domingo, 17 de febrero de 2019

Páramos


En ya demasiadas ocasiones les he señalado la muy encomiable labor de la Fundación Mapfre en el campo de la fotografía. Con sus exposiciones y sus catálogos se podría construir una historia completa de ese arte, de sus muchos logros, de sus muchos caminos y de sus muchas posibilidades. En esta ocasión, de la obra de Anthony Hernandez, fotógrafo de imágenes desconcertantes y turbadoras.

Dos características que se deben, en primer lugar, a que Hernandez es un artista que renunció a incluir al ser humano en sus fotografías, al contrario que la mayor parte de los grandes fotógrafos, para quienes la presencia humana es esencial en el modo en que conciben su obra o a al menos saben simultanearla y equilibrarla con otro tipo de fotografía, aquélla que podríamos llamar de "paisajes". Unas comillas que intentan evitar la idea, al hablar del paisaje, de la postal o de lo pintoresco, puesto que los grandes artistas de ese género han intentado crear una suerte de Encyclopedia Mundi,de manera que con sus fotografías, a pesar de restringirse a instantes concretos y dispersos, se pudiese reconstruir un lugar y un periodo. Incluso ir más allá, traspasar las barreras de lo visto y de lo vivido, para devenir y alcanzar la abstracción, la constatación de posibles leyes universales que rijan nuestro mundo, nuestras sociedades y culturas.


Sin embargo, poco hay de eso en la obra de Hernandez. En ella la presencia del ser humano ha sido abolida por completo, lo que no quiere decir que no continúe influyendo en lo visto. Para mal, además, puesto que sus fotografías son testimonio de paisajes urbanos destruidos por la acción humana y luego abandonados. De regiones limítrofes con una naturaleza salvaje que ya ha dejado de existir, cuyo lugar ha sido invadido, desolado y saqueado, por la rapacidad y neglicencia de esa humanidad invisible. De lugares donde nadie se atreve a entrar, mucho menos a visitar, no por miedo o temor, sino por mera ignorancia de su existencia, excepto por aquellos individuos que han sido arrojados fuera de una sociedad para la que ya no existen. 

Proscritos que además, en las imágenes de Hernández, sufren un doble castigo, ya que en ellas también son presencias fantasmales, intuidas sólo por las huellas, los restos, la basura, que dejan a su pasó. 

Como si fueran alimañas o plagas.



El tema de las fotografías de Hernández es así el de los lugares abandonados. Las inmensas e interminables cloacas que horadan nuestro subsuelo. Las innumerables construcciones que nunca devinieron el destino para el que fueron concebidas y quedaron, para siempre, convertidas en ruina perenne. Y ni siquiera eso, pues ese estado fue efímero, hasta que fueron voladas, demolidas, para dejar paso a otra construcción, al igual que ellas sin ninguna seguridad de ser completada. O los incontables escondrijos y abrigos en donde se guarecen aquéllos a quien la sociedad considera desechos, como poco vergüenza, en el peor caso, criminales, aun cuando no hayan cometido delito alguno. Personas en continua fuga, que como animales salvajes intentan dejar el mínimo de huellas tras su paso, para evitar ser cazadas, atrapadas, abatidas. De quienes sólo queda, como prueba de su presencia, la basura que nosotros arrojamos y con la que ellos construyen asemejos de hogar, de comodidad, de permanencia.

El mundo, para este fotógrafo, es páramo, desolación, condena. Su rasgo fundamental es ser inhóspito, cualidad que acabará por hacerse visible, innegable, abrumadora, por mucho que nos empeñemos en construir orden, acumular belleza. Esas mismas acciones lo único que hacen es apartar la fealdad, desplazar el caos, amontonarlo fuera de nuestra visión, apilarlo sobre otros, a quienes obligaremos a sufrir nuestra parte de desgracia, añadida a la suya. 

Sin darnos cuenta que sólo creamos angostas islas de paraíso, perdidas y aisladas entre inmensas montañas, incluso cordilleras, de desolación y desesperación. Hasta que éstas, inestables por naturaleza, cedan por su propio peso. Se desplomen sobre nosotros y nos entierren, restaurando ese equilibrio que nunca debió quebrarse.


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