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miércoles, 5 de febrero de 2020

Esperando a que tiren la bomba (y XI)








































En esta revisión de películas sobre la bomba atómica le ha llegado el turno a un film de fama inmensa, un tanto desmesurada. Se trata de The Day After (El día después, 1983, Nicholas Meyer) que supuso un antes y un después en la historia de la televisión, medio para el que fue filmada originalmente. Todo telespectador de aquélla década, entre los que me cuento, oyó hablar de ella y del debate que despertó. Tal fue el revuelo, comentado en noticiarios y programas de actualidad, que al menos llegó a ver, como es también mi caso, una secuencia específica: aquélla en que múltiples explosiones atómicas volatilizaban a los habitantes de Kansas City, fugazmente transformados en esqueletos andantes. Sólo esa escena, por su descarnada brutalidad, bastaba para traumatizar a cualquiera, dejando un recuerdo imborrable, como puedo atestiguar. Habiéndola visto con 15 años, me ha acompañado desde entonces y me atrevería a decir que conformo mi obsesión, auténtico pánico, al apocalipsis nuclear, así como mi incipiente pacifismo.

El impacto de la película no se limitaba a esa escena. Como ya les he indicado, es imposible realizar una película sobre una guerra nuclear total sin hablar de las víctimas civiles. En un conflicto de ese tipo no tiene cabida el heroísmo, puesto que las hostilidades se consumirán por su propio impulso, a las pocas horas de haber comenzado, dejando tras su paso un inmenso cementerio. Sin embargo, hasta esa década, en la que confluyen varias películas con ese mismo tipo e intenciones, nadie se había atrevido a contar la horripilante verdad. Los pocos que lo habían intentado, como Peter Watkins y su The War Game (1966), habían visto sus obras retiradas de las proyecciones públicaz. Censuradas por unos gobiernos temerosos de admitir su impotencia a la hora de proteger a la población civil frente a la aniquilación termonuclear.

The Day After, por tanto, fue la primera, históricamente, en romper el tabú. En señalar en imágenes convincentes, vistas por decenas de millones de personas, que tras un conflicto nuclear la civilización se desplomaría, como poco, a niveles del siglo XVIII, sin que pudiera volver a recuperarse. La técnica y las comodidades acumuladas durante dos siglos de progreso serían barridas por completo. Ni el estado, ni las propias comunidades locales, podrían hacer nada por proteger y ayudar a los supervivientes. Los que no murieran de sus heridas, lo irían haciendo lentamente, envenenados por la radiación, acumulada en forma de lluvia radiactiva. Las zonas más afectadas quedarían convertidas en desiertos radiactivos, zonas prohíbidas donde nadie se atrevería a penetrar, pero incluso fuera de allí, en areas menos afectadas la agricultura y la ganadería se verían amenazadas, disminuidos en extremo. La hambrunas volverían a la historia humana y, con ellas, las violencias despiadadas que eran la tónica del pasado.

Tal fue la conmoción que provocó que, se dice, incluso el propio presidente Reagan se vio afectado por ella. De ser un halcón militarista, cuya intransigencia anticomunista había llevado ese mismo año, 1983, casi a un punto de no retorno, pasó a estar obsesionado con desactivar el peligro nuclear, dispuesto a negociar con los rusos si hacía falta. Se podría considerar así a The Day After como uno de los muchos principios del fin de la Guerra Fría, de un interés histórico claro, pero que no debería hacernos sobrevalorar su valor artístico. Lo cierto es que, como película, The Day After es una obra mediocre, cuando no mala, a la que da más prestigio la importancia de lo que quiere contar que el modo en que lo ha contado.

Ya en su tiempo se le acusó de sensiblería y sentimentalismo y hay que reconocer, ahora que la he podido ver entera, que acertaron en parte. La película adolece de un vicio muy común al cine americano: el intentar que los espectadores empaticen con los protagonistas introduciéndonos en sus vidas. Esto en sí no está mal y podría haber amplificado el impacto de la catástrofe posterior, pero como ocurre en el cine de Hollywood los problemas que se nos presentan son estereotipados: la hija que se independiza de sus padres y se marcha de casa, la boda frustrada entre dos familias, las discusiones entre un matrimonio por el trabajo del hombre. La película pierde una hora entera en narrarnos topicazos y nimiedades que hemos visto infinidad de veces en telefilmes y series, con el agravante de que esos hechos apenas tienen influencia en la acción posterior. Los personajes parecen actuar luego, tras la catástrofe, como si los lazos afectivos, esos mismos que se han subrayado con insistencia, no hubieran existido en absoluto. No se siente, en casi ningún momento, el desgarro personal, paralizante y demoledor, de los supervivientes ante sus familias rotas.

No ayuda tampoco que se nos presente a multitud de personajes incensarios en esa hora, Muchos de los cuales están ahí solamente para morir cuando estallan las bombas, pero en realidad que sólo sirven para distraer al espectador, que no sabe donde colocarlos. Una confusión narrativa aumentada por los continuos excursos para mostrar como reaccionan las fuerzas armadas norteamericanas. En justicia, esas escenas dan a entender que son los EEUU los que lanzan primero los misiles, justificando así su inclusión en la trama, pero el montaje es tan errático, tan tosco y torpe, que no consigue su objetivo principal: ir aumentando la tensión dramatica hasta desembocar en un estallido, coincidente con el de las cabezas nucleares. Podría pensarse que, tras la larga presentación que constituye la primera hora y tras el clímax de la mitad de metraje, la segunda parte, la que narra el auténtico día después, mejoraría, pero no es así. La dirección de Nicholas Meyer es tan plana, el guión tan deslavazado, que todo acaba por desmoronarse.

No me gusta hacer comparaciones, pero la lógica implacable, la coherencia monolítica que vertebraba The War Game brilla por su ausencia en The Day After. En la primera película, al espectador le daban una paliza moral, no se le  daba tiempo a asimilar los muchos horrores que presenciaba, ni a poder concebir una salida al infierno en que se veía sumido. Su propósito, de advertir horrorizando, se cumplía asñi con creces. En el caso de la segunda, por el contrario, acaba uno jugando a encontrar las inconsistencias de guión, tan desapegado se siente uno de los destinos de los personajes. Por ponerles un ejemplo, en una de las escenas, para mostrar la amplitud de la catástrofe en una granja, la cámara se recrea en los cuerpos sin vida de los animales domésticos, esparcidos por las tierras de labor: vacas, caballos, cerdos. Sin embargo, en una escena posterior, esa misma familia tiene no uno, sino hasta tres caballos. Un bien tan escaso, tan vital para la supervivencia, que resulta difícil saber como habrán podido obtenerlo. Sin violencia, claro.

Es una pena, porque con un guion mejor trabado y un director de talento, The Day After podría haber rozado el nivel de obra maestra. O al menos quedar a la altura de su importancia histórica.

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