No obstante, el análisis ha mostrado que el objetivo último no consistía en proteger un ámbito ideológico amenazado, sino en reconquistar asímismo un espacio público ocupado por grupos enemigos - procediendo para ello a reafirmar una identidad vacilante -. Enfrentada a una evolución histórica que parece cada vez más inexorable, lo que intenta la extrema derecha con sus iniciativas de carácter proactivo es construirse un espacio identitario propio y conquistar una esfera de influencia en el marco político que se está organizando. De hecho, da la impresión de que, tras la aprobación de la Ley para la Reforma Política y desde los mismos inicios de 1977, los grupos de extrema derecha renuncian a poner en práctica una estrategia global de terror. A partir de ese momento de contentan con instrumentalizar las acciones terroristas de sus oponentes, con intimidar a la oposición durante los periodos electorales, y con reafirmar su presencia en el espacio público mediante periódicas demostraciones de fuerza. El sector social más nostálgico del franquismo se integra en el proceso de reforma: los líderes del búnker, cono Girón de Velasco, que se halla al frente de la Confederación de Excombatientes, se suman al juego parlamentario pasando a engrosar las filas de Alianza Popular, y el propio Blas Piñar, dirigente de Fuerza Nueva, termina por mostrarse más proclive a la estrategia electoral que a la acción directa. De ese modo, los militantes más radicales quedan desprovistos de todo apoyo organizativo. Los únicos que seguirán disfrutando de un respaldo activo - al menos de forma oficiosa, serán los grupos que se lancen a la lucha contra el terrorismo vasco - lo que explica el impacto de sus crímenes. Por lo demás, después de 1979, la extrema derecha acabará poniendo todas sus esperanzas en una reacción del ejército. Deja por tanto el destino de la patria en manos de los militares, renunciando con ello a convertirse en protagonista autónoma de la historia: demuestra así inscribirse en la tradición de la extrema derecha española, además de confesarse incapaz de toda renovación, ya sea en el plano ideológico o en el estratégico, lo cual la abocará a la desaparición política.
Sophie Baby, El mito de la transición pacífica
En una entrada anterior, ya les había esbozado las líneas generales del interesantísimo ensayo sobre la Transición Española, escrito por la historiadora francesa Sophie Baby. Frente a una versión oficial en el que ese cambio histórico se presenta como sosegado y meditado, caracterizado por la responsabilidad y el consenso entre una derecha que buscaba con sinceridad la democratización del país y una izquierda que había renunciado a sus veleidades revolucionarias, el análisis de Baby deja bien a las claras como la Transición fue acompañada de una violencia política casi sin igual en los turbulentos años setenta, marcados por el último brote del terrorismo marxista y fascista. De hecho, sólo un país supera, y no por mucho, el número de víctimas de la transición española: la Italia de los años de plomo, asediada por la violencia de las Brigadas Rojas y los grupos de extrema derecha. Frente a lo ocurrido en estos dos países, las actuaciones de la Baader-Meinhoff en Alemania apenas merecerían reseñarse, si no hubieran ocurrido en el clima político posterior a 1968, donde el sistema occidental se imaginaba a sí mismo amenazado y en quiebra. A punto de derrrumbarse ante el menor empujón.
La transición fue así, según ha comenzado a señalarse, no un plan maestro diseñado por las élites de uno y otro bando, a cuyo desarrollo la población asistió pasiva y se limitó a dar su aprobación cuando se le pidió. Por el contrario, y como es habitual en los sucesos humanos, fue un proceso con mucho de improvisación, mucho de chapuza, y sobre todo, mucho miedo. Miedo de las élites franquistas más jóvenes y menos radicales a perder el poder político y económico, lo que les llevó a desmontar de manera controlada el sistema, proponiendo leyes y reformas que hubieran sido impensables años antes, por su corte democrático y avanzado. Miedo de las izquierdas a quedar neutralizadas y silenciadas en una España cuyo nuevo sistema, aunque imperfecto y limitado, hubiera sido aprobado por la comunidad internacional, exlusión de la que se libró el PCE justo antes de las primeras elecciones del 77, pero que sí afectó a otros partidos más extremistas que permanecieron prohibidos. Miedo, sobre todo, de la población a que se repitiera otra guerra civil, con su cortejo de ejecutados, represaliados y exiliados, catástrofe de la que las muchas violencias de la transición parecían ser el anuncio.