Cuando vi por primera vez Höstsonaten (Sonata de Otoño, 1978), allá por los años ochenta del siglo pasado, se la consideraba un Bergman menor. A mi, sin embargo, me impresionó profundamente, tanto por la profundidad, seriedad y compromiso con que se contemplaba la música clásica, como por el desgarro emocional entre dos hijas y su madre, irreparable, sin posibilidad de reconciliación, dado el espesor de la amargura y el rencor acumulados durante años. Pueden imaginarse mis recelos ahora que me disponía a verla de nuevo, en especial tras la desilusión que me había llevado con The serpent's egg (El huevo de la serpiente, 1976). Pues bien, sigo considerándolo como un Bergman mayor, otra expresión sin tacha de la dificultad, casi imposibilidad, que acompaña a las relaciones humanas. Tanto más ásperas, agrias y tormentosas cuanto más cercano es el parentesco.
Un plus para la película es que cuenta con dos actrices de primerísima categoría: Liv Ullmann e Ingrid Bergman. De la Ullmann admiro cada vez más su capacidad para dar un quiebro a su actuación a mitad del metraje, transformándose en una persona distinta por entero, casi opuesta a la que era, sin que nada antes nos permitiese preverlo, fuera de ciertas vacilaciones apenas expresadas, de inmediato reprimidas. En este caso, pasa de ser una persona medrosa y apocada, encerrada en una cárcel protectora a la que ella misma se ha condenado, para convertirse en una auténtica furia dominada por una rabia inextinguible: su odio devorador por una madre dominante y egocéntrica, que nunca se preocupó por sus hijas.
En cuanto a la Bergman, deja bien claro por qué es una de de las grandes de la cinematografía mundial. su presencia es abrumadora, casi avasalladora. Le basta con estar allí, sin apenas moverse o expresarse, para dar la réplica al personaje de Ullmann. Es evidente que se halla en su mejor momento, en plena posesión de sus facultades interpretativas. No se puede por menos que lamentar la injusticia de un sistema que prima la juventud y la belleza en las actrices, de manera que en cuanto se aproximan a la cuarentena - incluso antes - las relega a papeles de segundo orden, cuando no las jubila anticipadamente. Necesitamos más películas con mujeres maduras, para que no se pierda tanto talento, tanto bien saber hacer.
Sin embargo, la cinta no se limita a un duelo interpretativo entre actrices únicas, irrepetible. Bergman recupera su pulso estético habitual, en especial ese instinto compositivo que permite indicar las relaciones entre los personajes según se quedan colocados en el mismo plano o separados por el montaje. El inicio es ya una declaración de principios, con un marido elogiando a su mujer, Liv Ullmann, pero haciéndolo siempre desde una distancia infranqueable -esas habitaciones de interminable longitud, interrumpidas por puertas y pasillos-, acentuada al dejar desenfocada a la actriz o situarla fuera de cuadro. Justo cuando él le está declarando su amor, sin que ella lo sepa, mucho menos lo oiga. O en otro ejemplo, igual de sutil, cuándo la Bergman habla de la virilidad y falta de sensiblería de Chopín, para que el director corte al rostro del marido y éste se dé la vuelta, hurtándonos la mirada. Indicando que él sí es ñoño y pusilánime.
Colocación espacial, aciertos del montaje, que se traslada también a los códigos de colores. Ullmann comienza la película con un vestido de color rojo rabioso, símbolo de la estabilidad y vitalidad que ha encontrado en su nueva vida, sólo para que serle robado, ese color y esas seguridades, por su madre a su llegada. Representando la energía inagotable que la caracteriza, junto el torbellino desconsiderado que su presencia supone para conocidos, amigos y familiares. Y así ejemplo tras ejemplo, en un tratado de como conseguir el máximo de emotividad con el mínimo de recursos -al estilo de ese Chopín que se destaca en el filme-, en ese cine de cámara en el que Bergman era un maestro absoluto y que tantos han intentado copiar. Mal y sin saber muy bien lo qué hacían ni por qué.
Como en la secuencia que abre esta entrada. Ese tipo de encuadre, con dos actrices en primer plano, una mirando a cámara y otra de perfil, es característico de Bergman. Se ha utilizado hasta la saciedad, sólo porque es bonito y parece conferir cierta patina artística. Sin embargo, sólo Bergman sabe utilizarlo con prioridad. Con él, muestra el abismo infranqueable que se abre entre madre e hija. Ésta, al sentirse aplastada por la presencia de aquélla, incapaz de desarrollar sus dotes, de mostrar su personalidad cuando su madre está junto a ella, sin poder reunir las fuerzas, mucho menos el valor, de sincerarse con su progenitora. Aquélla, absorta en su mundo, el de su música, el de sus conciertos, el de sus éxitos, el de su perenne e interminable investigación estética musicológica. Camino en el que cualquier otra persona es un obstáculo, cuando no un lastre. Más vale por tanto no ligarse a ellos, guardar distancia e indiferencia.
Sin importar el dolor, el desgarro o las enfermedades que pueda infligirles con su desprecio.
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