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miércoles, 31 de julio de 2019

Mundos infantiles/Horrores adultos
























A pesar de mi amor por la animación, son aún demasiadas las películas esenciales que me quedan por ver. Poco a poco voy colmando esas lagunas, pero temo que se me queden muchas sin disfrutar, bien por falta de tiempo, bien por ausencia de una copia en condiciones, bien por mero desconocimiento. Pero no hay que desesperar, poco a poco voy avanzando y aunque me lleve decepciones, al final siempre acabo topando con una obra de la que termino enamorado. Como me ocurrió ayer, viendo The Iron Giant (El gigante de Hierro, 1999) de Brad Bird.

El nombre de Brad  Bird esta unido de forma indeleble con la productora de 3D Pixar, para la que dirigió dos obras mayores: The Incredibles (2004) y Ratatouille (2007). Importantes no sólo por su calidad, sino  porque sirvieron para marcar, durante la década pasada, la transición definitiva de la 2D a la 3D en la animación norteamericana. Sin embargo, leo en wikipedia que Bird, antes de llegar a The Iron Giant había tenido una larga carrera en la animación tradicional. Entre otras película, había participado como animador en la magnífica The Plague Dogs (Los perros de la plaga, 1982, Robert Rossen), dirigido el magnífico corto Family Dog (Perro de familia, inserto en la serie Amazing Stories, 1985-1987), además de haber colaborado asiduamente las primeras temporadas de The Simpsons (Los Simpsons).

Brad Bird, cuando se enfrentó al reto de The Iron Giant, no era ya un director primerizo. Y eso se nota. Más aún visto desde nuestra época, cuando la animación 2D es apenas un recuerdo en Occidente, por lo que una película como ésta ha adquirido un carácter elegíaco, ausente en inicio. Se ha tornado un recordatorio de lo atractiva que era la animación tradicional, además de las alturas a las que podía llegar y podría haber llegado con las nuevas tecnologías. Porque en 1999, cuando Brad filma está película, aún se seguían utilizando acetatos, con todos los problemas, imprecisiones y tosquedades que esa técnica introducían en el resultado final, en forma de incoherencias de color, temblores de la imagen, imposibilidad de corrección y límites al movimiento simultaneo de múltiples personajes. Barreras que el ordenador, veinte años después, ha derribado por completo.

The Iron Giant tiene así mucho de homenaje a la animación clásica norteamericana, identificada con los estudios Disney. Un estudio al que, por muchos peros que que me complazca en ponerle, hay que reconocer que supo crear las reglas para construir mundos verosímiles en el formato animado, conformando un clasicismo similar en esa forma al que surgió en Hollywood entre 1930 y 1960 para la imagen real. En la película de Bird es evidente la inmensa deuda que su animación tiene con el modo instituido por la Disney. Personajes, situaciones, ademanes y reacciones parecen salidos directamente de los estudios de esa compañía, similitud que no significa copia y plagio, sino aceptación de una herencia compartida, adscripción a un estilo que representó y representa una cumbre en la historia de la animación.

Sin embargo, aquí se detienen las semejanzas. Ese acabado disneyano se aplica a una historia que es diametralmente opuesta a las típicas del estudio. No tenemos al héroe que vence las dificultades contra viento y marea, para conseguir honores y la chica de sus sueños al final de sus peripecias. Tampoco es evidente esa ñoñería empalagosa tan común al estudio, ni su moralina angosta y de escasa altura. La narración es una historia de ganancia y pérdida, de los sacrificios dolorosos que son necesarios para alcanzar cualquier fin. El tono es así agridulce, como conviene a una adaptación de la novela de Ted Hughes, publicada en los años sesenta, y escrita en parte como respuesta al suicidio de su mujer, la poetisa Sylvia Plath.

Una narración, además, de claro corte pacifista y humanitario, en la que el robot gigante que da título a la obra decide dejar de ser un arma de aniquilación perfecta, a cuyo fin había sido diseñado. Un tema que luego retomaría Hayao Miyazaki, en su manga y anime Kaze no Tani no Naushika (Nausicaa del valle del viento, 1982), y que Bird contextualiza con múltiples referencias a la paranoia belicista de la guerra fría, que tantas veces estuvo a punto de extinguirnos. Por esa razón, vemos como los niños son adoctrinados en la escuela para sobrevivir al estallido de la bomba atómica, los juegos del protagonista remiten a las glorias de la Segunda Guerra Mundial, el gobierno de los Estados Unidos tiene mucho de maquinaria conspirativa en contra incluso de su propia población, mientras que el ejército de ese país no duda en utilizar su potencial destructivo, misiles nucleares incluidos, a las primeras de cambio.

La moraleja, por tanto, no puede ser más clara y contundente. El único camino posible para la humanidad es la renuncia completa y definitiva al uso de las armas, tan pertinente en tiempos de la novela, los sesenta, como ahora mismo. Sin exageración ni alarmismos, porque en nuestro presente, nacionalismo y militarismo han vuelto a levantar la cabeza, amenazando con devolvernos a los horrores de las guerras mundiales del siglo pasado. Mentes preclaras, de gran carisma, quieren convencernos que la grandeza de nuestras naciones consiste en derrotar, en aplastar y humillar, a las de otros. Nos venden la agresión, la destrucción, la matanza, como necesario y noble, obligado si se quiere sobrevivir en un mundo donde reína soberana la lucha por la supervivencia. De nuevo, morir por patria vuelve a proclamarse como dulce, decoroso y honorable, que decía el poema nativo.

Es necesario por tanto volver a hablar, en voz alta y sin temores de pacifismo, de antimilitarismo, de hermandad entre los pueblos y las naciones. Único modo de que este mundo y nosotros sobrevivamos,

Tal y como hace esta película.

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