They found they could make little progress downriver, because their passage was blocked by flaming debris. On shore, they could only see a ring of fire. As the first light of down appeared, the boatmen lay on their oars and gaze at the stricken city. They and their two passenger were too shocked to speak. They merely wondered at the sight of a sun that looked more like a moon, a sickly yellow disc masked by pillars of smoke which towered over the landscape.
Max Hastings, Nemesis
Leía estos días de insomnio el libro The Cold War de Jeremy Isaacs and Taylor Downing, una de las mejores introducciones a la guerra fría que se puedan encontrar, simplemente por centrarse en los hechos y no las interpretaciones, y encontraba en el una curiosa anécdota sobre los días de la crisis de los misiles de Cuba.
En ella, el jefe de la aviación norteamericana, Curtis Le May intentaba convencer por todos los medios a Kennedy de bombardear cuanto antes y sin previo aviso la isla del Caribe, acción ofensiva que el presidente americano rechazó una y otra vez. Las razones de Le May eran conseguir inutilizar los silos de misiles y las plataformas de lanzamiento antes que los misiles soviéticos, en ruta hacia la isla, pudieran ser desplegados en esas instalaciones.
Desgradaciadamente, Le May no sabía lo que nosotros sabemos ahora y que Kennedy tampoco ignoraba: Antes de que comenzara el bloqueo naval, los soviéticos habian conseguido introducir en la Cuba comunusta treinta cabezas nucleares que podían ser disparadas en un tiempo mínimo, sin que el bombardeo estadounidense pudiera evitarlo. Treinta cabezas nucleares que podían destruir sendas ciudades de los EEUU y que hubieran sido el detonante de la tercera guerra mundial.
Si saco a colación a Le May es, como habrán podido intuir los aficionados a la segunda guerra mundial, es porque el general Le May fue el hombre al mando de la campaña estratégica de bombardeo sobre el Japón. Una campaña que, como conté ya en otra entrada, es lo más cercano a un crimen de guerra que cometieron los aliados, ya que en ella se arrasaron las grandes aglomeraciones urbanas japonesas conviertiéndolas en inmensos braseros, primero con explosivo convencional, para culminar luego con las dos bombas atómicas.
Unos hechos horrendos y repugnantes que ponen por sí solos en tela de juicio toda la campaña aliada, más si se considera que bombardeos convencionales como el de Tokyo fueron casi más mortiféros que las dos bombas atómicas, de manera que ese ansía por aplastar al Japón y a los Japoneses como si fueran cucharachas, no fue algo motivado por razones políticas, como podieran ser adelantarse a los rusos en el reparto de Asia, sino por una sed de destrucción y matanza que había terminado por contagiar a los aliados, inoculada por las potencias fascistas y militaristas contra las que luchaban.
Un contagio que se muestra en las entrevistas a los responsables directos de los hechos recogidas en The World at War, donde intentan demostrar que sus atrocidades no fueron tales y que fueron indispensables para ganar la guerra. Una mentira sobre mentira, puesto que también sabemos ahora que los que pusieron de rodillas al ejército japonés fueron los submarinos USA, cortando los suministros y negando la movilidad de la tropas (por ejemplo impidiendo reforzar la islas metropolitanas con el ejército desplegado en China y Manchuria), y que si los bombardeos consiguieron algo, fue simplemente hacer patente al pueblo japonés primero, y a sus dirigentes después, que la victoria era imposible y que el único camino era la rendición incondicional, aunque esto sólo tuviera lugar tras centenares de miles muertes civiles.
Y es aquí donde llegamos a una encrucijada. Durante toda la guerra el ejército y el gobierno japonés se habían comportado de forma inhumana con las poblaciones ocupadas, considerándolas como un recurso más que podía explotarse sin piedad alguna. Un trato que reflejaba la conducta de los mandos militares hacia sus soldados, a los que mantenían en un clima de terror, embarcaban rutinariamente en operaciones suicidas y mantenían en un estado de hambre constante, aparte de imbuirles en una absurda ética guerrera donde la muerte por el emperador era la culminación de la vida, aun cuando este sacrificio no sirviera para nada. Una concepción que, en los últimos meses de la guerra, se trasladó al propio pueblo japonés, que ante la cercana invasión debía luchar sin recursos ni armas contra los invasores, confiando en un último milagro que les concediera la victoria o extinguiéndose por completo.
Porque, como bien señala Hastings, la responsabilidad del ejército y el gobierno japonés en el exterminio de su propio pueblo es innegable, aunque éste exterminio fuera llevado a cabo por los bombarderos americanos. Desde el fracaso de las operaciones en las Filipinas, desde mucho antes incluso, desde la caída en el verano de 1944 de las Islas Marianas, aquellos que estaban en el poder sabían que la guerra no podía ganarse y que lo único a lo que podían esperar es que el coste de vidas americanas fuera tan alto que estos tirasen la toalla y pidiesen una paz negociada. Una jugada desesperada en la que no les importó apostar la vida de millones de japoneses inocentes abrasados en los bombardeos, y en la que incluso, tras las dos bombas atómicas, sectores importantes del ejército y el gobierno presionaron por sabotear la rendición y optar por una resistencia a ultranza en la que el japón se inmolase junto con sus invasores.
Una actitud ante la que sólo hay una respuesta sensata, la misma que expresara un humilde soldado raso británico por esa fechas.
A British infantryman gazing at bloated corpses on a Burman battlefield, vented the anger and frustration common to almost every allied soldier in those days, about the enemy's rejection of reason: "Ye stupid sods! Ye stupid Japanni sods! Look at fookin' state of ye! Ye wadn't listen - an' yer all fookin' dead! Tojo's way! Ye dumb bastards! Ye coulda bin supping chah an' screwin' geeshas in yer fookin' lal paper 'ooses - an' look at ye! Ah doan't knaw!
Un soldado de infatería observaba los cadáveres hinchados sobre un campo de batalla Birmano y desahogaba la ira y frustración comunes a casi todo los soldados aliados en ese tiempo, motivados por el rechazo a razonar del enemigo: ¡Estupi'os solda'os! ¡Estupi'os solda'os nipones! ¡Mirad en que puto esta'o estáis! ¡No queríais escuchar y os han reventado! ¡Al modo de Tojo!¡Estúpidos bastardos! ¡Podíais estar sorbiendo té y follando geishas en vuestras putas casitas de papel! ¡Miráos si podéis!
La expresión del soldado británico traslada un sentimiento de horror y desconsuelo ante las propias manos ensangrentadas que todavía, después de 60 años, es transmisible y se siente en carne propia, que el enemigo caído no es un simple saco de sangre y huesos que constata una victoria militar, sino que es el resto de un universo propio que gozó alguna vez de la vida.
ResponderEliminarPrecisamente fue ésa una de las razones por las que lo elegí. El sentimiento de inutilidad antes esa pérdida de vidas humanas que bien pudieran haber estado disfrutando tranquilamente y no pereciendo horriblemente en lugares dejados de la mano de dios.
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