jueves, 29 de julio de 2021

A vueltas con lo mismo (yI)

 Prescindiendo de esta resistencia activa, que se manifestó en forma de levantamiento o insurrección frente al pueblo conquistador, el mundo indígena puso en marcha a lo largo de todo el periodo español otros diversos mecanismos de oposición al orden impuesto por los castellanos en suelo americano. No fue una oposición. No fue una oposición encarnizada y directa en la que el enfrentamiento se dirimiese con las armas, sino una actitud individual -y no pocas veces también colectiva- de abandono, de odio al invasor e incluso de deserción del propio grupo o comunidad étnica. Frente a las brutales consecuencias que derivaron del choque con la nueva realidad, en la que -como expresaba el Libro del Chilam Balam- <<mancillada está la vida y muere el corazón de las flores>>, hay abundantísimos testimonios de esa actitud que no dudamos en calificar como resistencia pasiva, que no pocas veces se manifestó en su forma más radical: el abatimiento propio, el suicidio y la muerte. Hay constancia de ello en todas las provincias indianas. Los informantes son a veces los propios aborígenes, y en estos casos las vivencias son muy directas. Pero también aluden al fenómeno los españoles, tanto religiosos como funcionarios y, sobre todo, la mayor parte de los viajeros extranjeros que conocieron en vivo la realidad americana en las décadas que siguieron a la Conquista.

 Ramón María Serrera, La América de los Habsburgo.

Leer un libro de esta categoría -bien documentado y estructurado, resultado de un esfuerzo riguroso de investigación- me produce una profunda tristeza en nuestra coyuntura actual. El porqué supongo que se lo pueden imaginar. El auge reciente del nacionalismo español -en realidad, una puesta al día de las ideas que conformaron y cristalizaron durante el régimen franquista- ha pervertido los términos del debate. En vez de estudiar lo que ocurrió en esa época -y preguntarnos, por ejemplo, por las estrategias utilizadas por la corona hispana para afianzar su dominio-, cualquier estudio deviene arma de combate. Hay que demostrar el error del contrario, cueste lo que cueste, malgastando en ese combate las energías que nos permitirían obtener una clara visión del periodo colonial. Esfuerzos, por otra parte, que en su mayoría resultan hueros, ya que las controversias políticas tienen mucho de guerras religiosas: los creyentes son refractarios a cualquier razonamiento, de manera que las refutaciones sólo sirven para confirmar la fe.

No piense que este magnífico libro de Ramón María Serrera, centrado en la América Hispana de 1492  a 1700, tiene un afán polémico. Su descripción de la conquista del espacio americano y de la consolidación del imperio ultramarino sigue, en líneas generales, lo que otros muchos estudiosos han puesto de manifiesto desde hace, al menos, medio siglo. Forma parte del consenso general y no debería sorprender a nadie. A menos claro que se parta de determinados postulados ideológicos: los de ese nacionalismo renacido, combativo y vocinglero. Según sus tesis, la conquista fue una gloria inigualada que vino seguida de la construcción de un imperio basado en la justicia, sin par en ese aspecto con los que ya habían existido y los que habrían de venir. La substitución de las civilizaciones precolombinas por la occidental, en su versión hispana, habría sido un bien para esa regiones, al remplazar atraso y barbare por cultura y progreso, expresado en ciudades barrocas, universidades, imprenta y religión cristiana.

Esa concepción, por mucho que se pretenda autóctona y original, no deja de ser una reelaboración del colonialismo del XIX. Al igual que los franceses tenían una Mission civilizatrice  y los británicos su White man's burden, el conquistador del siglo XVI estaba encargado de expandir la verdadera religión y la civilización cristiana. Eso implicaba, por tanto, eliminar las creencias autóctonas y destruir su estructura social. O al menos eliminar la élite gobernante para substituirla por una nueva: la de los conquistadores.  Este reemplazo de las clases dirigentes, en dónde los niveles inferiores de la pirámide social quedaban más o menos intactos, no es una particularidad del Imperio Hispano, puesto que casi todos los imperios que han existido han utilizado la misma estrategia, en mayor o menor medida. Es el caso, por ejemplo, del Imperio Romano, que intentaba tejer una jerarquía de alianzas en donde las élites locales sometidas devenían progresivamente ciudadanos romanos; o del Imperio Británico en la India, en donde una reducida clase de funcionarios mantenía un control laxo sobre cientos de millones de indios, en cuyas vidas cotidianas no se entrometía. Es sólo cuando el imperio se concibe como colonia al estilo romano - es decir, tierra destinada a ser poblada por el sobrante demográfico de la metrópoli- cuando se produce una auténtica substitución de poblaciones. Como ocurrió en los EE.UU ya independientes o en las recién independizadas repúblicas de Chile y Argentina.

En estos imperios mixtos -tenue capa de gobernantes provenientes de la metrópoli, inmensa mayoría de habitantes autóctonos sometidos- la constitución del imperio no se realiza por la fuerza bruta, sino interfiriendo en las discordias internas de la sociedad sometida. Un ejemplo clásico es la conquista de las Galias por César, que sólo se obró mediante la alianza con los Eduos y la justificación de la injerencia como medio para defender a los galos de germanos y helvecios. Algo similar ocurrió también en la India, donde los triunfos de Robert Clive en el siglo XVIII sólo se explican en el contexto de guerra de todos contra todos que siguió al derrumbamiento del Imperio Mogol. Esas situaciones de discordia interna -o de poder hegemónico aún no afianzado, como ocurrió con Cortés y los Aztecas- con injerencia externa derivan inevitablemente hacia la victoria del poder extranjero: una vez conseguida la victoria contra sus enemigos locales, las potencias indígenas aliadas del invasor se dan cuenta que su dominio no se queda limitado a los perdedores. Al poco se extiende también a los vencedores quienes, debilitados, ven fracasar sus intentos de rebelión. De nuevo, en ejemplo clásico, la alianza de la Liga Aquea contra el Reino Macedonio desemboca en subyugación de los primeros a manos de la República Romana, una vez extinguido el poder macedonio.

Como se ve, todo imperio necesita de la colaboración de fuerzas locales -antes y después de la conquista- para triunfar y consolidarse. En el caso de Cortés y los Aztecas, este papel fue jugado por los Tlaxcaltecas, quienes ofrecieron a los españoles la superioridad numérica que su tecnología y medios no podían garantizarle. Esta alianza -vigente hasta bien entrado el siglo XVI- es presentada por el neonacionalismo español como un ejemplo de la "bondad" del Imperio Hispánico. Tanto por su aparente papel liberador frente a la tiranía azteca como por la permanencia de un poder indígena, reconocido por tratados, y semiindependiente dentro del propio virreinato de Nueva España. Un argumento anunciado a los cuatro vientos, con orgullo y fanfarrias, por los representantes del nacionalismo hispano rampante, pero que casa mal con otros aspectos de sus reivindicaciones: en concreto, el acento sobre las proezas militares españoles, en las que se subraya la exigüidad de sus fuerzas y se difumina la contribución indígena. Una colaboración sin la cual esa misma conquista nunca se habría podido obrar, como demuestra el fracaso de los españoles en extenderse fuera de los imperios indios. Tanto hacia el norte, hacia el actual territorio de los EEUU, como al sur, hacia las tierras de la Patagonia.

Se deja así de lado otro factor de no menor importancia y, en este caso, característico del Imperio Español. Si la gran mayoría de Imperios no se entrometían en la vida de las comunidades sometidas, fuera del requerir contribuciones de impuestos y soldados, junto con aceptar el poder imperial y renunciar a cualquier intento de rebelión -caso del Imperio Otomano coetáneo-, el Imperio Hispano era esencialmente intervencionista. Su celo religioso obligaba a modificar de arriba abajo las estructuras sociales y culturales indígenas, un proceso que se obró tanto de forma involuntaria como voluntaria. Involuntaria, por el impacto demoledor de las enfermedades infecciosas, que desarticularon las estructuras indígenas al eliminar de un plumazo segmentos enteros de población; voluntaria, por el esfuerzo de misioneros y órdenes religiosas por imponer la religión cristiana, que tornaron imposibles rituales, festivales y tradiciones milenarias. Los indígenas se vieron así obligados a abandonar sus creencias, disfrazarlas o mantenerlas en la clandestinidad, estrategias que las autoridades religiosas reconocieron como peligrosas y persiguieron por todos los medios. Así lo demuestra que documentos esenciales para nuestro conocimiento del mundo maya postcolonial, como los múltiples Chilam Balaam procedentes del Yucatán, se han conservado en los archivos catedralicios como documentos requisados a los indígenas, en su calidad de pruebas centrales de los procesos incoados contra ellos. 

Aculturación que fue impuesta a su vez -y de forma incluso más pesada- desde el mundo seglar. La existencia del régimen de encomiendas, las sucesivas reducciones o las adaptaciones coloniales de prestaciones de trabajo indígenas -como la mita-  hicieron mil pedazos el universo mental indígena. Obligados a trabajar sin descanso para un señor -o para entidades abstractas-, forzados a habitar en nuevos asentamientos, ordenados a adoptar costumbres que les eran extrañas, los indígenas adoptaron múltiples estrategias de resistencia: vagancia, escaqueo, absentismo, empecimiento, sabotaje, la huida, incluso el suicidio. Mecanismos de defensa que multiplicaron el racismo con que los los conquistadores les juzgaban, para los que los indios eran vagos e indolentes, inferiores a los peninsulares, ya que parecían incapaces de cualquier actividad productiva. Al menos de aquellas que enriquecían a sus amos españoles.

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