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sábado, 8 de febrero de 2020

La revolución será televisada























En una entrada anterior les hablaba de Autobiografia lui Nicolae Ceaușescu (La autobiografía de Nicolás Ceaucescu, 2010) de Andrei Ujica, documental donde se historiaba la dictadura de Nicolai Ceaucescu utilizando sus propias filmaciones propagandísticas. Unos años antes, en 1992, Ujica y Harum Farucki habían realizado otra aproximación al régimen comunista rumano. Videogramme einer Revolution (Videogramas de una revolución) se centraba en los cinco días fatídicos, del 21 al 25 de diciembre de ese año, durante los que el mundo asistió, boquiabierto, al derrumbamiento del régimen rumano. De nuevo, como en Autobiografia lui Nicolae Ceaușescu, utilizando imágenes rodadas en situ esa semana fatídica. Tanto las de la televisión pública rumana, en emisión casi continua durante esos días, como los de cámaras anónimos que sintieron la obligación de dar testimonio de esa revolución. Tarea esta última de una dificultad y un riesgo difíciles de concebir en un mundo, como el actual, donde cualquiera lleva en el bolsillo una micro cámara capaz de enviar sus imágenes, en directo, a cualquier lugar del mundo.
 
Sintetizar esos cinco días de emisiones, 120 horas como mínimo, en apenas 120 minutos es ya un reto al alcance de muy pocos directores. Sin embargo, Farucki y Ujica van un paso más allá, puesto que su film no es sólo una crónica de ese periodo, sino un análisis del significado, utilización y manipulación de las imágenes filmadas. Tanto de lo que las autoridades, dictatoriales y revolucionarias, querían que se supiese, como de lo que la población podía entrever. Porque esa revolución, al contrario que todas las anteriores y en oposición a las que vendrían después, hizo realidad el lema de los rebeldes de los años 60: la próxima revolución será televisada. En ese otoño fatídico -apenas contaba yo con 22 años-, todos estábamos pendientes de la televisión. Ante nuestros ojos, lo impensable, lo imposible estaba sucediendo. Aquel bloque del este, que imaginábamos monolítico e inamovible, perenne y eterno, si no fuera por la fuerza apocalíptica de la guerra nuclear, se estaba viniendo abajo. Como si durante todos esos años hubiera sido un decorado de cartón piedra, mantenido en pie por nuestra propia obcecación en descartar que existiera otro mundo posible.

El último en caer fue Ceaucescu y su régimen, en medio de una violencia represiva como no se había visto en Europa desde tiempos de la revuelta húngara de 1954. El punto de inflexión, tras días de enfrentamientos y tumultos en la ciudad de Timisoara, tuvo lugar durante una manifestación masiva, organizada por el propio gobierno, frente al palacio presidencial de Bucarest. Como todas las concentraciones de ese tipo, su objetivo era propagandístico, tanto hacia el interior como al exterior. Quien viera la retransmisión de ese acontecimiento, con Caucescu arengando a una multitud que proclamaba su adhesión inquebrantable al régimen, debía quedar convencido de que no había fisuras en el sistema, ninguna desafección entre las masas. Lo que pudiera estar ocurriendo -si es que ocurría algo, puesto que la propaganda oficial lo negaba de plano- había sido provocado por un minoria de espías y conspiradores a sueldo del extranjero. Pronto serían identificados, apresados y encarcelados. Si acaso, si se había cometido algún exceso, sólo era producto de error o negligencia. De igual manera, los responsables serían castigados.

Pero se produjo lo impensable. En medio de la retransmisión, como pueden ver en las imágenes que abren la entrada, Ceaucescu vaciló. Un griterío inesperado se elevaba de la multitud que debía vitorearlo. Por supuesto, la cámara no se movió un ápice, ni cambió su enfoque, aunque otras, como mostrarán más tarde Farucki y Ujica en el documental, sí que estaban grabando la confusión que se había apoderado de la multitud. Todo estaba aún bajo control, aún era posible fingir calma, evitar que la población se enterase, si no fuera porque en ese instante se produjeron dos hechos inesperados. Un guardia se acercó a Ceaucescu y le susurró que estaban entrando en el palacio -¿quiénes?-, palabras escuchadas por todos los televidentes. Acto seguido, la transmisión se interrumpió bruscamente.

Cualquier habitante de una dictadura hubiera podido, en ese momento, detectar la debilidad, la fragilidad, la impotencia, de un sistema que empezaba a perder su control sobre los acontecimientos.













Por supuesto, un régimen de este tipo tenía que morir matando. Esa misma noche, tras la humillación pública sufrida por Ceaucescu, el régimen anuncio el suicidio del ministro de defensa, acusado de traición y de las muertes en Timisoara. Por primera vez, se admitía la gravedad de la situación en esa ciudad, además de revelar una  lucha de poder, sucia y despiadada, en las más altas cúpulas del poder. De nuevo, cualquier televidente podía sentir el miedo del sistema, junto con su fragilidad, lo que de seguro ayudo a que las revueltas se extendiesen a Bucarest, con esa valentía y coraje que confiere el saber que tu enemigo vacila y se acobarda. No es de extrañar, por otra parte, dado el ataque directo contra la cúpula militar por parte de Ceaucescu, que cuando se intentó reprimir las manifestaciones con ayuda del ejército, éste se pasará a los rebeldes.

Desde ese instante, con la población en las calles y el ejército de su lado, la revolución estaba ganada. Quedaban, del lado de Ceaucescu, las fuerzas de la Securitate, la temida policía política del régimen, pero, confusas y desorganizadas, sólo podían retrasar lo inevitable. Algunas unidades, algunos individuos aislados, decidieron morir matando, de manera que cuando cayó la noche sobre un Bucarest jubiloso, todo él una fiesta, comenzaron los tiroteos y las muertes. Si caían, el precio sería un baño de sangre. Durante la madrugada y los días posteriores, cuando la revolución casi degeneró en una guerra civil, abortada por la debilidad de las fuerzas de la Securitate, en general más interesadas en salvar la piel que en luchar hasta la muerte, cuya disolución fue acelerada por la detención y ejecución de Ceaucescu y su mujer Elena, tras un juicio sumarísimo que tuvo demasiado de farsa. Siempre se dijo que entre sus jueces había varios que debían haber sido condenados a igual pena, por los mismos delitos.

Pero antes de eso, dos momentos inolvidables, de los que se quedan grabados en la retina. La irrupción final de las masas en el palacio presidencial, del que Ceaucescu escapó in extremis en helicóptero, cuando sus perseguidores entraban en la azotea. Hechos rodados por los cámaras de la televisión rumana con una libertad, rayana en la insolencia, que parecía impensable un día antes. Sus objetivos ya no buscaban adular al régimen, ocultando todo aquello que pudiera perjudicarlo, sino que se esforzaban en transmitir la alegría del pueblo, contrapuesta a la cobardía del dictador, sin ambages ni cortapisas.

Liberación en la mirada producto de un suceso un poco anterior: la toma de la televisión nacional por los elementos de la revolución. Mejor dicho, la entrega del edificio a los manifestantes. Fue allí, en ese instante de euforia, donde tuvo lugar el momento más bello de la revolución. De casi cualquier revolución, al menos de las presenciadas en la televisión. Un abigarrado conjunto de personas, recién venidas de la manifestaciones, leyó un manifiesto de celebración por el triunfo sobre el régimen de Ceaucecu. Con la voz temblorosa, aturullándose, divagando, pero con la espontaneidad, la euforia, que confiere saberse al fin libres, dueños de su propio destino, sin depender de los caprichos de un dictador sanguinario.

Un brevísimo momento, que no fraguó ni tuvo continuación. Al poco los poderes fácticos, los supervivientes y tránsfugas del régimen anterior se harían con las riendas del gobierno.

Pero no por ello menos embriagador.






















































































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