Le aviso con antelación, para que no se me asusten: A mí, Andy Warhol me aburre.
No es porque no me guste el Pop Art. Al contrario. Dos artistas por los que siento gran admiración son Robert Rauschenberg y Richard Hamilton. Sus obras me parecen plenas de significado, pertinentes en su visión ácida de un siglo en el que sólo importa la publicidad y la comercialidad, el aparentar y el saber venderse al mejor precio. Sin contar con que ambos consumieron sus carreras en buscarse a sí mismos, proceso en el que se reinventaron varias veces. Con mayor o menor fortuna, cierto, pero siempre buscando en ese riesgo la fuente de su creatividad. De su integridad, podemos decir.
Warhol por el contrario me parece un artista que encontró una fórmula, al principio de su carrera, y ahí se quedó, repitiéndola hasta el hastío y la irrelevancia, copiándose a sí mismo sin reparos ni vergüenza. Impresión que no se ha visto contradicha durante mi visita, esta mañana, a la muestra que se acaba de abrir en el CaixaForum Madrileno, de nombre Warhol: El arte mecánico. Todo lo contrario, más bien se ha visto reformada y confirmada. Aún más por su conjunción con la exposición sobre Chirico que se puede ver en el mismo edificio, ya que este pintor es otro artista cuya obra se quedó congelada en un estilo muy particular. Mejor dicho, que no supo evolucionar, de manera que sus cuadros sólo me gustan cuando se retoma a su modo antigo, casi autoplagiándose.
Me podrán decir que ahí precisamente está la gracia. Que el descubrimiento de la serie infinita, unida a la eliminación de todo significado intera, fuera del de reproducción de iconos popularwes, es una conquista estética de primera categoría. Especialmente apropiada, incluso más que en los sesenta, para un tiempo como el nuestro, donde cualguier intento de gradación, de categorización de lo importante frente a lo intranscendente desde un punto de vista estético, se ha vuelto estéril. Es más, se mira con sospecha, bien como intento de imposición, bien como ejercicio de presunción. Y les tendré que dar la razón. Porque Warhol es una de las personalidades decisivas en el arte occidental de la segunda mitad del siglo XX. Aunque no nos guste. Ni él, ni el mundo en que nos vemos forzados a habitar.
La cuestión es que el pop art es un movimiento limítrofe, el último pan-ismo de la modernidad, el que anunció su pronta disolución en los 80, substituido por el postmodernismo. Incluso hay quien considera los muchos pops - o nuevos realismos, como también se les llama - como auténticos fenómenos postmodernos, aunque en mi opinión esto es bastante discutible. El hecho es que la modernidad artística, o las vanguardias, si preferimos ese otro término un tanto más neutro, se van a caracterízar por un esfuerzo de desmontaje de la tradición artística europea, aquella concebida con el Renacimiento italiano en el siglo XV. Si la primera víctima fue la perspectiva, con el Impresionismo, el torbellino llegaría a alcanzar, tras la Segunda Guerra Mundial y los informalismos, al concepto de belleza. Tras esto, sólo quedaría un último baluarte por conquistar, la idea del arte como algo distinto y valioso, único y sagrado, que fue demolido, arrasado hasta sus cimientos, aplanado hasta no dejar huella, por los muchos pop de los sesenta.
De ahí la relación directa con el postmodernismo. Desde la eclosión del pop es imposible hablar de arte, en el sentido de gradación o de canon absoluto, sino que hay que hablar de arte, mejor dicho, manifestaciones artísticas, todas ellas relativas y desprovistas de valor intrínseco. Todo puede ser o no ser arte, siendo el único requisito la decisión del artista o la del espectador. Idea que ahora nos puede parecer evidente, o al menos incontestable, pero que Warhol fue de los primeros en señalar, en demostrar y plasmar. Con sus pinturas gigantescas de latas de sopa, sus cuadros de estrellas mediáticas en posturas esterotipadas, sus series serigrafiadas de objetos idénticos. En ese contexto. además, el artista ya no es creador, sino otra estrella mediática más, indistinguible de las que pinta. Alguien que con sus actos, sus "performances" y sus escándalos, busca atraer continuamente la atención de las cámaras. Fama, presencia constante, ruido mediático, a la que se reduce el valor de su arte, aunque ese concepto ya no tenga valor alguno.
Justo es decir que esa concepción del artista como estrella tampoco fue una idea original de Warhol. La producción entera de Dali desde 1945 - la que tiene algún valor, digo - gira alrededor de esa idea de la excentricidad permanente. Sin embargo, Dali seguía siendo un artesano, un dandy caprichoso, que trabajaba a pequeña escala y seguía atado a la concepción de la broma surrealista. La del dinamitero anarquista que busca derribar el sistema. La auténtica aportación de Warhol, aquélla que le convierte en precursor e inspirador de nuestro presente, fue la industrialización de ese escándalo, su inclusión en el sistema de producción y distribución, para facturarlo a escala masiva. Así, se pretendía conseguir una saturación entre el púlico similar a la de la publicidad, generando una auténtica marca "Warhol", que aún hoy, como la Coca-Cola, sigue vendiendo . Y mucho.
Logro ante al que hay que quitarse el sombrero. Aunque no nos guste, como les decía.
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