lunes, 3 de mayo de 2021

Explosiones de color


Acaba de abrirse, en el Museo Thyssen, una amplia retrospectiva de la pintora norteamericana Georgia O'Keefe. No es la primera vez que se puede disfrutar de la obra de esta artista -hace casi veinte años hubo una muestra similar en la Fundación Juan March-, e incluso gran parte de las pinturas que se exponen ahora son las mismas que en ocasiones ocasiones. No obstante, más allá de coincidencias y repeticiones, estas exposiciones siempre han buscado disipar el estereotipo que suele asociar con ella: el de pintora de flores gigantescas de subtexto sexual.

Aunque ese tipo de cuadros ocupan un lugar central en la exposición -de manera literal-, la muestra se expande en otras direcciones, temáticas y cronológicas. O'Keefe fue paisajista, tanto urbana como rural, además de adentrarse en terrenos que podríamos calificar de místicos y metafísicos. En realidad, el rasgo que unifica su obra es el de hallarse siempre al borde de la abstracción. Aunque podamos identificar los motivos representados, hasta el extremo de determinar su situación geográfica, incluso desde dónde fueron pintadas, sus creacciones habitan una tierra de nadie a mitad de camino entre el sueño y la vigilia. La realidad ha sido deformada, simplificada, idealizada, de manera que termina por desmaterializarse, convertiéndose en puerta de acceso hacia un mundo paralelo que queda envuelto en la penumbra.

Abstracción figurativa/figuración abstracta que no deriva en geometrismo ni en monocromía. A pesar de esa simplificación, de la destilación de la realidad que caracteriza la obra de O'Keefe, su uso del color no es tímido, ni moderado. Sus tonalidades son deslumbrantes, plenas en matices y transiciones, pero sin que ese fulgor devenga hortera ni chirríe. Hay una armonía, un equilibrio en ellos muy difícil de conseguir, que no es el natural, sino otro completamente nuevo, existente sólo en la mente de la artista. Como tantos pintores del norte, el encuentro con la luz cegadora del sur la llevó a descubrir colores imposibles, desconocidos hasta para quienes nacieron en esas latitudes.


Colores, ya sea puros o cuidadosamente graduados, que estallan en sus lienzos y que explican la fascinación que provocan sus flores gigantescas. Tonalidades que tornan todo cuadro suyo en reconocible al instante y que, como les apuntaba al principio, unifican toda su producción. El tema, la intencionalidad, nos da un poco igual -como ocurre en toda la pintura de las modernidad y las vanguardias históricas- lo que nos importan son esos valores formales: en el caso de O'Keefe, anegarse en esos colores tan desudados -por el riesgo que conllevan de caer en el Kitsch o la cursilería- pero a los que ella dota de una serenidad, de una racionalidad, que disipa esos recelos por completo.

¿El tema no es importante, entonces? Si fuera así, O'Keefe habría confluido en la abstracción de manera abierta, un paso que nunca quiso dar. A pesar de que quede difuminado, sus cuadros no son meras asociaciones de colores puros. Son representación de flores, de ciudades, de desiertos, de montañas, de cielos nublados, de atardeceres y de amaneceres. Desnudados y liberados de todo elemento que no fuera esencial, pero con lo justo para que aún sean reconocibles. No emocionan, por tanto, no sólo por esa belleza desusada de sus colores, sino porque aún somos capaces de descifrarlos, de hacerlos retornar a nuestra realidad cotidiana. A nuestra común experiencia.

Lo que no evita que ese furor abstracto, tan caro a la pintura del siglo XX, sea menos esencial. O'Keefe abandona cualquiera otra consideración por el placer de un arabesco, por el solaz de una mancha de color, refugios amenos donde sumirse, donde perderse, donde abandonarse. Inclinación que la hermana, de manera inesperada y en especial en su última etapa, con un artista tan distinto a ella como Rothko. Los últimos cuadros de O'Keefe, sus vistas desde la ventanilla de un avión, como el que abre esta entrada, son meras franjas de color.

Como Rothko, pero también como los bocetos de Turner.



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