Habiendo nombrado ya a dos de ellos, Schönberg y Webern, no podía olvidarse al tercero, Alban Berg, y si se quisiera dar una definición de este compositor, una, muy ajustada y completamente engañosa al mismo tiempo sería la de divulgador del dodecafonismo.
Una definición que puede sonar un poco a censura, ya que inconscientemente tendemos a considerar mejor a aquellos que se mantienen "puros", frente a aquellos que transigen, pero que no lo es en absoluto. Simplemente pretende poner de manifiesto que, mientras que de las obras plenamente dodecáfonicas de Schönberg todos conocen el nombre, pero muy pocos las han oído, y de las de Webern ni siquiera eso, dos obras de Berg (tres si metemos también a Lulú en el saco) se han convertido en favoritas de los melómanos... y por favoritas me refiero a que el aficionado las guarda en el mismo rincón del corazón en el que pondría a las sinfonías de Beethoven o las óperas de Mozart, por su impacto emocional y los sentimientos que inspira.
Me refiero, por supuesto, a el concierto para violín a la memoria de un ángel y a la ópera Woycezk, a las cuales, y aunque sea obrar un poco de capitán Obvio, voy a dedicar unas líneas.
Basta escuchar los primeros compases del concierto para Violín para darse cuenta de la razón de ese lugar tan especial. Toda la partitura se mueve en una calculada ambigüedad, saliendo y entrando constantemente del mundo tonal, perdiéndose en el atonal, y volviendo a él... o mejor dicho sin volver a él, puesto que al tratarse de una elegía, por la hija perdida por el matrimonio Alban/Alma (nota: Alma debió ser una de las mujeres más asombrosas de su época, casada primero con Gustav Mahler, amante de Oskar Kokotscha y desposada finalmente con Alban Berg, su biografía es inseparable de la cultura vienesa del XIX/XX, y nos muestra lo relacionados que estaban todos esos nombres), el mundo tonal se convierte en un trasunto de la felicidad perdida a la que no es posible retornar ya, mientras que el mundo atonal y dodecafónico, en su modo expresionista y romántico atonal, se antoja el ámbito del dolor y del duelo, de la pérdida y la desesperación.
Una impresión que resulta aún más acentuada, subrayada y recalcada, por las citas clásicas que se van intercalando, una Nana romántica , una Coral de Bach, las cuales, distorsionadas por la práxis dodecafónica, resultan especialmente dolorosas, al señalar un doble mundo pasado, el de la felicidad compartida por un lado, el de la música que aspiraba a reconstruir en esta tierra la perfección absoluta, por otro, que se disuelven en el tiempo, hasta desaparecer sin dejar rastro.
Un concierto, tránsido de dolor de un extremo a otro, pero que se resuelve en tranquilidad, serenidad y estoicismo, el resultado obvio y conocido de la acción del tiempo sobre el dolor, que poco a poco embota sus filos hasta que ya no se siente.
...
La segunda obra Woyzcek, no es menos conocida, tanto en su formato original, la obra de teatro escrita por Büchner a principios del XIX, como en su adaptación musical de principios del XX, a cargo de Berg. Una obra que, curiosamente, permaneció olvidada durante todo el siglo XIX, hasta ser descubierta a principios del XX, por, como no, los expresionistas del XX, en uno de esos momentos tan repetidos en la historia del arte, en que los proponentes de un estilo, intentando separarse de sus más próximos predecesores estéticos, buscan reescribir la historia y revisan el pasado en busca de ejemplos olvidados con cuyo Ethos coincidan y que les sirvan de arma frente a la generación anterior.
En este sentido, Büchner, perteneciente al primer romanticismo, muerto con apenas veinticinco años, a la vez científico y literato, radical en política, casi revolucionario, como podía esperarse de un tiempo que aún no había superado la resaca de la revolución francesa y la época napoleónica, pero al mismo, pesimista y desengañado, no podía por menos que llamar la atención de las vanguardias del siglo XX, en su lucha por derruir el arte oficial y conformista, encarnado por el segundo romanticismo y su exaltación del orden y la armonía, envuelto en una gruesa capa de falsa sensibilidad, ñoñería y papanatismo.
No es extraño tampoco que Woyzcek se convirtiera en un símbolo en una bandera. Una obra escrita en un cerrado dialecto de la Renania, medio inventado por Büchner, medio olvidado un siglo más tarde, hasta el extremo que ciertos pasajes son incomprensibles. Una obra donde no se sabe exactamente el orden en que Büchner pensaba poner las escenas, donde algunas se contradicen entre sí, donde hay múltiples versiones de cada pasaje y donde varios finales posibles y por tanto varias explicaciones posibles. Una obra donde no hay buenos ni malos, o mejor dicho hay verdugos que fuerzan a sus víctimas a convertirse en verdugos y los castigan luego por ellos, aplicando al extremo aquello de "hecha la ley, hecha la trampa" o "la ley no es si no la voluntad de los más poderosos".
Un ambiente donde todas la certezas, todos los dogmas, todo lo puro y lo sagrado, se disuelven en la nada, donde no hay otra liberación para los esclavos que aquella que les confiere su propia mano, ergo, el asesinato de las personas a las que aman y el propio suicidio, y donde la elite, aquellos que supuestamente son el orgullo y el ornato de una sociedad, son mezquinos, miserables, condenados a un destino aún peor que aquellos a los que tiranizan, porque éstos saben prisioneros y sueñan con la liberación, mientras que aquellos se creen libres y no son más que esclavos.
Una fiesta para cualquier modernismo. Una oportunidad para que Berg despliegue todas las posiblidades expresivas de dodecafonismo, adaptando el texto de Büchner con una fidelidad casi absoluta, y consiguiendo que cada palabra, cada sílaba, cada dicción, cada gesto, cada ambiente, tenga el modo, el sentimiento, adecuado.
El de un mundo podrido y corrompido, muerto y carcomido, al que el primer golpe de viento derribará y convertirá en polvo, antes de tocar el suelo.
Una definición que puede sonar un poco a censura, ya que inconscientemente tendemos a considerar mejor a aquellos que se mantienen "puros", frente a aquellos que transigen, pero que no lo es en absoluto. Simplemente pretende poner de manifiesto que, mientras que de las obras plenamente dodecáfonicas de Schönberg todos conocen el nombre, pero muy pocos las han oído, y de las de Webern ni siquiera eso, dos obras de Berg (tres si metemos también a Lulú en el saco) se han convertido en favoritas de los melómanos... y por favoritas me refiero a que el aficionado las guarda en el mismo rincón del corazón en el que pondría a las sinfonías de Beethoven o las óperas de Mozart, por su impacto emocional y los sentimientos que inspira.
Me refiero, por supuesto, a el concierto para violín a la memoria de un ángel y a la ópera Woycezk, a las cuales, y aunque sea obrar un poco de capitán Obvio, voy a dedicar unas líneas.
Basta escuchar los primeros compases del concierto para Violín para darse cuenta de la razón de ese lugar tan especial. Toda la partitura se mueve en una calculada ambigüedad, saliendo y entrando constantemente del mundo tonal, perdiéndose en el atonal, y volviendo a él... o mejor dicho sin volver a él, puesto que al tratarse de una elegía, por la hija perdida por el matrimonio Alban/Alma (nota: Alma debió ser una de las mujeres más asombrosas de su época, casada primero con Gustav Mahler, amante de Oskar Kokotscha y desposada finalmente con Alban Berg, su biografía es inseparable de la cultura vienesa del XIX/XX, y nos muestra lo relacionados que estaban todos esos nombres), el mundo tonal se convierte en un trasunto de la felicidad perdida a la que no es posible retornar ya, mientras que el mundo atonal y dodecafónico, en su modo expresionista y romántico atonal, se antoja el ámbito del dolor y del duelo, de la pérdida y la desesperación.
Una impresión que resulta aún más acentuada, subrayada y recalcada, por las citas clásicas que se van intercalando, una Nana romántica , una Coral de Bach, las cuales, distorsionadas por la práxis dodecafónica, resultan especialmente dolorosas, al señalar un doble mundo pasado, el de la felicidad compartida por un lado, el de la música que aspiraba a reconstruir en esta tierra la perfección absoluta, por otro, que se disuelven en el tiempo, hasta desaparecer sin dejar rastro.
Un concierto, tránsido de dolor de un extremo a otro, pero que se resuelve en tranquilidad, serenidad y estoicismo, el resultado obvio y conocido de la acción del tiempo sobre el dolor, que poco a poco embota sus filos hasta que ya no se siente.
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La segunda obra Woyzcek, no es menos conocida, tanto en su formato original, la obra de teatro escrita por Büchner a principios del XIX, como en su adaptación musical de principios del XX, a cargo de Berg. Una obra que, curiosamente, permaneció olvidada durante todo el siglo XIX, hasta ser descubierta a principios del XX, por, como no, los expresionistas del XX, en uno de esos momentos tan repetidos en la historia del arte, en que los proponentes de un estilo, intentando separarse de sus más próximos predecesores estéticos, buscan reescribir la historia y revisan el pasado en busca de ejemplos olvidados con cuyo Ethos coincidan y que les sirvan de arma frente a la generación anterior.
En este sentido, Büchner, perteneciente al primer romanticismo, muerto con apenas veinticinco años, a la vez científico y literato, radical en política, casi revolucionario, como podía esperarse de un tiempo que aún no había superado la resaca de la revolución francesa y la época napoleónica, pero al mismo, pesimista y desengañado, no podía por menos que llamar la atención de las vanguardias del siglo XX, en su lucha por derruir el arte oficial y conformista, encarnado por el segundo romanticismo y su exaltación del orden y la armonía, envuelto en una gruesa capa de falsa sensibilidad, ñoñería y papanatismo.
No es extraño tampoco que Woyzcek se convirtiera en un símbolo en una bandera. Una obra escrita en un cerrado dialecto de la Renania, medio inventado por Büchner, medio olvidado un siglo más tarde, hasta el extremo que ciertos pasajes son incomprensibles. Una obra donde no se sabe exactamente el orden en que Büchner pensaba poner las escenas, donde algunas se contradicen entre sí, donde hay múltiples versiones de cada pasaje y donde varios finales posibles y por tanto varias explicaciones posibles. Una obra donde no hay buenos ni malos, o mejor dicho hay verdugos que fuerzan a sus víctimas a convertirse en verdugos y los castigan luego por ellos, aplicando al extremo aquello de "hecha la ley, hecha la trampa" o "la ley no es si no la voluntad de los más poderosos".
Un ambiente donde todas la certezas, todos los dogmas, todo lo puro y lo sagrado, se disuelven en la nada, donde no hay otra liberación para los esclavos que aquella que les confiere su propia mano, ergo, el asesinato de las personas a las que aman y el propio suicidio, y donde la elite, aquellos que supuestamente son el orgullo y el ornato de una sociedad, son mezquinos, miserables, condenados a un destino aún peor que aquellos a los que tiranizan, porque éstos saben prisioneros y sueñan con la liberación, mientras que aquellos se creen libres y no son más que esclavos.
Una fiesta para cualquier modernismo. Una oportunidad para que Berg despliegue todas las posiblidades expresivas de dodecafonismo, adaptando el texto de Büchner con una fidelidad casi absoluta, y consiguiendo que cada palabra, cada sílaba, cada dicción, cada gesto, cada ambiente, tenga el modo, el sentimiento, adecuado.
El de un mundo podrido y corrompido, muerto y carcomido, al que el primer golpe de viento derribará y convertirá en polvo, antes de tocar el suelo.
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