viernes, 30 de julio de 2021

Fehérlófia (El hijo de la yegua blanca, 1981) Marcell Jankovics

Conocía de la existencia de Fehérlófia (El hijo de la yegua blanca, 1981), película de animación húngara dirigida por Marcell Jankovics, desde hace casi dos décadas, pero no me había animado a verla hasta hace unas semanas. Gracias, hay que reconocerlo, al magnífico ciclo de animación organizado por la Filmoteca Española y la no menos deslumbrante edición restaurada de Arbelos. Mi tardanza se debía a mera pereza, no a falta de ganas o de desconocimiento. Cuando se empezó a hablar de este película, a principios de este siglo, el acontecimiento pronto tomó carácter de redescubrimiento. Fehérlófia era una obra maestra de la animación y, por añadidura, de la cinematografía universal. Se trata de una excepción, una anomalía, que parecía haber surgido perfecta de la nada, sin dejar sucesores tras su paso. Desconexión que es un rasgo característico de la forma animada, tan proclive a principios deslumbrantes que no tienen continuidad alguna. Relámpagos que descubren vastos territorios inexplorados, pero que quedan sin cartografía.

Con tantas alabanzas, con tanta anticipación, lo normal es que hubiera sufrido una gran decepción al verla, seguida de un posterior rescate. Pues bien, no sólo me ha parecido a la altura de los elogios que se le dedicaban, sino incluso superior. Se trata de una obra máxima, rebosante de hallazgos y que deja en pañales cualquier otra obra coetánea... y muchas otras posteriores, a pesar de los inmensos avances técnicos de las últimas dos décadas. No, no exagero, y, si me notan entusiasmado, es por que lo estoy. Me atrevería a decir que mi larga espera ha valido la pena. Pero, se preguntarán, ¿qué tiene esta película de animación que la diferencia tanto de los demás?

En primer lugar su fidelidad rigurosa al material literario de partida. Se trata de un largo poema épico de Laszlo Arany en donde se anudan diferentes tradiciones populares y relatos de la creación, todo ello bajo la forma de la fábula y la leyenda tradicional. Un tipo de narración con el que todos hemos crecido -o al menos los que tenemos ya cierta edad-, pero que en las adaptaciones recientes -y no tan recientes- se tiende a aguar. Bien recubriéndolo de una sensiblería empalagosa -la marca de Disney desde 1930-, bien trufándolo de referencias jocosas a la cultura pop, añadidos astragantes que son comunes desde el primero de los Shrek (2001, Andrew Adamson, Vicky Jenson). Jankovics, por el contrario, mantiene su narración en el limbo de lo eterno y ajeno, que al tiempo es cercano y presente. Así, su narración avanza en triadas -tres dragones, tres hermanos, tres retos, tres castillos, tres rescates-, donde cada elemento presenta una peligro mayor -por ejemplo, en el caso de los dragones, tres, nueve y doce cabezas-. El lector - el oyente, en realidad- queda preso de ciclos que parecen sin salida, pero que sirven para mostrar la evolución del héroe y la gravedad de las amenazas a las que se enfrenta.

Fidelidad que se ve subrayada por la plasmación visual que se elige. No estamos hablando de ese hiperrealismo al que nos ha malacostumbrado la 3D, ni tampoco de una vulgarización humorística. Estamos hablando de auténticas ilustraciones que podrían haber figurado con honor en el libro que custodiase esas leyendas. Dibujos que no ocultan su origen en el lapiz y el pincel, sino que lo resaltan. Su razón de ser estriba en tornarse en símbolos, en conformar tapices, arabescos y mosaicos, donde las líneas se enroscan, cobran vida propia, al tiempo que los colores se tornan cegadores, eclipsando cualquier otra consideración. Diseños que son tan ajenos, tan maravillosos, tan extraños -y al tiempo, tan cercanos y tan queridos- como la misma leyenda ancestral a la que dan vida. Vuelta a un pasado, a un lujo y primor que estarían fuera de lugar en nuestro presente de fabricación en serie, pero con el que la película también realiza una conexión inesperada. Las potencias maléficas, los enemigos del héroe, son trasuntos de nuestras amenazas contemporáneas: maquinas bélicas inhumanas -bombas, tanques, cañones-, ciudades inhóspitas y devoradoras -cuya grandeza excluye al ser humano y sólo puede sostenerse esquilando todo lo que rodea-.

Belleza desusada, casi sobrenatural, que podría haberse quedado en mero derroche estético, en colección de estampas agradables, sino fuera porque, como en toda gran animación, el movimiento constituye su esencia. No hay un sólo momento en que la película devenga estática, en que se detenga, incierta de qué camino seguir. Todas sus imágenes son fugaces, en continua transformación y metamorfosis, mutando tanto interna como externamente, manteniendo una misma esencia en diferentes formas o transmutándose en otras por entero distintas. Abrumando a un espectador que llega a sentirse inerme, arrebatado a un estado de trance similar al de los chamanes que concibieron esas leyendas.

Y las vivieron en la realidad incontestable de su imaginación.

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