jueves, 14 de febrero de 2019

En busca de Bergman (XIV): Smultronstället (Fresas salvajes, 1957)























En una entrada anterior, ya les había hablado del impacto inesperado y definitivo que tuvo Det sjunde inseglet (El séptimo sello, 1957) en la cinematografía mundial. De repente, un director salido de la nada se revelaba como un maestro indiscutible. Podía quedar la duda de si eso había sido un golpe de suerte, la típica primera obra notable que luego se revelaba sin continuidad. Sin embargo, como he descubierto en esta mi revisión de la filmografía de Bergman, y como entonces debían ya saber los más enterados, el director sueco llevaba ya al menos un lustro realizando obras más que notables. Una trayectoria en ascenso estético de la que Det sjunde inseglet fue el escalón definitivo.

Pues bien, si quedaba alguna duda con la categoría creativa de Bergman, éstas quedaron disipadas con  Smultronstället (Fresas salvajes) estrenada ese mismo año. Otra obra maestra sin discusión, producto de un año prodigioso como del que muy pocos directores pueden presumir. Sin contar que, además, Bergman jugaba en un campo temático muy distinto al de Det sjunde inseglet. Si en ésta  la recreación de la edad media servía para ilustrar una visión existencialista del mundo, con visos de abstracción universal, en aquélla Bergman realizaba auténtico cine de cámara, al narrar el ajuste de cuentas con su pasado de un anciano ya próximo a la muerte, cuyos recuerdos, fracasos y frustraciones, pasadas y presentes, volvían para atormentarle.

Una película que ya en su sólo planteamiento debió suponer un reto casi insuperable para su director. Bergman, por aquel entonces, no llegaba a los cuarenta años, su carrera estaba en alza, su futuro aún pleno de posibilidades, en completo contraste con la impotencia asociada a su personaje, quien se sabe ya un mero espectador, incapaz de influir y modificar en el mundo, en las vidas de sus semejantes, en los sufrimientos de sus seres más queridos. Un milagro doble, éste de hablar de la edad provecta cuando aún se es joven y se tienen fuerzas, porque no se trata simplemente de que Bergman hablase con pasión y verdad sobre ese periodo en que el propio final es ya seguro y cercano. Lo asombroso es que fuera capaz de transmitir esos sentimientos a quienes éramos aún más jóvenes que él.

No recuerdo cuando fue que la vi por primera vez, pero no debía tener más de veinte años. Muy, muy lejos de pensar que yo también podría alcanzar esa edad allí descrita, pero, gracias a la magia del arte, capaz de sentir esos conflictos, esos desánimos, esos fracasos. Si solo porque yo, como el personaje protagonista, también sabía ya, o había sido testigo, de lo que era el desengaño amoroso, la frialdad enquistada, la tortura inmisericorde que pueden infligirse los esposos unidos ya solo por las apariencias. Retratos de lo por venir que en ese momento me parecieron verosímiles y que luego la edad demostró verídicos. Porque esa es otra de las virtudes, los milagros, si lo prefieren, de esta película. El pertenecer a aquellas escasas obras que, a medida que se envejece con ellas, van mejorando, se tornan en referencia personal, al ver confirmadas en ellas lo que ya se ha experimentado, sufrido y creído superar, por uno mismo.

Constataciones sentimentales a las que se unen otras estéticas. Cuando la vi por primera vez, hace ya quizás treinta años, el trabajo de construcción y montaje de Bergman era invisible para mí. Como si en esta obra se diera ese sueño, tan grato a cierto tipo de cinematografía, de que creyésemos estar siendo testigos de lo que ocurre en la pantalla. Con nuestros propios ojos, en nuestra presencia. Ilusión que es producto, ahora me doy cuenta, de un concienzudo trabajo de planificación y selección. De saber, como pocos saben hacerlo, romper la mecánica del plano/contraplano, para centrar la cámara en el personaje que necesita ser mirado, para luego transitar al otro con quien conversa, sin prisas ni tosquedades, cuándo necesitamos saber como reaccionará éste a las confesiones.

O simplemente, colocar a los personajes de manera que intuyamos que unos son reflejos de otros; que sólo por esa posición sepamos, sin que se nos diga, que el conflicto que atenaza a dos de ellos es el mismo que el que sufren los que permanecen en silencio. O introducir, sin que venga a cuento, sin explicación alguna, intensos planos de uno los personajes, cuando realmente el centro de atención debería estar en otros, para luego, mucho más tarde, descubrir la razón de esa agitación. 

Para sentirla en todo su poder devastador, en toda su inutilidad y desesperación.



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