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martes, 26 de noviembre de 2019

Esperando a que tiren la bomba (y III)



En esta seríe sobre el cine y la amenaza de una guerra termonuclear, les había hablado ya de una película de animación y de un documental, testimonios ambos de la locura y el absurdo de la guerra fría. Sin embargo, a pesar de su calidad y pertinencia, puede que el documento más aterrador no sea una película de ficción o un documental, sino un film real. Real no el sentido de ser registro de unos hechos concretos, filmado in situ cuando se desarrollaban, sino porque contenía la postura oficial de un gobierno, el británico, frente al peligro de la guerra nuclear. O mejor dicho, de lo que estaban dispuestos a revelar a su población.

Se trata de Protect and Survive, una serie de cortos divulgativos de finales de los años setenta, que no estaban destinados a ser emitidos y de hecho nunca lo fueron. Sólo debían emitirse cuando un ataque nuclear contra el Reino Unido pareciera probable en un plazo de 72 horas. Su objetivo era tranquilizar a la población, mostrando como el gobierno tenía ya todo preparado para la protección de la ciudadanía. Siguiendo una lista de instrucciones sencillas, utilizando materiales corrientes al alcance de cualquiera, adoptando unas mínimas precauciones, era posible sobrevivir a una explosión nuclear. No sólo un puñado de afortunados, sino la mayoría de la población y junto con ellos, el estado, listo para ocuparse al punto del bienestar los supervivientes y devolver al Reino Unido al nivel de vida de antes de la guerra.


Si recuerdan, When the Wind Blows (Cuando sopla el viento, 1986, Jimmy T. Murakami) mostraba de manera desgarradora como estos panfletos oficiales habrían sido inútiles en un caso real. A pesar de aplicar sus instrucciones a rajatabla, el matrimonio de ancianos protagonista no podía escapar a la contaminación nuclear, muriendo a los pocos días de la explosión por causa de la irradiación. En esa película, no obstante, apenas se mostraban unos pocos retazos de esos consejos de supervivencia. Me quedé con el prurito de conocer los originales y, como ya les indicaba, han resultado ser mas turbadores de lo que esperaba. También de lo que sus creadores seguro que pretendían. A pesar de que su intención es tranquilizadora, buscando evitar disturbios y alborotos cuando se anunciase la noticia del ataque nuclear, a medida que se progresa en su visionado es claro que la situación -y las medidas- que se describe no son nada ordinarias ni está controlada. De hecho, parecen más bien preparativos para alargar una agonía que confluirá en una muerte ineluctable.

El propio estilo en que están filmados los cortos es ya inquietante. La parquedad de medios de producción -animaciones son esquemáticas y envaradas, decorados reducidos a burdas maquetas,  tosquedad en todos sus aspecto- imbuye en el espectador un sentimiento de urgencia, de hallarse en una situación de emergencia en la que la rapidez y la decisión en actuar son cruciales. En cierto modo, dada la excepcionalidad de la guerra nuclear, -siempre amenazando con el apocalipsis, pero siempre apartada voluntariamente de la existencia cotidiana- ése, y no otro, es el tono preciso para instigar a la población a adoptar medidas de inmediato. Sin embargo, el aspecto provisional de los cortos, cercano a la chapuza, en realidad provoca la impresión contraria: no es posible combatir, sobrevivir a lo que viene, ese imposible apocalíptico que nunca se creyó cobrara realidad.

El mensaje, no obstante, es el contrario. Es posible sobrevivir a la explosión nuclear. Se puede y cualquiera puede conseguirlo. Dentro de la propia vivienda siempre se encontrará  una habitación que sirva de refugio frente a la radiación. Ese albergue puede ser reforzado con muebles, ladrillos o arena, proporcionando aún más protección no sólo contra la radiación, sino contra la bola de fuego y la onda de choque. En su interior se puede almacenar provisiones y agua, dotarlo incluso de comodidades, las suficientes para sobrevivir hasta que las autoridades declaren que ya es seguro salir al exterior. A ese mundo donde todo volverá a ser como era antes en un periquete.

Eso es lo que se nos declara, de lo que se nos intenta convencer una y otra, pero lo que se lee entre líneas es muy distinto. En la práctica, hay que abandonar casi toda la vivienda, puesto que sólo las habitaciones más interiores servirán de algo. Resulta aterrador, por ejemplo, que se aconseje a los inquilinos de pisos altos en edificios de apartamentos buscar refugio en las viviendas de pisos inferiores, mendigar la caridad de los vecinos, admitiendo así que, se les deja abandonados a sus propios medios, al igual que los que tengan la mala suerte de vivir en bungalows o carvanas. Para empeorarlo, con esa habitación aislada en medio de la vivienda, sin ventanas ni paredes al exterior, no basta. Hay que crearse un refugio interno en ella, con puertas dispuestas en ángulo, con mesas adosadas las unas a las otras, todo ello rodeado, cubierto, enterrado, con colchones, muebles sólidos, maletas llenas de libros, sacos de arena.

Así, quizás, se sobreviva a la onda expansiva y las altas temperaturas. Queda aún la radiación, en especial la procedente de la lluvia radiactiva, cuyo efecto perdurará durante largo tiempo. Para combatirla, hay que evitar cualquier contacto con el polvo del exterior, tanto por parte de las personas como de la comida o el agua, lo que obliga a permanecer encerrados en los refugios al menos dos semanas. Y es aquí donde estos filmes de propaganda se tornan aún más aterradores, más nauseabundos, si cabe. No se explica nunca como es posible almacenar quince días de provisiones, en especial el agua, en un espacio tan exiguo, ya abarrotado por sus ocupantes y el segundo refugio construido en su interior, Sin contar que los restos de las comidas, de aguas fecales y deposiciones irán acumulándose paulatinamente, obligando a los ocupantes a salir al exterior para librarse de ellas.

Se puede imaginar que al poco, esos cuchitriles se habrán convertido en auténtica mazmorras, sucias y asfixiantes, en los que cualquier pretensión de una vida normal se revelaría huera, derivando en salvajismo. Un resultado que los promotores de estos films de propaganda debían tener muy en cuenta. Su último consejo es como librarse de cualquier cadáver que pudiera acabar -no nos dicen cómo- dentro el refugio nuclear.

Bien llevándolo a otra habitación -convenientemente etiquetado, claro está-, bien enterrándolo en el jardín.

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