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viernes, 28 de noviembre de 2008
A taste of Decay
Normalmente, la mejor estación para el anime es la primavera. En abril, las diferentes productoras botan sus buques insignias, para competir unas con otras, y en los siguientes cambios de estación, julio, octubre y enero, puede aparecer alguna serie notable, pero nada comparado con la avalancha del comienzo de año.
Esta vez, sin embargo, ha ocurrido lo contrario, la primavera apenas trajo alguna serie intersante como Soul Eater y Kaiba, mientras que este octubre se ha visto invadido por un acierto tras otro, al menos en mi opinión. Series interesantes tanto por su calidad, como por el hecho de constatar un cambio en el tono de las producciones, que si en los últimos años parecían infectadas del fenómeno moe y de diseños infántiles, de repente se han vueltos maduras en su aspecto y en su trama, rivalizando en ser obscuras y complejas.
Así, tenemos la estética retro, cargada de pesimismo y desesperación de Casshern Sins, de la que ya hablara anteriormente, la complejidad narrativa unida a la violencia naturalista de Kurozuka, el sorprendente perfeccionismo animado, unido a una narración completamente pop y desenfada, aunque de temas duros y despiadados, de Michiko to Hatchin o el experimentalismo sin complejos de Ef- A tale of Melodies, yendo un paso más allá de su predecesora, Ef - A tale of Melodies. Tal ha sido el cambio en el sabor de las producciones recientes, que incluso una serie moe por definición, como es Kannagi, ha servido de prueba de la decadencia inexorable de Kyoto Animation, incapaz de abandonar el viejo paradigma en Clannad-After Story, puesto que todas las virtudes que suponíamos en ese estudio, el detalle y el dinamismo, han reaparecido en esa producción de un estudio rival, realizada por un fugado de la casa madre.
Un surge inesperado, que muestra la fortaleza y la inventiva del anime, que muchos creían pasada, y que ha pillado de sorpresa a los mismos aficionados, que siguen series más-de-lo-mismo como Gundam 00 o la citada Clannad-After Story, mientras dejan de lado la avalancha de joyas de este otoño, como las ya citadas o la que voy a comentar en esta entrada, Mouryou no Hako, cuyas capturas encabazan es ta entrada.
¿Y que tiene esta serie que no tengan otras? Ambientada en el Japón de 1950, esa época en que el Jappón se recuperaba de una guerra cruel que intentaba olvidar por todos los medios, esta serie se caracteriza por tener un ambiente especial, un ambiente de decadencia y putrefacción que se extiende desde la iluminación de la serie, con sus colores apagados y casi desvaidos, a la propia historia, un conjunto de hilos narrativos aparentemente inconexos, cuya orden en la narración no se corresponde con el orden cronológico, pero que que suponen estrechamente conectados y obedeciendo a una lógica que se nos escapa.
Una irracionalidad y una ignorancia que la serie subraya borrando en muchos momentos la frontera entre lo real y lo real, o mejor dicho sumergiéndonos en los ensueños y daydreamings, de los personajes, como es el caso de la secuencia ilustrada al principio, sin avisarnos de donde perdemos pie o cruzamos la frontera, sino más bien al contrario, describiéndolos con tal precisión y lujo de detalles, que no podemos por menos de estar seguros de su realidad, al igual que los que los presencian.
Ambigüedad determinante y decisiva en una historia que oscila entre la más prosaica crónica criminal, una familia que lucha por una herencia, entrelazada con la persecución de un asesino en serie que descuartiza a sus víctimas y abandona, preciosamente embaladas, sus miembros aquí y allá, frente a la irrupción de lo maravilloso y sobrenatural en los ámbientes más realistas, en forma de cabezas vivientes conservadas en altares móviles, ángeles caídos a la tierra, en el camino hacia su putefracción y repentinamente ascendidos de nuevo a los cielos, o videntes capaces de ver cualquier cosa.
Pero aún así, esta serie no pasaría de ser una más, o mejor dicho no dejaría de ser un guión ilustrado con hermosos grabados, sino fuera por que en su traducción a dibujos animados, los animadores han sabido transcribir los más pequeños detalles, describirlos con primor exquisito, logrando así que lo oculto y lo escondido, lo que los personajes niegan y evitan, quede patente ante nuestros ojos.
jueves, 27 de noviembre de 2008
Total War (y III)
They found they could make little progress downriver, because their passage was blocked by flaming debris. On shore, they could only see a ring of fire. As the first light of down appeared, the boatmen lay on their oars and gaze at the stricken city. They and their two passenger were too shocked to speak. They merely wondered at the sight of a sun that looked more like a moon, a sickly yellow disc masked by pillars of smoke which towered over the landscape.
Max Hastings, Nemesis
Leía estos días de insomnio el libro The Cold War de Jeremy Isaacs and Taylor Downing, una de las mejores introducciones a la guerra fría que se puedan encontrar, simplemente por centrarse en los hechos y no las interpretaciones, y encontraba en el una curiosa anécdota sobre los días de la crisis de los misiles de Cuba.
En ella, el jefe de la aviación norteamericana, Curtis Le May intentaba convencer por todos los medios a Kennedy de bombardear cuanto antes y sin previo aviso la isla del Caribe, acción ofensiva que el presidente americano rechazó una y otra vez. Las razones de Le May eran conseguir inutilizar los silos de misiles y las plataformas de lanzamiento antes que los misiles soviéticos, en ruta hacia la isla, pudieran ser desplegados en esas instalaciones.
Desgradaciadamente, Le May no sabía lo que nosotros sabemos ahora y que Kennedy tampoco ignoraba: Antes de que comenzara el bloqueo naval, los soviéticos habian conseguido introducir en la Cuba comunusta treinta cabezas nucleares que podían ser disparadas en un tiempo mínimo, sin que el bombardeo estadounidense pudiera evitarlo. Treinta cabezas nucleares que podían destruir sendas ciudades de los EEUU y que hubieran sido el detonante de la tercera guerra mundial.
Si saco a colación a Le May es, como habrán podido intuir los aficionados a la segunda guerra mundial, es porque el general Le May fue el hombre al mando de la campaña estratégica de bombardeo sobre el Japón. Una campaña que, como conté ya en otra entrada, es lo más cercano a un crimen de guerra que cometieron los aliados, ya que en ella se arrasaron las grandes aglomeraciones urbanas japonesas conviertiéndolas en inmensos braseros, primero con explosivo convencional, para culminar luego con las dos bombas atómicas.
Unos hechos horrendos y repugnantes que ponen por sí solos en tela de juicio toda la campaña aliada, más si se considera que bombardeos convencionales como el de Tokyo fueron casi más mortiféros que las dos bombas atómicas, de manera que ese ansía por aplastar al Japón y a los Japoneses como si fueran cucharachas, no fue algo motivado por razones políticas, como podieran ser adelantarse a los rusos en el reparto de Asia, sino por una sed de destrucción y matanza que había terminado por contagiar a los aliados, inoculada por las potencias fascistas y militaristas contra las que luchaban.
Un contagio que se muestra en las entrevistas a los responsables directos de los hechos recogidas en The World at War, donde intentan demostrar que sus atrocidades no fueron tales y que fueron indispensables para ganar la guerra. Una mentira sobre mentira, puesto que también sabemos ahora que los que pusieron de rodillas al ejército japonés fueron los submarinos USA, cortando los suministros y negando la movilidad de la tropas (por ejemplo impidiendo reforzar la islas metropolitanas con el ejército desplegado en China y Manchuria), y que si los bombardeos consiguieron algo, fue simplemente hacer patente al pueblo japonés primero, y a sus dirigentes después, que la victoria era imposible y que el único camino era la rendición incondicional, aunque esto sólo tuviera lugar tras centenares de miles muertes civiles.
Y es aquí donde llegamos a una encrucijada. Durante toda la guerra el ejército y el gobierno japonés se habían comportado de forma inhumana con las poblaciones ocupadas, considerándolas como un recurso más que podía explotarse sin piedad alguna. Un trato que reflejaba la conducta de los mandos militares hacia sus soldados, a los que mantenían en un clima de terror, embarcaban rutinariamente en operaciones suicidas y mantenían en un estado de hambre constante, aparte de imbuirles en una absurda ética guerrera donde la muerte por el emperador era la culminación de la vida, aun cuando este sacrificio no sirviera para nada. Una concepción que, en los últimos meses de la guerra, se trasladó al propio pueblo japonés, que ante la cercana invasión debía luchar sin recursos ni armas contra los invasores, confiando en un último milagro que les concediera la victoria o extinguiéndose por completo.
Porque, como bien señala Hastings, la responsabilidad del ejército y el gobierno japonés en el exterminio de su propio pueblo es innegable, aunque éste exterminio fuera llevado a cabo por los bombarderos americanos. Desde el fracaso de las operaciones en las Filipinas, desde mucho antes incluso, desde la caída en el verano de 1944 de las Islas Marianas, aquellos que estaban en el poder sabían que la guerra no podía ganarse y que lo único a lo que podían esperar es que el coste de vidas americanas fuera tan alto que estos tirasen la toalla y pidiesen una paz negociada. Una jugada desesperada en la que no les importó apostar la vida de millones de japoneses inocentes abrasados en los bombardeos, y en la que incluso, tras las dos bombas atómicas, sectores importantes del ejército y el gobierno presionaron por sabotear la rendición y optar por una resistencia a ultranza en la que el japón se inmolase junto con sus invasores.
Una actitud ante la que sólo hay una respuesta sensata, la misma que expresara un humilde soldado raso británico por esa fechas.
A British infantryman gazing at bloated corpses on a Burman battlefield, vented the anger and frustration common to almost every allied soldier in those days, about the enemy's rejection of reason: "Ye stupid sods! Ye stupid Japanni sods! Look at fookin' state of ye! Ye wadn't listen - an' yer all fookin' dead! Tojo's way! Ye dumb bastards! Ye coulda bin supping chah an' screwin' geeshas in yer fookin' lal paper 'ooses - an' look at ye! Ah doan't knaw!
Un soldado de infatería observaba los cadáveres hinchados sobre un campo de batalla Birmano y desahogaba la ira y frustración comunes a casi todo los soldados aliados en ese tiempo, motivados por el rechazo a razonar del enemigo: ¡Estupi'os solda'os! ¡Estupi'os solda'os nipones! ¡Mirad en que puto esta'o estáis! ¡No queríais escuchar y os han reventado! ¡Al modo de Tojo!¡Estúpidos bastardos! ¡Podíais estar sorbiendo té y follando geishas en vuestras putas casitas de papel! ¡Miráos si podéis!
Max Hastings, Nemesis
Leía estos días de insomnio el libro The Cold War de Jeremy Isaacs and Taylor Downing, una de las mejores introducciones a la guerra fría que se puedan encontrar, simplemente por centrarse en los hechos y no las interpretaciones, y encontraba en el una curiosa anécdota sobre los días de la crisis de los misiles de Cuba.
En ella, el jefe de la aviación norteamericana, Curtis Le May intentaba convencer por todos los medios a Kennedy de bombardear cuanto antes y sin previo aviso la isla del Caribe, acción ofensiva que el presidente americano rechazó una y otra vez. Las razones de Le May eran conseguir inutilizar los silos de misiles y las plataformas de lanzamiento antes que los misiles soviéticos, en ruta hacia la isla, pudieran ser desplegados en esas instalaciones.
Desgradaciadamente, Le May no sabía lo que nosotros sabemos ahora y que Kennedy tampoco ignoraba: Antes de que comenzara el bloqueo naval, los soviéticos habian conseguido introducir en la Cuba comunusta treinta cabezas nucleares que podían ser disparadas en un tiempo mínimo, sin que el bombardeo estadounidense pudiera evitarlo. Treinta cabezas nucleares que podían destruir sendas ciudades de los EEUU y que hubieran sido el detonante de la tercera guerra mundial.
Si saco a colación a Le May es, como habrán podido intuir los aficionados a la segunda guerra mundial, es porque el general Le May fue el hombre al mando de la campaña estratégica de bombardeo sobre el Japón. Una campaña que, como conté ya en otra entrada, es lo más cercano a un crimen de guerra que cometieron los aliados, ya que en ella se arrasaron las grandes aglomeraciones urbanas japonesas conviertiéndolas en inmensos braseros, primero con explosivo convencional, para culminar luego con las dos bombas atómicas.
Unos hechos horrendos y repugnantes que ponen por sí solos en tela de juicio toda la campaña aliada, más si se considera que bombardeos convencionales como el de Tokyo fueron casi más mortiféros que las dos bombas atómicas, de manera que ese ansía por aplastar al Japón y a los Japoneses como si fueran cucharachas, no fue algo motivado por razones políticas, como podieran ser adelantarse a los rusos en el reparto de Asia, sino por una sed de destrucción y matanza que había terminado por contagiar a los aliados, inoculada por las potencias fascistas y militaristas contra las que luchaban.
Un contagio que se muestra en las entrevistas a los responsables directos de los hechos recogidas en The World at War, donde intentan demostrar que sus atrocidades no fueron tales y que fueron indispensables para ganar la guerra. Una mentira sobre mentira, puesto que también sabemos ahora que los que pusieron de rodillas al ejército japonés fueron los submarinos USA, cortando los suministros y negando la movilidad de la tropas (por ejemplo impidiendo reforzar la islas metropolitanas con el ejército desplegado en China y Manchuria), y que si los bombardeos consiguieron algo, fue simplemente hacer patente al pueblo japonés primero, y a sus dirigentes después, que la victoria era imposible y que el único camino era la rendición incondicional, aunque esto sólo tuviera lugar tras centenares de miles muertes civiles.
Y es aquí donde llegamos a una encrucijada. Durante toda la guerra el ejército y el gobierno japonés se habían comportado de forma inhumana con las poblaciones ocupadas, considerándolas como un recurso más que podía explotarse sin piedad alguna. Un trato que reflejaba la conducta de los mandos militares hacia sus soldados, a los que mantenían en un clima de terror, embarcaban rutinariamente en operaciones suicidas y mantenían en un estado de hambre constante, aparte de imbuirles en una absurda ética guerrera donde la muerte por el emperador era la culminación de la vida, aun cuando este sacrificio no sirviera para nada. Una concepción que, en los últimos meses de la guerra, se trasladó al propio pueblo japonés, que ante la cercana invasión debía luchar sin recursos ni armas contra los invasores, confiando en un último milagro que les concediera la victoria o extinguiéndose por completo.
Porque, como bien señala Hastings, la responsabilidad del ejército y el gobierno japonés en el exterminio de su propio pueblo es innegable, aunque éste exterminio fuera llevado a cabo por los bombarderos americanos. Desde el fracaso de las operaciones en las Filipinas, desde mucho antes incluso, desde la caída en el verano de 1944 de las Islas Marianas, aquellos que estaban en el poder sabían que la guerra no podía ganarse y que lo único a lo que podían esperar es que el coste de vidas americanas fuera tan alto que estos tirasen la toalla y pidiesen una paz negociada. Una jugada desesperada en la que no les importó apostar la vida de millones de japoneses inocentes abrasados en los bombardeos, y en la que incluso, tras las dos bombas atómicas, sectores importantes del ejército y el gobierno presionaron por sabotear la rendición y optar por una resistencia a ultranza en la que el japón se inmolase junto con sus invasores.
Una actitud ante la que sólo hay una respuesta sensata, la misma que expresara un humilde soldado raso británico por esa fechas.
A British infantryman gazing at bloated corpses on a Burman battlefield, vented the anger and frustration common to almost every allied soldier in those days, about the enemy's rejection of reason: "Ye stupid sods! Ye stupid Japanni sods! Look at fookin' state of ye! Ye wadn't listen - an' yer all fookin' dead! Tojo's way! Ye dumb bastards! Ye coulda bin supping chah an' screwin' geeshas in yer fookin' lal paper 'ooses - an' look at ye! Ah doan't knaw!
Un soldado de infatería observaba los cadáveres hinchados sobre un campo de batalla Birmano y desahogaba la ira y frustración comunes a casi todo los soldados aliados en ese tiempo, motivados por el rechazo a razonar del enemigo: ¡Estupi'os solda'os! ¡Estupi'os solda'os nipones! ¡Mirad en que puto esta'o estáis! ¡No queríais escuchar y os han reventado! ¡Al modo de Tojo!¡Estúpidos bastardos! ¡Podíais estar sorbiendo té y follando geishas en vuestras putas casitas de papel! ¡Miráos si podéis!
miércoles, 26 de noviembre de 2008
Wasting Life
Veía por segunda vez en una semana la película Killer of Sheep, rodada en 1977 por Charles Burnett, más que nada por intentar desentrañar el dialecto de los barrios pobres habitados por la población negra, pero ni por ésas.
Sin embargo, como ya me ocurriera la primera vez, a pesar de perder gran parte del diálogo, se me iban quedando imágenes aisladas, impresiones, relámpagos, como la brillante transición con que he abierto esta entrada, donde se pasa de los niños que juegan en la calle, en travesuras y pillerías algo brutales (unas diversiones que la gente de cierta edad reconocerá como parte de sus recuerdos), a los animales que el padre de estos niños debe matar como parte de su trabajo como matarife, casi estableciendo un cierto paralelismo entre ambas existencias, tan vacías de sentido las unas como las otras, encaminadas ambas al mismo destino inevitable.
Un clima de vacío, de dar vueltas a una cárcel de la que no hay salida (es más, una prisión de la cual los personajes son incapaces de imaginar una vía de escape) , que se convierte en una auténtica necesidad estética, requiriendo que la historia se narre y se estructure de una manera determinada. ¿La historia? He dicho historia y no he podido reprimir una sonrisa. Si algo define a esta película es precisamente que no tiene historia, que acaba sin conclusión, sin haber seguido nunca las líneas argumentales que ha ido apuntando aquí y allí. Toda la cinta no es más que un conjunto de anécdotas débilmente hilvanadas, sin aparente ligazón y relación, aparte de ocurrir a los mismos personajes en un tiempo y lugar determinado.
Dicho así, podría parecer que señalo un defecto, pero en este caso es una virtud, puesto que ese deslavazamiento, esa inconexión, ese vagar de un personaje a otro, de una situación a otra, sin que haya una justifición dramática que lo justifique, no se debe a un capricho estético, o a un intento de narración postmoderna que deje a la vista la tramoya del oficio, sino a un estricto y necesario rigor dramático. Atrapados en el Ghetto, sin posibilidad de salida, sin que siquiera les quede el deseo de huir, aplastados por tantos años de miseria y discriminación, los personajes vagan dando vueltas por el círculo infernal al que han sido condenados, repitiendo una y otra vez las mismas conductas estereotipadas. De esa manera, la falta de ideales, de objetivos, de destino, que ellos experimentan en sus propias vidas, se traslada al armazón estético de la propia película, que navega a la deriva, sin puntos de referencia, como las propias vidas que retrata, atrapándonos a nosotros, los espectadores, en esa misma zona de calmas mortales, a la que no llega el viento salvador.
Cárcel, zona de calmas, círculo infernal, conceptos que no sólo se reflejan en esa estructura narrativa fragmentada y deslavazada, sino en el propio aspecto visual de la película, o mejor dicho en lo que el director elije presentar en una obra decididamente realista como es ésta . Ciertos fragmentos, los combates entre los niños, el apredeamiento del tren que pasa, las gamberradas y pillerías sin ningún sentido, parecen ocurrir en algún país en subdesarrollo, no en la primera potencia mundial, como si repentinamente, al girar una esquina, hubiésemos sido trasladados a otro país, no en aquel en que creíamos vivir.
Un sentimiento de extrañeza, de estar y no estar, de ser apátridas en la propia patria, de constituir un cuerpo extraño que podría pensarse destinado a ser extirpado, que es amplificado por el hecho de que los personajes nunca llegan a salir del estrecho espacio en el que viven (su único viaje termina abruptamente con un pinchazo) o de la completa ausencia de personajes que no sean de raza negra, excepto una importante excepción, la de los dueños del economato, similares casi a aquellas factorías índias de los westerns, enviadas a traficar con los indios de las reservas.
Un clima cerrado y asfixiante que lleva a que las tensiones crezcan, a que la violencia, la delincuencia, la criminalidad se ejerzan entre los miembros de la misma raza, convirtiendo a los que podríamos llamar "hermanos" en sus peores enemigos, exacerbado todo por la situación de pobreza, siempre al borde de la miseria, en que viven.
Un conjunto de contradicciones reflejada en la propia anécdota personal del protagonista, ese Killer of Sheep, obligado a realizar un trabajo que le repugna para mantener a su familia y cuyo asco, acumulado día tras día, simbolizado por el insomnio que le desgasta por dentro, le va apartando lentamente de esa misma familía a la que ama.
domingo, 23 de noviembre de 2008
Etruscan Smiles
Ahora mismo, desde el 2 de octubre, se puede visitar la exposición Príncipes Etruscos, en el Caixaforum madrileño, una muestra a la que sólo le falta haber coincidido con la impresionante exposición que organizara el Museo Nacional de Arqueología, ahora cerrado por obras hasta no se sabe cuando.
De siempre, desde tiempos de los romanos, los etruscos han fascinado a cualquier persona interesada por el mundo clásico. Roma, ante todo, era una una ciudad etrusca, incluso en su helenismo, que heredara de esa civilización; de forma que basta con rascar un poco el barniz romano para que surja la piedra etrusca sobre la que se ha aplicado. Una herencia reconocida por los romanos que no basta para explicar la fascinación que produce esa civilización, sino fuera porque cuando los romanos empiezan a escribir su historia más antigua, allá por los tiempos de Augusto, esa cultura, su lengua y sus habitantes, ya se había desvanecido, y todo lo que a ella se refería estaba envuelto en leyendas y mitos.. que no hicieron mas que aumentar a medida que pasaban los siglos y la propia Roma y el helenismo se extinguían a su vez.
Y es que a pesar de que Roma era Etruria, y podía considerarse su hija, la civilización etrusca se nos mostraba como radicalmente distinta a Roma, casi opuesta a ella en muchos aspectos, como ocurre con la sonrisa enigmática, optimista y segura con la que nos saludan muchas de sus estatuas, una actitud abierta segura y confiada que no es posible encontrar en la producción griega o romana. En efecto, la estatuas griega, de las que una magnífica muestra se se puede admirar ahora mismo en el museo del Prado, se nos muestran ensimismada, ausentes, pertenecientes a un mundo que no es el nuestro, el de los héroes y los dioses, con el cual no podemos, ni podremos comunicarnos. Las estatuas romanas, sin embargo, si viven en este mundo, pero su mundo es el del poder y la jerarquía, en el que cada uno sabe su lugar, a quien manda y por quien es mandado, de manera que esas esculturas no son otra cosa que pruebas de ese status y esa posición que se tiene ante el mundo.
La estatua etrusca, sin embargo, pertenece a este mundo, y ya se trate de héroes, de dioses o de potentados, borra esas diferencias, acude a nosotros y nos invita a participar de esos placeres, de esas fiestas, de esa alegría, que se complace en representar en todas las ocasiones, incluso en el interior de la tumbas y las tapas de los sarcófagos.
¿Por qué ese optimismo vital, en el más y en la ultratumba, cabría preguntarse? Sin quererlo, aunque hayamos perdido ya la fe, aplicamos los conceptos de las religiones monoteístas que pertenecen a nuestra ámbito cultural, ya sea ésta Cristianismo, Judaísmo o Islám. Para todas ellas, la vida futura es la existencia en un reino celeste, a salvo de todo dolor y todas las tribulaciones, pero para las religiones que les precedieron la cuestión no estaba clara y más bien su respuesta era completamente negativa.
Para los Egipcios el alma estaba dividido en multitud de potencias, que necesitaban un soporte material, la momia, la estatua, la tumba para poder pervivir, e incluso así esa supervivencia estaba diariamente amenazada y tenía que ser protegida por constantes invocaciones y sortilegios, pudiendo terminarse en cualquier instante, incluso para los mismos dioses. Para Sumerios y Asirios, el mundo de ultratumba era subterráneo y obscuro, un lugar donde las almas vivían una existencia de dolor y hambre, alimentándose de tierra y odiando a los vivos, de manera que la diosa Innana/Ishtar podía amenazar a los dioses con abrir las puertas del infierno y permitir que los muertos, vueltos a este mundo, devorasen a los vivos. Un destino del que sólo los héroes divinizados podían escapar ascendiendo a los cielos junto a los dioses, concepción muy semejante a la de los griegos, que consideraban que excepto esos afortunados, el resto de la humanidad vivían como sombras, alimentándose de la sangre de los sacrificios de sus descendientes, lo cual llevo a fabular con un Elíseo en el interior de ese Hades, donde algunas almas dichosas pudieran escapar a esa obscuridad o a que los ritos mistéricos, como el de Eleusis, prometieran la salvación personal a aquellos que participasen en sus ceremonias secretas?
Incluso los primeros israelitas, los de antes de la cautividad babilónica e incluso casi hasta tiempos de Jesucristo, consideraban que el favor de dios se manifestaba en esta vida y que lo que había después era una existencia obscura, larvaría y subterránea, sin paraíso celeste, ni resurrección final.
¿Por qué entonces esa alegría de los etruscos en la muerte? ¿Por qué su insistencia en reflejar sus fiestas, sus banquetes, todos los placeres de esta corta vida, cuando nadie en su entorno pensaba lo mismo?
¿Por qué esa alegría y campechanía en sus dioses, que nada tiene de duros, estrictos o severos?
sábado, 22 de noviembre de 2008
No form, no shape, no meaning
A hand painted visualisation of sex in the mind's eye - Stan Brackhage hablando de su corto Love Song del año 2001.
Resulta una enorme injusticia que cuando autenticas nulidades cinematográficas son aplaudidas universalmente, incluso entre los guardianes de la crítica (y todos pueden hacer su lista privada de éxitos incomprensibles, no tengo porque tomarme ese trabajo), la obra de este cineasta experimental norteamericano apenas es comentada, recomendada o señalada, aun cuando su nombre es conocido por todos aquellos que saben, aun cuando desde 1950 hasta su muerte a primeros de este siglo no dejó de reinvertarse y de refinar su arte, sin apartarse del camino que se había marcado y sobre todo, sin venderse, ese valor que para nuestro ciclo cultural se ha convertido en un ídolo irrenunciable, aunque pocos, especialmente aquellos que más presumen de él, sean los que realmente lo poseen,
En el caso de Brackhage su obra puede dividirse en dos grandes corrientes, por una parte, la realidad filmada, filtrada y destilada hasta convertirse en abstracción, utilizando el montaje fragmentado, la ruptura de la secuencia temporal y la superposición de lo filmado, hasta convertir la realidad en algo irreconocible y mágico; mientras que por otra parte esa misma abstracción final se alcanza pintando directamente sobre el fotograma vacío, para proyectar luego esa serie de imágenes estáticas a la velocidad del proyector, impidiendo al ojo extraer una de ellas y consiguiendo que el propio cerebro del espectador las mezcle y monte, en un efecto hipnótico, que bien provoca el rechazo inmediato o la subyugación absoluta.
Dos vías, la de la realidad filmada y distorsionada, la de la abstracción pura proyectada, que acaban por no ser otra cosa que los reversos de una misma moneda, la cacofonía del mundo proyectada ante nuestros de los ojos, un desorde del cual sólo podemos extraer destellos, momentos, sonidos, pero no una regla que los unifique.... un mundo en tensión, preñado de significado y de alusiones, del que un simple parpadeo puede hacernos perder la clave que nos revele su sentido, y que obliga a Brackhage a renunciar al sonido y a la música, para que nada nos distraiga, para que nada nos conduzca por caminos equivocados. Un deseo por sumergir el espectador en la imagen, que el autor expresaba también en su preferencia porque estas obras fueran proyectadas en la intimidad, en las copias caseras que él mismo distribuía, y no en la masa anónima de la gran sala de proyección, y que ha hecho del DVD el mejor método para propagar su obra, al permitir verlo en la intimidad del hogar, sin distracciones, sin nada que nos aparte de esas imágenes.
Una forma de trabajo, la del corto Love Song, la de crear imágenes, pinturas independientes, que la velocidad del proyector convierte en un todo en el cual pierden su individualidad, que convierte a las capturas de arriba en un esfuerzo vano por representar el corto, puesto que es imposible capturar lo entrevisto, lo que puede ser simplemente un composite que no existe, algo creado por nuestro cerebro en su intento de dar un sentido a lo que no son sino formas y colores sin él. Un caos del cual sólo es posible pescar imágenes aisladas, las que salen cuando se da al pause, más o menos representativas, más o menos bellas, pero a las que le falta el movimiento aparente que les otorgan la transición apresurada entre las que le preceden y las que le suceden.
Una abstracción, (ese concepto del cual no se atreven a hablar los proponentes del cine anarrativo, ya que pertenece a otra esfera estética completamente separada de la suya) que resulta chocante aplicado a un tema como el de Love and Sex, el cual nos parece que debería ser ilustrado mediante los símbolos, es decir escondiendo el sudor, los lubricantes y el semen, o bien de la forma más cruda posible, reduciéndolo a maquinaria animal, oscilando siempre entre la cursilería y la brutalidad.
Todo lo contrario de la fiesta de color, de formas y relieves, sí de relieves, puesto que la iluminación lateral nos descubre los pegotes de pintura, que conforman este corto.
Pero también tenemos a un artista anciano, que empezó su carrera hacia 1950, que pasó medio siglo en activo dedicado por entero a su arte, y que sabe que le queda poco de vida (moriría unos años más tarde), para el cual la juventud es una cosa pasada, perdida en el recuerdo, y la decadencia y la tumba que ésta anuncia el presente inescapable, pero que no renuncia a celebrar con el ímpetu y la alegría de un joven que comenzase su andar en la vida.
A festejar aquello sin lo cual la vida no merece la pena ser vivida.
martes, 18 de noviembre de 2008
Stand by
Por si alguien se estaba preguntando por mi falta de actualizaciones...
- Cuando hace (casi) 20 años que se terminó la universidad, las semanas de curso con cinco horas seguidas de clase son agotadoras... tanto que es imposible escribir por mucho que uno lo desee, especialmente si después hay que continuar trabajando.
- Las cosas se terminan, mejor dicho, últimamente no hago otra cosa que poner fines, y aunque uno acabe en el punto de partida, es decir, sin perder ni ganar nada, el hecho es que no hay manera de recobrar el tiempo perdido ni de borrar los recuerdos.... ni por supuesto de volver a caminar los viejos senderos familiares, que de repente se tornan cerrados e inaccesibles.
- Las noches de insomnio son especialmente destructivas, especialmente cuando empieza a uno a encadenarlas, hasta asemejarse a un espectro, o las sufre en alterna, de forma que un día lo gasta en recuperarse del anterior.
miércoles, 12 de noviembre de 2008
Animated Passion
Algo que me sorprende siempre de la animación primitiva es su capacidad imaginativa, en concreto, su experimentalismo y su deseo constante por romper las propias normas que los mismos creadores han inculcado en el espectador.
Así ocurre con los cortos de Bosko realizados por Harmann e Ising que se han incluido en la última entrega de The Warner Golden Collection, recogiendo lo que podríamos llamar la Warner antes de la Warner, es decir, antes de que desembarcasen en ella gente como Tex Avery o Bob Clampett. Unos cortos que suelen tener mala fama, por su animación poco pulida y sus tramas erráticas, pero que beben de lo mejor de la tradición animada de los años 20 y 30, representada por las figuras míticas de los hermanos Fleischer y Otto Messner.
Una tradición que se basaba en jugar con las posibilidades de la línea y del grafismo, exprimiéndolas hasta el máximo incluso cuando esto suponía romper la línea narrativa, o mejor dicho, una manera donde la narración, el tema o la historia del corto no tenían ninguna importancia aparte de constituir la excusa para realizar el corto, y donde la hilazón de este, su ritmo interno, venía dada por la concatenación de los distintos gags, transformando unos en otros, siguiendo las posibilidades que cada uno de ellos abría, sin saber a donde podrían conducir y sin tener miedo a las consecuencias.
Una forma de enfocar el asunto completamente distinta a la de hoy en día, donde la animación parece ser la última tarea en la lista. En efecto, en la animación comercial occidental, se parte de un guión, un storyboard y unas actuaciones pregrabadas de actores reales, de manera que muchas veces el trabajo del animador no pasa de ser un ilustrador de un material preexistente, provocando que el resultado final tenga cierto aire de haber sido domado y podado, cuando no embutido en un espacio que no es el suyo. Todo lo contrario de estos primitivos cuyos cortos parecen anárquicos y surreales, sin que se pueda predecir nunca lo que va a ocurrir al momento siguiente, indefinición y arbitrariedad que les dota de un encanto especial que la perfección técnica de ahora mismo es incapaz de reproducir.
Un encanto, basado en lo inesperado, que ilustra perfectamente el ejemplo que he puesto al inicio. Una muestra perfecta de la afición de estos pioneros por mostrar la trastienda del oficio sin tener miedo a saltar del plano animado al plano real y siendo postmodernos antes de que este concepto siquiera existiese.... como también muestra su incréible sentido del humor, junto con la libertad creativa que gozaban, al poder terminar un corto con la huida de los responsables tras descubrir que no pueden terminarlo decentemente.