Como todos los domingos, continúo con mi revisión de la lista de cortos animados realizada por el misterioso profesor Beltesassar. Esta vez ha llegado el turno de Ibara-Hime matawa Nemuri-Hime (La rosa en el zarzal o La bella durmiente, según prefieran) , corto dirigido en 1990 por el animador japonés Kawamoto Kihachiro.
Ya le he hablado en otras ocasiones de este animador, así que podría terminar esta entrada aquí, para remitirles a mis comentarios anteriores. Baste decir, por ahora, que Kawamoto es uno de los grandes de la animación. Un creador que brilló en la técnica de la animación a fotograma, siguiendo el estilo que creó Jiri Trnka, en la extinta Checoeslovaquia, a finales de los años 40. En esa manera, los muñecos no tienen expresión facial, como mucho la modifican muy de tarde, de modo casi imperceptible. De esa manera se obliga a que la interpretación recaiga en el lenguaje corporal, ayudado por la iluminación, restricciones que, vistas desde el punto de vista japonés, deben resultar casi naturales y evidentes. No otra cosa es un teatro como el No, en el que el actor está cubierto por una máscara, mientras que su actuación adquiere auténticos rasgos de ritual religioso. Factores, por cierto, que también están en los dos nacimientos del teatro en Occidente. El griego y el medieval.
Sin embargo, lo que quería señalar hoy es otra cosa. Vivimos en un tiempo de guerras culturales, en el que la cerrazón de unos y la ignorancia de otros - asignen los papeles a quien deseen, de acuerdo con su ideología favorita -, nos llevan a masacrarnos por la posición de una coma. Combates estériles en los que, para mi sorpresa, me he descubierto defendiendo a veces las posiciones de los sectores más retrógrados. En contra de mis convicciones y mis gustos, ni más menos. Porque si algo he aprendido, o creía haber aprendido, es que uno de los caminos del arte es precisamente tomar lo pasado y modificarlo, para que así siga siendo presente. Único modo de que nos vuelva a conmover y sacudir o, al menos, que volvamos a reconocer su mensaje, sepultado bajo tantos y tantos comentarios, ignorantes e interesados en su mayoría.
Pues bien, esto es lo que hace Kihachiro con el cuento de La bella durmiente. Elimina los elementos más fantásticos, la bruja, las hadas, la maldición. el príncipe, para desvelar algo más real, más terrenal. Una historia de amores fracasados que abarca dos generaciones distintas. Un secreto incómodo que, desde el poder, se intenta sepultar creando una narración paralela, precisamente la trasmitida como cuento de hadas. Historia que, en la realidad, jamás alcanza el final feliz, puesto que esos amores imposibles quedarán sin consumar o se disolverán en la nada, sin apenas dejar rastro, ni recuerdo. El dolor causado, la amargura y la melancolía, serán erosionados por el paso del tiempo, que embotará todo sentimiento exaltado.
Sólo así se alcanzará la paz y la tranquilidad. Sin amor, ni pasión, ni arrebato, pero también sin dolor, ansiedad o decepciones. Semejante, en su insensibilidad e indiferencia, al sueño al que fue condenada la bella durmiente, sólo que esta vez sin ninguna esperanza de ser despertada
No les entretengo más. Como siempre, les dejo aquí el corto. Disfruten esta obra mayor de un artista mayor, que, como debe ser, no fotocopia el material en el que se basa, sino que lo reinterpreta. Revelando contradicciones y asperezas. Tanto lo que admiramos como lo que detestamos.
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