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domingo, 2 de febrero de 2020

Los nuevos/viejos caminos

Miguel Ángel Campano, Rithm & Blues

Han coincidido, en el MNCARS, dos muestras de artistas españoles contemporáneos. Por un lado, la titulada D'Apres y dedicada al pintor Miguel Ángel Campano, quien apenas tuvo tiempo de colaborar en ella antes de su muerte hace dos años. Por otro, Abandonar la escritura, que se centra en la figura del poeta experimental Ignacio Gómez de Liaño, aún vivo y que no se muerde la lengua a la hora de defender ciertas opciones políticas muy recientes y no menos despreciables. Vaya por delante, que he visto ambas exposiciones con cierto apresuramiento, a pesar del interés de su contenido, así que, por desgracia, mis comentarios no van a pasar de superficiales y estereotipados.

Con claridad, Campano se inscribe en la larga y caudalosa corriente de la pintura abstracta, ya centenaria. Incluso, a primera vista, se le podría encuadrar con los informalismos que surgieron, un tanto a destiempo, a finales de los cincuenta en la España de la dictadura, si no fuera porque Campano pertenece una generación posterior, la que desarrollaría su obra en tiempos de la transición y la democracia. Una época, no se olvide, que presencia la quiebra de la modernidad y su disolución en el posmodernismo de los ochenta, por lo que cualquier intento de perseverar en la abstracción - o en cualquiera de los dejes modernos- por fuerza debería parecer anticuado. Una mirada hacia un pasado que comenzaba a ser historia, de ésa que permanece cogiendo polvo en los manuales especializados.

Hay que reconocer que Campano, en su larga trayectoria, no se limitó a encontrar una fórmula reconocible que pudiese rentabilizar con facilidad. Su obra se caracteriza por una elogiable experimentación, en la que abundan los vuelcos completos, los bruscos virajes. Tan radicales que se podría confundir esta exposición monográfica con una colectiva, en la que se hubiese ilustrado una época y un estilo artístico describiendo un sistema solar de pintores, con sus influencias y referencias. No obstante, a pesar del afán renovador de Campano, sus pinturas pueden clasificarse en dos ramas bien diferenciadas de la abstracción: la colorista, a la que volvería una y otra vez, que remitiría tanto al primer Kandinski como a los autores más dinámicos del informalismo de los cincuenta,  enfrentad un geometrismo monocromático de acabado tosco y áspero, no tanto al estilo de la Bauhaus y sus reencarnaciones de posguerra, pero sí con claras referencias a Malevich y a los supermantistas.

Dos opciones entre las que prefiero la colorista, quizás por aparecerme más musical y menos cerebral.





Respecto a Liaño, su obra se inscribe en la exploración de un problema que la modernidad no supo resolver y que la posmodernidad adoptaría como uno de sus rasgos definitorios. Hacia los sesenta del pasado siglo quedó claro que las divisiones entre las artes se habían convertido en corsés, que limitaban la expresividad del artista y el impacto sobre los espectadores. Nació así el concepto de artes extendidas, que buscaba romper esas barreras entre técnicas y formatos, con el objetivo de rescatar el arte de unos museos que habían devenido templos sacrosantos, cuando no mausoleos inaccesibles. Lugares en los que el carácter sagrado de lo expuesto imposibilitaba cualquier otra reacción que no fuera la de sumisión, humillación y adoración. Sin dudas y sin fisuras.

Esa reacción no era nueva, puesto que su primera expresión había tenido lugar con el Dadá de 1910, del cual estos artistas se proclamaban herederos y admiradores. La diferencia es que sólo en los años sesenta pasó a formar parte de la corriente principal de la creación artística, mientras que las categorías tradicionales se tornaban caducas, por mucho que hubieran vertebrado hasta entonces las vanguardias. Así, la poesía, que es el campo que cultiva Gómez de Liaño, busca escapar de las páginas de los libros e invadir la vida cotidiana, ya sea en forma de manifiestos en video -que ahora youtube permite alcanzar una difusión masiva-, instalaciones en que las frases se convierten en paisajes, juegos que utilizan el azar y la arquitectura para generar poemas de forma aleatoria -y supuestamente de variedad infinita-. o esculturas-paradoja donde el temblor del poema se materializa en objeto visible.

¿Funciona? Es discutible y ese es su mayor fracaso. Si se pretendía que el arte de vanguardia llegase e  influyese a amplios sectores de la población, en especial los que no tienen tiempo o inclinación para apreciarlo, el experimento se ha cerrado con un fiasco. Este arte extendido/expandido, diseñado para la calle, concebido para la participación de todos, ha devenido otro prisionero más de los museos de arte contemporáneo a los que tanto detestaba. Una curiosidad ante la que desfilan escasos curiosos, que no ocultan su desinterés  y aburrimiento.

Un arte para nuevas élites, como el antiguo. Como mucho para quienes conocen la broma.

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