sábado, 10 de febrero de 2018

El viejo y los jóvenes


André Derain, Naturaleza Muerta

Se acaba de abrir, en la Fundación Mapfre madrileña, una exposición de titulo Derain, Balthus, Giacometti, una amistad entre artistas. El punto de partida no deja de ser interesante, ya que señala un hecho no muy conocido para el aficionado medio, la amistad íntima que unió desde finales de los años 20 al viejo maestro fauve, Derain, y dos artistas jovenes, Balthus y Giacometti, quienes llegarían a convertirse en figuras imprescindibles de la vanguardia. Asímismo, la muestra insinúa que la obra de Derain tuvo una fuerte influencia en los periodos formativos de los otros dos artistas jóvenes, lo que podría llevar a considerarlos como discípulos suyos, con todas las reservas que se quiera.

En mi opinión, éste último punto es una de las dos debilidades de la exposición. Esa influencia podría aceptarse a regañadientes para Balthus, puesto que tanto él como Derain eran pintores realistas con pasión por la pintura del quatrocento italiano. Un estilo del que toman esa rigidez racional y geométrica tan característica de Piero de la Francesca. Tan cerca están, en ocasiones, que me ocurrió lo siguiente. Mientras visitaba la muestra jugué a intentar adivinar la autoría de las obras y adjudique algunos Derain a Balthus, precisamente aquéllas obras más renacentistas. Sin embargo, esa supuesta entrega de testigo de Derain no tiene sentido alguno en el caso de Giacometti. Su estilo es tan distinto que disuena fuertemente cuando la muestra lo coloca junto con los otros dos. Sin contar con que su  propia obra en los años 30 era cualquier cosa menos realista, una mezcla de surrealismo abstracto, que a su vez disuena con su producción posterior de postguerra, la más conocida y emblemática.

Esta muestra, por tanto, sería otro caso más de ese revisionismo estético tan de moda últimamente, piensen en la reciente Lautrec/Picasso de la Thyssen, en el que se intentan probar tesis un tanto traídas por los pelos. Dejando esto a un lado, la otra debilidad de la exposición es que se embarca en demasiadas exploraciones laterales, fuera de la propia pintura. Por una parte, se amontonan demasiadas obras de formación de Balthus y Giacometti, que no tienen otro motivo de estar que el de demostrar que sí, que ambos estaban fascinados por Derain en su juventud. Por otra parte, se detallan con todo lujo de detalles los múltiples proyectos teatrales en los que los tres se embarcaron por seperada, faceta que es muy interesante y habría servido de tema de otra muestra, pero que en ésta se queda a medias. Simplemente, no se profundiza en ella y al final sólo sirve para distraer de la pintura de los tres artistas.

Así ocurre que la evolución, para bien o mal, de estos artistas durante las dos décadas de entreguerras, queda sepultada por la tesis y sus digresiones, lo que es una pena.

Balthus, Días felices






No me entiendan mal, admiro profundamente a Derain, pero por eso mismo me resulta muy dolorosa su decadencia, pasado su momento de gloria. Algo que ya había descubierto con otra monográfica de la Thyssen, pero esta revisión no ha hecho más que confirmarlo. Durante los años 20 y 30, Derain consigue crear algunas obras maestras, casi todas representadas en esta exposición, pero cada vez son más escasas, más desposeídas de inspiración, más imbuidas de una tristeza rayana en la desesperación. Sus últimos cuadros, repletos de esas ninfas orondas que tanto recuerdan al peor Renoir, son tiesos y rígidos, incluso torpes. Aquí y allá, dentro del lienzo, se pueden encontrar destellos del genio pasado, un uso a contrapelo de los colores, una deslumbrante naturaleza muerta. El resto, muerto y sin vida, sin esperanzas ni ilusiones.

Tengo la impresión que hacia 1910, cuando Derain estuvo a punto de inventar la abstracción, este pintor extravió su camino. Toda su obra posterior es un continuo intento para volver a la ruta, una continua sucesión de fracasos, que al final terminaron pasándole factura. De ahí que sea aún más doloroso compararlo, en esta exposición, con las obras vecinas de Balthus y Giacometti, especialmente las de aquel. Ambos sí que encontraron un manera, válida y vital, plena de posibilidades y variaciones, a la cual dedicaron toda su vida, y en la cuál fueron acumulando obras maestras hasta casi el final de su días.

En el caso de Balthus, esta manera se podría definir como inestabilidad, como la inclusión de elementos disonantes que convierten una escena cotidiana, incluso inocente, en una visión turbadora, incluso sórdida. Basta una postura descuidada, ni siquiera desmadejada, para inducir ese desasosiego, amplificado por la rigurosa serenidad geométrica que aprendió de Piero de la Francesca. Esto es especialmente perceptible en un sala dedicada a los desnudos, pero donde curiosamente están más vestidas las mujeres de Balthus que las de Derain. En ella, me entretuve en buscarle una historia a las escenas representadas, fantasías que en el caso de Derain siempre concluía en aburrida normalidad burguesa. Me imaginaba al pintor, arrellanado en un sofa, pintando tranquilamente a su modelo, que acaba por dormirse, extenuada. Nada más, nada fuera de lo normal. En los cuadros de Balthus, por el contrario, tenía la impresión de que algo estaba a punto de a ocurrir o que había ocurrido ya. Algo sórdido, inquietante y de naturaleza sexual, pero que no acaba de poder identificar. Que además podía ser constumbre y rito cotidiano entre sus participantes. Los visibles y los invisibles. Entre ellos nosotros, como voyeurs.

¿Y Giacometti? Pues para no alargar más la entrada, les diré que no me gustaría que hubiera pintado mi retrato. Sería como contemplar mi espectro, tras haber fallecido. Porque eso es lo que son sus retratos, lo que queda tras que una persona se haya desvanecido para siempre.


Giacometti

Nota 1: No se imaginan lo que lamento no haber comprado los catálogos de las sendas megaexposiciones que el MNCARS dedico a Balthus y a Freud.
Nota 2: No sé que dicen de un escándalo los periódicos ¿han oído Uds. algo?

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