Sin embargo, después de la liberación, los hombres tuvieron que luchar para vivir. Luchar para vivir es algo humillante, horrible, una necesidad vergonzosa. Nada más que para vivir. Nada más que para salvar la piel. No se trata ya de la lucha contra la esclavitud, la lucha por la libertad, por la dignidad humana, por el honor. Es la lucha contra el hambre. Es la lucha por un pedazo de pan, por un poco de lumbre, por un trapo con el que tapar a los niños, por un poco de paja para tenderse. Cuando los hombres luchan para vivir, todo, hasta un frasco de vacío, una colilla, una piel de naranja, una corteza de pan seco recogida entre la basura, un hueso descarnado, todo tiene para ellos un valor enorme, decisivo. Los hombres se vuelven capaces de cualquier bajeza con tal de vivir, de cualquier infamia, de cualquier delito, todo con tal de vivir. Por un mendrugo de pan cualquiera de nosotros sería capaz de vender a su madre, a sus hijas, de deshonrar a su propia madre, de vender a hermanos y amigos, de prostituirse con otro hombre. Estaríamos dispuestos a arrodillarnos, a arrastrarnos por el suelo, a lamer los zapatos de quien pudiera saciar nuestra hambre, a doblegar la espalda bajo el látigo, a secarnos sonriendo la mejilla manchada de esputos; y todo ello con una sonrisa humilde, dulce, y una mirada cargada de una esperanza famélica, bestial, una esperanza maravillosa.
Curzio Malaparte, La piel
Ya les había señalado la profunda impresión que me causó la lectura de Kaputt, la novela de Curzio Malaparte sobre el frente del Este en la Segunda Guerra Mundial. Al contrario que la mayoría de la literatura bélica -y la filmografía asociada-, la narración no se centra en las operaciones en el frente o las experiencias de los soldados. Como periodista, Malaparte escribe desde la retaguardia, más o menos cercana a los combates, pero siempre alejada del campo de batalla. Cuando el periodista/escritor llega, todo ha terminado. Su testimonio se reduce a describir las consecuencias, las huellas y cicatrices que han dejado.
Aún así, si Malaparte se limitase a levantar acta, sus novelas no tendrían el impacto demoledor que provocan en el lector. Lo esencial, y distintivo de su literatura bélica, es como la crueldad y el horror de las operaciones se filtran desde el frente a la retaguardia, alcanzando los lugares más recónditos e imbuyendo todas las acciones humanas de un horror inconcebible: el que acompaña a la matanza legalizada. Esa descomposición irreversible del orden civil, esa desaparición de todo sentimiento de humanidad, que posibilita y justifica cualquier atrocidad, son descritas por Malaparte con técnicas cercanas al surrealismo. La realidad ha dejado de ser racional, de permitir su compresión, una ininteligibilidad que desbarata y derrumba internamente a quienes han sobrevivido a los horrores del frente.
La piel cambia de escenario. No estamos ya en el Frente del Este, ya sea en Ucrania o en Finlandia. Malaparte ha vuelto a Italia, la Italia de 1943 en dónde se ha producido la caída del fascismo -y de su creador Mussolini-, la rendición de Italia ante los aliados, seguida de la ocupación de los dos tercios septentrionales por las tropas Nazis. Aún quedaban dos años de agria guerra, en los que cada metro arrebatado a los alemanes por los aliados sería regado con sangre. La narración de Malaparte comienza así en el mismo punto en que había terminado Kaputt, en la ciudad de Nápoles, sólo que ahora ya liberada por las tropas americanas.
Esa liberación, fuera de la euforia inicial, supone un punto y seguido en las penalidades de la población civil. De nuevo, ésta es el centro de la narración, pero no por ser sujeto de atrocidades -aunque éstas aún queden muy cercanas, sus huellas visibles a cada paso- sino por la despiadada lucha por la supervivencia que siguió a la liberación. El nuevo gobierno italiano -o las autoridades militares aliadas- no tienen medios, mucho menos voluntad, para asegurar el bienestar de la población napolitana. La ciudad deviene una auténtica corte de los milagros, donde todo se vende y todo se compra, sin que las prescripciones morales o humanitarias tengan valor alguno, donde el auténtico poder reside en quienes controlan el mundo del hampa, el mercado negro que se constituye bajo su protección.
Ese mutación social es en realidad un descenso a los infiernos, peor incluso que la destrucción obrada por las operaciones militares o la ocupación por un poder extranjero. Puede parecer paradójico, ya que Italia y los napolitanos han recuperado su libertad, gracias a los aliados anglosajones. La situación debería haber mejorado, en vez de empeorar. Sin embargo, ha ocurrido precisamente eso y, según Malaparte, se debe a que los italianos han perdido su dignidad, por voluntad propia. Para el escritor, la lucha contra un enemigo exterior o un ocupante extranjero no acarrea esa degradación moral. Por muchas bajezas que se cometan, el hecho de combatir contra otro, distinguible de nosotros, permite crear un refugio mental, un abrigo en el que conservar ideales, valores, certezas que se suponen habrán de fructificar una vez alcanzada la victoria, la liberación y la paza.
Sin embargo, en los años 1943-45, Italia y los napolitanos cayeron en un limbo. El enemigo ya no estaba presente, pero la paz aún no había llegado. La única lucha era por la supervivencia, por sobrevivir un día más, pero no con las armas, no contra un enemigo implacable, sino contra el hambre y por cualquier medio. Sin importar qué se vendía, ni a quién, qué bajezas se cometían, qué medios abyectos se utilizaban para conseguir un poco de pan. Nápoles, por consiguiente era presa de una peste que se afectaba a todas las clases, a todas las edades, una enfermedad moral que roía y carcomía todos los fundamentos sociales y humanos. Para sorpresa y repulsión de los liberadores americanos, tan inocentes que aún creían en altos ideales humanitarios, tan inexpertos que desconocían la profundidad de las bajezas humanas.
Círculo del infierno del que es posible descender a otros más profundos y peores. Entre ellos, el de la guerra civil entre italianos. La guerra entre aliados y nazis, es a su vez combate entre italianos fascistas y antifascistas, en la que ninguno de los dos bandos da cuartel al otro, en donde la eliminación física del herido y del prisionero se convierte en norma, en resultado deseable.
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