¿Stravinski un paisaje inexplorado?
Dicho así, suena exageración, por decirlo de forma suave, pero el caso es que aparte de la famosa Consagración de la Primavera (y el resto de ballets que le precedieran), el aficionado puede encontrar alguna dificultad en nombrar otras obras de este compositor... y es que, como bien dijo alguien con cierto sarcasmo, mientras que Schönberg era un auténtico revolucionario musical, a Stravinski sólo le interesaba revolucionar la clase, hecho lo cual prefirió dedicarse a otras cosas.
Otras cosas que en sí, también eran una forma de alborotar el cotarro, solo que de manera menos espectacular. Vayamos por partes.
Como es bien sabido, aunque muy a menudo se quiera olvidar, uno de los fenómenos más curiosos de la historia del arte del siglo XX, es lo que se llamó L'appel al ordre, o, en otras palabras, el momento tras la primera guerra mundial en que señeras figuras de la vanguardia aparentemente la abandonaron, y se dedicaron a crear al modo del pasado... o de un pasado imaginado ideal.
Una decisión que en el caso de pintores tan importantes como Dérain supuso el inicio de su decadencia, en otros como Picasso una más de sus frecuentes, repentinas y sorprendentes metamórfosis (y Picasso puede ser el artista contemporáneo con el más ismos se han identificado, aunque entre sí fueran incompatibles y contradictorios) , o en el caso de Stravinski, convertirse en la marca de su estilo y de, en cierta manera, de su transgresión
Conviene detenerse un instante en lo que acabo de decir.
Frecuentemente, en estos ámbitos del arte se vive hechizado por el fantasma del progreso, idea heredada de la ciencia y de la tecnología. Se supone, incorrectamente en mi opinión, que el arte es un camino de peor a mejor, donde lo de ahora mismo siempre es más estimable y más perfecto que lo de hace escasos cinco minutos, y que el artista que no continúa en esa carrera continúa de investigación y experimentación es un traidor a la causa o alguien que ha comenzado ya su decadencia y que solo sabe repetirse.
De ahí el descrédito, el olvido, el desprecio en que incurrieron aquellos artistas de renombre que siguieron l'Appel al ordre, a los que los artistas jóvenes vieron como el enemigo a batir, especialmente a aquellos que habían figurado con honores en la vanguardia de la vanguardia, aunque como digo, esa Appel à l'ordre, en muchos casos, como el de Picasso y Stravinski, no fuera más que una rebelión a la inversa.
Porque, si se mira superficialmente, puede parecer que el Stravinski post consagración no es más que un productor en serie de sinfonías mozartianas y haydinianas, un compilador de lo archisabido y archiconocido, sin reparar en que el carácter, la personalidad de esas obras aparentemente neoclásicas es el del compositor ruso y no el de sus predecesores del XVIII.
Simplemente, porque lo característico de Stravinski es su perenne atención por las formas y los modos populares, de forma que si obras como la Consagración o Renard le Fox, eran reescrituras del folklore ruso y Ragtime revelaba una fascinación por el jazz americano, estas partituras neoclásicas eran una excusa para acercarse al teatro de marionetas y la comedia del arte, el teatro dentro del teatro, la falsedad dentro de la falsedad, algo que, por cierto es otra de las constantes del formalismo del siglo pasado.
Con esto llegamos a otra de las subversiones stravinskianas, aparte de su renuncia a la vanguardia. Si nos fijamos bien todas estas obras no son en sí originales, parten de un modelo lo adapta y, oh sacrilegio, lo copian, otro de los tabúes de nuestro cultural moderno, donde obligamos a todo artista a ser absolutamente original, como si viviera aislado en un mundo de su propia creación, sin contacto con persona alguna. Un desproposito que llega extremos tales, que no es raro encontrar personas que se dedican a rastrear todas las posibles influencias que hay en una obra, en la esperanza de encontrar motivos para acusar de plagio, y por tanto, desacreditar al creador.
Un tabú, del que Stravinski, se ríe a su manera, pues no sólo compuso la música para madrigales perdidos de Carlo Gesualdo (siglo XVI y contemporáneo de Monteverdi), con una fidelidad tal que son absolutamente indistinguibles de los originales, sino que en el ballet Pulcinella, tomó dieciséis temas de Pergolesi, y con ellos compuso la obra entera... sin modificar una sola nota de las que escribiera el italiano en el siglo XVIII, algo que, en estos tiempos se consideraría como un plagio descarado, si se desconociera la fuente, o un timo de impresión, en caso contrario.
Pero claro, estamos tratando con Stravinski, el mago de las estructuras rítmicas, el único capaz de, sin tocar una sola nota, modificar todo el entramado rítmico de la partitura, hasta conseguir que aquello sea una obra suya, y no del italiano.
Y por ende, una obra maestra de la vanguardia.
Dicho así, suena exageración, por decirlo de forma suave, pero el caso es que aparte de la famosa Consagración de la Primavera (y el resto de ballets que le precedieran), el aficionado puede encontrar alguna dificultad en nombrar otras obras de este compositor... y es que, como bien dijo alguien con cierto sarcasmo, mientras que Schönberg era un auténtico revolucionario musical, a Stravinski sólo le interesaba revolucionar la clase, hecho lo cual prefirió dedicarse a otras cosas.
Otras cosas que en sí, también eran una forma de alborotar el cotarro, solo que de manera menos espectacular. Vayamos por partes.
Como es bien sabido, aunque muy a menudo se quiera olvidar, uno de los fenómenos más curiosos de la historia del arte del siglo XX, es lo que se llamó L'appel al ordre, o, en otras palabras, el momento tras la primera guerra mundial en que señeras figuras de la vanguardia aparentemente la abandonaron, y se dedicaron a crear al modo del pasado... o de un pasado imaginado ideal.
Una decisión que en el caso de pintores tan importantes como Dérain supuso el inicio de su decadencia, en otros como Picasso una más de sus frecuentes, repentinas y sorprendentes metamórfosis (y Picasso puede ser el artista contemporáneo con el más ismos se han identificado, aunque entre sí fueran incompatibles y contradictorios) , o en el caso de Stravinski, convertirse en la marca de su estilo y de, en cierta manera, de su transgresión
Conviene detenerse un instante en lo que acabo de decir.
Frecuentemente, en estos ámbitos del arte se vive hechizado por el fantasma del progreso, idea heredada de la ciencia y de la tecnología. Se supone, incorrectamente en mi opinión, que el arte es un camino de peor a mejor, donde lo de ahora mismo siempre es más estimable y más perfecto que lo de hace escasos cinco minutos, y que el artista que no continúa en esa carrera continúa de investigación y experimentación es un traidor a la causa o alguien que ha comenzado ya su decadencia y que solo sabe repetirse.
De ahí el descrédito, el olvido, el desprecio en que incurrieron aquellos artistas de renombre que siguieron l'Appel al ordre, a los que los artistas jóvenes vieron como el enemigo a batir, especialmente a aquellos que habían figurado con honores en la vanguardia de la vanguardia, aunque como digo, esa Appel à l'ordre, en muchos casos, como el de Picasso y Stravinski, no fuera más que una rebelión a la inversa.
Porque, si se mira superficialmente, puede parecer que el Stravinski post consagración no es más que un productor en serie de sinfonías mozartianas y haydinianas, un compilador de lo archisabido y archiconocido, sin reparar en que el carácter, la personalidad de esas obras aparentemente neoclásicas es el del compositor ruso y no el de sus predecesores del XVIII.
Simplemente, porque lo característico de Stravinski es su perenne atención por las formas y los modos populares, de forma que si obras como la Consagración o Renard le Fox, eran reescrituras del folklore ruso y Ragtime revelaba una fascinación por el jazz americano, estas partituras neoclásicas eran una excusa para acercarse al teatro de marionetas y la comedia del arte, el teatro dentro del teatro, la falsedad dentro de la falsedad, algo que, por cierto es otra de las constantes del formalismo del siglo pasado.
Con esto llegamos a otra de las subversiones stravinskianas, aparte de su renuncia a la vanguardia. Si nos fijamos bien todas estas obras no son en sí originales, parten de un modelo lo adapta y, oh sacrilegio, lo copian, otro de los tabúes de nuestro cultural moderno, donde obligamos a todo artista a ser absolutamente original, como si viviera aislado en un mundo de su propia creación, sin contacto con persona alguna. Un desproposito que llega extremos tales, que no es raro encontrar personas que se dedican a rastrear todas las posibles influencias que hay en una obra, en la esperanza de encontrar motivos para acusar de plagio, y por tanto, desacreditar al creador.
Un tabú, del que Stravinski, se ríe a su manera, pues no sólo compuso la música para madrigales perdidos de Carlo Gesualdo (siglo XVI y contemporáneo de Monteverdi), con una fidelidad tal que son absolutamente indistinguibles de los originales, sino que en el ballet Pulcinella, tomó dieciséis temas de Pergolesi, y con ellos compuso la obra entera... sin modificar una sola nota de las que escribiera el italiano en el siglo XVIII, algo que, en estos tiempos se consideraría como un plagio descarado, si se desconociera la fuente, o un timo de impresión, en caso contrario.
Pero claro, estamos tratando con Stravinski, el mago de las estructuras rítmicas, el único capaz de, sin tocar una sola nota, modificar todo el entramado rítmico de la partitura, hasta conseguir que aquello sea una obra suya, y no del italiano.
Y por ende, una obra maestra de la vanguardia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario