En mi última entrada dedicada al cine mudo cometí un error. Decía que Six et démi, Onze había sido una de las primeras películas de Jan Epstein. Lo era, pero de su carrera como productor independiente. Antes de llegar a ese punto, el director francés llevaba ya un buen puñado de obras a sus espaldas, con lo que tenía la experiencia suficiente del oficio como para dar un golpe de timón y embarcarse en la exploración de territorios desconocidos: los de la vangúardia cinematográfica, de la que fue uno de sus maestros.
Mauprat (1926), que he visto este fin de semana, es la primera obra de esa etapa en solitario de su carrera. Su principal característica, al menos vista hoy en día. es la de situarse en la zona fronteriza entre dos mundos, el de las producciones comerciales y el de las obras claramente independientes/vanguardistas. En lo que se refiere al primer punto, se trata de una adaptación al uso de una novela, donde se intenta trasladar punto por punto el mundo escrito al mundo visual, intentando ajustarse al máximo al recorrido temático y argumental trazado por la obra original, de manera que siga siendo reconocible por el lector de la obra. No se trata, por tanto, de una reescritura o una recreación del material de partida, en el que éste queda casi reducido a un tema sobre el que se tejen variaciones, tal y como va a ser el caso de las obras siguientes de Epstein.
La comercialidad aun presente en el filme queda también manifiesta en el tipo de novela que Epstein eligió para la adaptación. La obra homónima de la escritora George Sand no deja de ser un dramón romántico, ambientada en un tiempo ya pasado - en este caso, la Francia del siglo XVIII - que permite tanto añadir un toque de exotismo y nostalgia a la narración como disculpar los excesos sentimentales y los bruscos giros argumentales de los que está repleta. En ese sentido, Epstein no situaría muy lejos de directores como su contemporáneo Gance, quienes seguían utilizando temas y modos narrativos decimonónicos, sólo que ilustrados con técnicas visuales de vanguardia. Sin embargo, mientras que en Gance hay una clara tendencia a la hipérbole, en la que la falta de restricciones representativas indicaría que el propio director se haya próximo a ese modo anticuado de sentir, la adaptación de Epstein es claramente comedida y contenida.
Esta tratamiento es tanto más notable cuanto el argumento abunda en golpes de efecto, como es natural en una novela de ese tiempo. Sin embargo, aunque Epstein se ve obligado a incluirlos, para que la historia sea inteligible, éstos son tratados sin apenas énfasis, el cual se reserva por el contrario para la representación el mundo interior de los dos amantes/enemigos protagonistas. El resultado, curiosamente, sería una película de aventuras intimistas, si es que tal cosa puede darse, de forma que es en esos instantes reposados cuando emprende el vuelo el gusto del director para hallar nuevas soluciones, base de su prestigio como experimentador, para así regalarnos con algunas escenas que anuncian su estilo mayor, iniciado con Six et Demi, Onze, pleno en La Glace à trois Faces, magistral en La Chute de la Maison Usher.
Entre esas pequeñas joyas visuales, esparcidas aquí y allá, se hallan escenas como la entrada de la protagonista en la cueva de la banda de ladrones cuyos jefes son sus parientes, en el que el clima de amenaza y peligro se resuelve con un montaje de primeros planos puntuados por las reacciones de la protagonista. Tenemos tambíén el momento en que la vemos escribir una carta supuestamente a solas, hasta que una mano penetra en el plano y nos revela que está acompañada, todo ello rodado a través del reflejo en un espejo, que enmarca la escena y aumenta la impresión de intimidad. O finalmente, la escena arriba ilustrada, donde tras un giro argumental asistimos al pánico y la huida del protagonista, ilustrado mediante una serie de planos que poco a poco se van alejando y que nos anuncian tanto su soledad, su aislamiento, como su miedo.
A pesar de esto, la obra no llega a ser completamente redonda. Quedan en ellas algunos resabios de los primeros tiempos del mudo que llevan a flagrantes contradicciones visuales. Por ejemplo, tras que uno de los personajes se entrevista en secreto con otro, es interceptado en el mismo plano, unos metros más allá, por un tercero, sin que el primero se dé cuenta. Tales soluciones son muy típicas de los inicios de la cinematografía, tanto por razones de producción - la rapidez de rodaje y el exiguo presupuesto obligaban a reducir el número de planos al máximo - como a una clara herencia teatral, en la que la acción siempre se desarrollaba en un mismo espacio y las transiciones temporales/espaciales eran simplemente eliminadas.
A un público de ese tiempo, dada su costumbre de ver teatro, esta condensación económica de la acción no le llamaría demasiada la atención, pero a nosotros, tras muchas décadas de estilo clásico cinematográfico, es uno de los factores que más nos descoloca. Cabe preguntarse, no obstante, hasta que punto no era también así en los años veinte, cuando el modo de rodar del mudo se había transmutado de forma radical, se podía hablar ya de estilos cinematográficos plenos e incluso las formas de la vanguardia artística habían empezado a filtrarse en sus producciones. Queda por tanto la duda de si estas maneras un tanto arcaicas no son incluidas expresamente por Epstein, quizás como subrayado, quizás como llamada de atención a la propia condición de pasado de moda del material original - recuérdese como el mismo Proust miraba por encima del hombro a las novelas de Sand -.
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