martes, 11 de enero de 2022

Belkis Ayón, Colografías. Exposición en el MNCARS

Creo que ya en varias ocasiones les he indicado lo agradecido que estoy a la política expositiva del Reina Sofía: si para la gran mayoría de instituciones el arte moderno parece terminar en la década de los 1960, con el advenimiento del Pop y la disolución de las vanguardias históricas, el MNCARS hace continuas incursiones en las manifestaciones artísticas del último tercio del siglo XX y las primeras décadas del siglo XX. Un viaje que me han permitido descubrir multitud de artistas nuevos, de gran importancia, así como ampliar mis horizontes estéticos. Entre otras cosas, porque el arte de estos últimos cincuentas años parece estar caracterizado -tanto en pintura como en música- por la recuperación de la figuración. La abstracción -que tanto amo, no se equivoquen- se había convertido en una suerte de mordaza, mientras que estos artistas nuevos necesitaban hablar: en voz alta y todo el mundo.

La artista cubana Belkis Ayón es uno de estos descubrimientos. Y antes de proseguir citemos el "hecho" biografico distintivo: es también uno de esos artistas que decidió suicidarse muy joven. Un detalle que no debería llevarnos a prejuzgar su obra, ni para bien ni para mal, pero que para mí tiene un especial poder de fascinación/seducción, por razones personales. No, no es que haya contemplado el suicidio, pero si me he asomado alguna vez a esas profundidades y temo que, algún día, acabé por descender a esos abismos. Por esa razón, saber el porqué de una decisión tan radical -y en especial, en personas de creatividad ingente- supone una manera de conjurar esa premonición, esa profecía.

Dejando esto a un lado. La obra de Ayón es monotemática -incluso monocromática-, lo que no implica que sea monótoma. Su tema son los rituales de la sociedad secreta Abakuá, de origen africano e integrada sólo por hombres, dotada de complejos sistemas de iniciación, así como de ascenso jerárquico de sus miembros. Todo ello para custodiar con celo un intrincado sistema de mitos, en donde un talismán milagroso -el Tanze o pez sagrado- es malogrado por la indiscreción de la princesa Sikán, quien deberá ser sacrificada para expiar ese pecado original.

Ayón, como mujer, se apropió de ese mensaje y le dio la vuelta, dotándolo de un claro sentido feminista. Al identificarse con Sikán -la única mujer en esa mitología de, por y para los hombres-, la artista señalaba la opresión de la que son objeto las mujeres en las sociedades tradicionales -y no tan tradicionales - así como la tendencia constante a considerarlas como origen del mal: ya sea por su propia naturaleza, taimada y artera, ya sea por haberle abierto paso inadvertidamente, en su calidad de seres imperfectos. Sin embargo, en las figuraciones de Ayón, Sikán confluye con la figura de Cristo.  Termina deviniendo redentor y salvador, sin cuyo sacrificio el mundo no podría, ni podrá, continuar siendo.


Sentido subyacente que es esencial a la obra de Ayón pero que no implica que, sin él, su pintura sea inaccesible. La primera vez que un espectador, de cualquier origen y formación, se enfrenta a su obra, es imposible no quedar transido ante la presencia de esas figuras negras, de tamaño un poco mayor que el natural, que te devuelven la mirada atentas e implorantes, pero cuya expresión queda velada por máscaras. Seres que reconoces como humanos, como tus prójimos, pero que  te ocultan sus sentimientos -su dolor y su felicidad - y se hallan enfrascados en complejos rituales cuyo significado se nos escapa, pero que se adivinan esenciales: para el mantenimiento de este mundo y de quienes vivimos en él.

Figuras monumentales, transfiguradas, trascendentes, cuya atracción se ve incrementada por el montaje del MNCARS: rodeado por ellas, da la impresión de que te invitan a participar en esos rituales  arcanos.

Sin tu colaboración, quedarían incompletos. Fracasarían sin remedio.

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