y se llevase la frontera hasta el cauce del Ebro. No es de extrañar el sentido de triunfo que se extendió entre la élite intelectual -los refugiados mozárabes- y el propio rey, que llegó a proclamarse Imperator Totium Hispaniae, emperador de todas las Españas.

Ilusiones que se quebraron de forma catastrófica en cuanto Abderramán III tomó el control del Emirato y lo transformó en Califato. Desde entonces las aceifas se hicieron casi anuales-interrumpidas sólo por derrotas inesperadas de los ejércitos califales, como la de Simancas/Alhándega- hasta llegar al paroxismo en tiempos de Almanzor. Sólo la guerra civil que estalla en el Califato en 1009, seguida la desaparicón del mismo en 1032, ofrecerían a los reínos cristianos la oportunidad de recuperarse e imponerse a los reínos musulmanes de taifas.

Pero lo que aconteció a continuación ya es otra historia. Hablaremos de ella en una próxima entrada.



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