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miércoles, 26 de noviembre de 2008
Wasting Life
Veía por segunda vez en una semana la película Killer of Sheep, rodada en 1977 por Charles Burnett, más que nada por intentar desentrañar el dialecto de los barrios pobres habitados por la población negra, pero ni por ésas.
Sin embargo, como ya me ocurriera la primera vez, a pesar de perder gran parte del diálogo, se me iban quedando imágenes aisladas, impresiones, relámpagos, como la brillante transición con que he abierto esta entrada, donde se pasa de los niños que juegan en la calle, en travesuras y pillerías algo brutales (unas diversiones que la gente de cierta edad reconocerá como parte de sus recuerdos), a los animales que el padre de estos niños debe matar como parte de su trabajo como matarife, casi estableciendo un cierto paralelismo entre ambas existencias, tan vacías de sentido las unas como las otras, encaminadas ambas al mismo destino inevitable.
Un clima de vacío, de dar vueltas a una cárcel de la que no hay salida (es más, una prisión de la cual los personajes son incapaces de imaginar una vía de escape) , que se convierte en una auténtica necesidad estética, requiriendo que la historia se narre y se estructure de una manera determinada. ¿La historia? He dicho historia y no he podido reprimir una sonrisa. Si algo define a esta película es precisamente que no tiene historia, que acaba sin conclusión, sin haber seguido nunca las líneas argumentales que ha ido apuntando aquí y allí. Toda la cinta no es más que un conjunto de anécdotas débilmente hilvanadas, sin aparente ligazón y relación, aparte de ocurrir a los mismos personajes en un tiempo y lugar determinado.
Dicho así, podría parecer que señalo un defecto, pero en este caso es una virtud, puesto que ese deslavazamiento, esa inconexión, ese vagar de un personaje a otro, de una situación a otra, sin que haya una justifición dramática que lo justifique, no se debe a un capricho estético, o a un intento de narración postmoderna que deje a la vista la tramoya del oficio, sino a un estricto y necesario rigor dramático. Atrapados en el Ghetto, sin posibilidad de salida, sin que siquiera les quede el deseo de huir, aplastados por tantos años de miseria y discriminación, los personajes vagan dando vueltas por el círculo infernal al que han sido condenados, repitiendo una y otra vez las mismas conductas estereotipadas. De esa manera, la falta de ideales, de objetivos, de destino, que ellos experimentan en sus propias vidas, se traslada al armazón estético de la propia película, que navega a la deriva, sin puntos de referencia, como las propias vidas que retrata, atrapándonos a nosotros, los espectadores, en esa misma zona de calmas mortales, a la que no llega el viento salvador.
Cárcel, zona de calmas, círculo infernal, conceptos que no sólo se reflejan en esa estructura narrativa fragmentada y deslavazada, sino en el propio aspecto visual de la película, o mejor dicho en lo que el director elije presentar en una obra decididamente realista como es ésta . Ciertos fragmentos, los combates entre los niños, el apredeamiento del tren que pasa, las gamberradas y pillerías sin ningún sentido, parecen ocurrir en algún país en subdesarrollo, no en la primera potencia mundial, como si repentinamente, al girar una esquina, hubiésemos sido trasladados a otro país, no en aquel en que creíamos vivir.
Un sentimiento de extrañeza, de estar y no estar, de ser apátridas en la propia patria, de constituir un cuerpo extraño que podría pensarse destinado a ser extirpado, que es amplificado por el hecho de que los personajes nunca llegan a salir del estrecho espacio en el que viven (su único viaje termina abruptamente con un pinchazo) o de la completa ausencia de personajes que no sean de raza negra, excepto una importante excepción, la de los dueños del economato, similares casi a aquellas factorías índias de los westerns, enviadas a traficar con los indios de las reservas.
Un clima cerrado y asfixiante que lleva a que las tensiones crezcan, a que la violencia, la delincuencia, la criminalidad se ejerzan entre los miembros de la misma raza, convirtiendo a los que podríamos llamar "hermanos" en sus peores enemigos, exacerbado todo por la situación de pobreza, siempre al borde de la miseria, en que viven.
Un conjunto de contradicciones reflejada en la propia anécdota personal del protagonista, ese Killer of Sheep, obligado a realizar un trabajo que le repugna para mantener a su familia y cuyo asco, acumulado día tras día, simbolizado por el insomnio que le desgasta por dentro, le va apartando lentamente de esa misma familía a la que ama.
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