martes, 26 de septiembre de 2017

Guerra eterna

Ein normaler Marschtag konnte folgendermaßen aussehen: in der Dunkelheit, eine Stunde vor der Morgendämmerung, schlugen die Trommler des Fußvolk Vergatterung - Sammlung und Aufstellung -, während die Trompeter der Reiterei boute-selle bliesen. Oft ging zu diesem Zeitpunkt im Lager bereits sehr lebhaft zu. Das Stallpersonal war auf und striegelte und tränkte der Pferde und sammelte das übriggebliebene Futter ein. In der Stunde bis Tagesanbruch sollte sich der Rest der Mannschaften ankleiden, die Zelte abbrechen, alles Zubehör auf die Trosswagen laden und schließlich seinen Platz im Glied einnehmen. Bei Sonnenaufgang begann der Marsch. An der Spitze gingen Führer und eine Patrouille, dicht gefolgt von einem Brückenmeister mit Handlangern und Zimmerleuten; sie sollten alle Hindernisse aus dem Weg räumen und die Fahrwege und Brücken ausbessern oder sogar, wenn dies nötig wäre, neu anlegen... Dann folgte ein größer Teil der kämpfenden Verbände in dichten Marschkolonnen: die Glieder der Reiterei, mit der verschiedenen farbenfrohen Standarten der Schwadronen geschmückt; die dichte Reihe der Bataillonen des Fußvolkes, gekrönt von einem klappernden Wald von langen, schwankenden Piken und schaukelnden Musketen. Gleichzeitig wurden Patrouille nach den Seiten geschickt. Sie sollten auf den Flanken des vorrückenden Heeren teils an Sicherung gegen feindliche Überfälle, teils um die eigenen Soldaten zu hindern, sich aus dem Staub zu machen oder auf eigene kleiner Plünderungszüge zu gehen. Danach folgte der Teil der Armee, der transporttechnisch die größte Probleme bereitete, nämlich der Tross. Die Überwachung des Trosses oblag einem Generalwagenmeister, der an der Spitze ging und jeden handgreiflich zurechtwiesen, der gegen die vorgegeben Zufolge verstieß oder weglaufen versuchte. 

Peter Englund, Verwüstung (Asolación)

Un día de marcha normal podía ser como sigue: todavía a oscuras, una hora antes de amanecer, tocaban diana los tambores de la infantería - a formar y a pasar lista - mientras las trompetas de la caballería llamaban a ensillar. El campamento se llenaba de animación desde ese instante. Los mozos de cuadra cepillaban y abrevaban los caballos y recogían el pienso que sobrase. En la hora antes de la salida del sol, el resto del ejército se vestía, desmontaba las tienes, cargaban el equipo en los carromatos y, finalmente, ocupaban su puesto en la formación. Una vez amanecido, comenzaba la marcha. En la vanguardia marchaban los guías y una patrulla, que era seguida por el comandante de ingenieros, con carpinteros y ayudantes; su misión era retirar cualquier obstáculo del camino, mejorar puentes y caminos, incluso construirlos, si era necesario... Luego seguía el grueso de las fuerzas de combate en formación cerrada: las unidades de caballería, ornadas con los estandartes coloridos de los distintos escuadrones; las densas filas de los batallones de infantería, coronados por un tintineante bosque de largas picas temblorosas y mosquetes balanceándose. Al mismo tiempo, se enviaban patrullas a los flancos. Debían proteger al ejército en avance de asaltos enemigos, pero en parte también debían impedir deserciones o que los soldados se embarcasen en sus propias expediciones de saqueo. Tras ellos, seguía la sección del ejército que mayores problemas logísticos suponía: la impedimenta. La supervisión de la impedimenta recaía en un general de transporte, que marchaba a la cabeza y que indicaba con señas a todos, si debían arremeter contra lo que pudiera suceder o tentar la huida.

Al comentarles el libro de Geoffrey Parker sobre la supuesta crisis global del siglo XVII, ya  les había señalado que, en Europa, ese siglo está caracterizado y determinado por una guerra desmedida y sin precedentes: la de los Treinta Años. Para mí, de adolescente, fue una sorpresa conocer las peripecias de aquel conflicto. Desde España y en el contexto de la historia del Imperio Español, esa guerra caía un poco a trasmano, un transfondo sangriento de la guerra eterna contra los holandeses y su continuación contra Francia. Apenas unas notas a pie de página, entre las que se nombraba la ocupación del Palatinado en los años 20, antes de que venciese la tregua de doce años con las Provincias Unidas; la victoria casi decisiva de Nördlingen en la década de los 30, que tantas esperanzas trajo y para  bien poco sirvió; por último, las derrotas aniquiladoras de Rocroi y Lens, punto final de la hegemonía española en Europa.

Sin embargo, la guerra de los Treinta Años fue mucho más que un mera digresión en la historia del Imperio Español. Ese conflicto inauguró lo que iba a ser una constante en la historia del continente, al menos hasta 1945: las guerras generales. Lo que comenzó como una rebelión en las tierras patrimoniales de los Habsburgo, Bohemia y Austria, continuación de los conflictos religiosos del XVI, involucró a casi todas las potencias Europeas. En su desarrollo, se mutó el motivo del conflicto por completo, puesto que de su desenlace no dependía ya el reparto entre las diferentes confesiones, sino la jerarquía de poder e influencia entre los nuevos estados modernos. De hecho, los únicos estados que no se vieron arrastrados por este torbellino fueron aquellos en los que estallaron guerras civiles internas, caso de Inglaterra, o se vieron distraídos por guerras externas, caso de la Unión Polaco-Lituana, aquejada por las rebeliones cosacas en la actual Ucrania y la expansión Rusa en Bielorrusa.


Asímismo, la guerra de los treinta años va a adquirir - a definir, se podría decir-  los rasgos de los conflictos que le sucedieron. Primero, una proyección extraeuropea que casi la convierte en primera guerra mundial, con la flota Holandesa atacando las posesiones de la corona Española, especialmente las de un débil Portugal, con la consecuencia de que casi se constituyó un imperio mundial Holandés: norte de Brasil, Angola, Ciudad del Cabo, India y Malasia. En segundo lugar, porque el conflicto no tuvo un final limpio, sino que se continúo en múltiples guerras-epílogo que abarcaron casi hasta la década de los 70,  aunque en algún caso no se solucionarían hasta la siguiente guerra general, el complejo de la guerra de Sucesión Española y la Guerra del Norte. La paz de Westfalia sólo dio término a las hostilidades en suelo alemán, pero la guerra entre Francia y España, y la de ésta contra las rebeliones de Portugal y Cataluña, seguiría aún por largos años. Por otra parte, la intromisión de Suecia en la costa báltica alemana, condujo a conflictos regulares con Polonia, Dinamarca, Brandemburgo y Rusia, que al final culminaron en un desastre total para Suecia, en la citada guerra del Norte de 1700.

Más importante aún, en ese carácter de modelo de contiendas futuras, es que la Guerra de los Treinta años va a prefigurar la exasperación, la intransigencia y el radicalismo de las Guerras Napoleónicas y de las dos Guerras Mundiales. Por su justificación de guerra de religión, de conflicto encaminado a imponer un modelo del mundo, único y excluyente, la Guerra de los Treinta Años es un conflicto total. En ella se van a movilizar por completo las fuerzas de los combatientes, sin que quepa alcanzar victoria, o aceptar derrota, hasta que no se haya abatido al enemigo sin posibilidad de recuperación y réplica... o hasta que el agotamiento de ambos contendientes sea de tal extremo que les impida, literalmente, seguir luchando. 

La guerra, por tanto, se torna larga, interminable. Siempre se podrá rascar un poco más el barril, reclutar un nuevo ejército que, aunque sea derrotado, servirá para debilitar al enemigo, permitirá ganar tiempo, aplazar el resultado hasta otra batalla, otra campaña, otro año. De la misma manera, por esas dos características, por ser ideológica e irresoluble, el conflicto, como los de siglos posteriores, se vuelve cruel e inhumano. La población civil se torna objetivo prioritario, más que las tropas enemigas o sus fortalezas, porque sólo mediante matanzas, saqueos  y hambrunas, sólo reduciendo el número de aquellos que pueden alimentar al enemigo o servir en sus filas, es posible quebrantarlo y abatirlo de manera definitiva.

Esa crueldad sin término, que se alimenta de sí misma, acrecentándose año tras año, es quizás la auténtica causa de mi fascinación por esa guerra. Fascinación basada el horror, la repugnancia y la repulsión, pero atracción al fin y al cabo. Una espiral de muerte y destrucción que acaba por embotar no sólo a los propios contendientes, prisioneros de las atrocidades que cometen y a las que se ven sometidos, sino a los mismos historiadores. Llegado un momento, ante la repetición de campañas sin sentido y sin resultado, excepto el de acumular muertos y prolongar el sufrimiento de la población, dejan de narrar su decurso. Se cansan y hastían, algo que, curiosamente, no sucede con el relato de Englund.

En parte, porque su historia de esa guerra está narrada desde el punto de vista sueco, país que no intervino hasta 1630, casi a mitad del conflicto. El libro, por tanto se centra en esa segunda mitad, olvidando la primera parte, de manera que el relato se mantiene fresco en esos años de guerra interminable, absurda, extenuante y laberíntica, tan desconocidos para cualquiera que no sea un especialista. Por otra parte, Englund es también un maestro de la digresión, que utiliza para crear un retrato completo de la sociedad del siglo XVII. Tan rico en detalles, tan universal y enciclopédico, que en ocasiones parece que la propia guerra no es otra cosa que una excusa para ese análisis en profundidad del siglo XVII.

De lo que la gente que vivió en el creía y sentía, vivía y experimentaba.

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