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miércoles, 14 de noviembre de 2018

Rompecabezas

Fresco de las musas (Tersicore) hallado en las excavaciones de la antigua ciudad romana de Cartagena
He visitado, este fin de semana, dos exposiciones en el museo arqueólogico que, cada una en su ambito, ilustran aspectos poco conocidos de los primeros siglos de nuestra historia. La primera, de nombre Las musas, sobre la Hispania Romana; la segunda, de nombre Galaicos, sobre los habitantes prerromanos de la esquina noroccidental  de la península.

Las musas es una exposición muy breve, pero no por ello de poca importancia. Recoge el hallazgo de unos frescos de Apolo  y las musas en la excavaciones de la ciudad romana de Cartagena. Obras notables por su propia rareza, al tratarse de frescos de los primeros siglos de nuestra era, puesto que fuera de la península itálica y de los contextos funerarios - o de criptas y subterráneos religiosos - es muy poco corriente encontrar muestras de la pintura romana. Además, para aumentar su valor, fueron pintados en un estilo similar al de una de las etapas idenficadas en la ciudad de Pompeya, ese catálogo al aire libre de la pintura altoimperial.


Sin embargo, la identificación y reconstrucción de la pinturas no fue cosa fácil. El edificio al que pertenecían se había derrumbado ya hace mucho, de manera que sólo quedaban unos pocos fragmentos deteriorados y desordenados, faltando muchos otros que se habían convertido en polvo. Había que rehacer el rompecabezas y rellenar los huecos, proceso laborioso y proclive a errores, pero del que surgieron sorpresas inesperadas. Y no ya por la calidad de las pinturas o su relación con los modelos itálicos.

Lo más llamativo era que estas pinturas, creadas en el siglo I, habían sido despegadas de la pared y trasladadas a otro edificio en el siglo III. Para tomarse tanto trabajo, es evidente que los frescos tenían un valor excepcional. ¿Por la calidad de las pinturas, claramente de primera categoría, o por otras razones distintas? Quizas ambas, porque parece ser que el edificio original, tambíen reformado por esas época, era lo que se llamaba una schola, concepto latino cercano al de una cofradía. Es decir, un grupo de personas a las que unía una devoción común a un dios, pero que asímismo tenían vínculos profesionales, de manera que la schola era asímismo una asociación que servía para prestar servicios y protección a sus integrantes, incluyendo educación y ayudas en la enfermedad o la vejez.

Un edificio, de amplias salas, donde debía estar este fresco original de Apolo y las nueves musas, pero que luego fue reformado para aumentar el número de habitaciones. Nuevos espacios donde se trasladaron parte de los frescos, al menos los tres encontrados, pero quizás no todos, los de las siete diosas que nos faltan.

Castrolandín
La otra exposición se centra en los que los romanos llamaban Galaecia, zona que para los escolares de cierta edad se asocia a dos imágenes: los castros fortificados con sus casas circulares y su habitantes los celtas, emigrados desde el interior de Europa. Conexión directa de, aunque discutida, con el resto de las áreas célticas de la fachada atlántica, Bretaña, Gales e Irlanda, que convertía a Galicia y a los gallegos en una excepción en el contexto de los pueblos peninsulares. Ya fueran estos los íberos autóctonos o esa supuesta mezcla entre naturales e inmigrantes que los romanos conocían como celtíberos.

Sin embargo a la hora de evaluar la protohistoria de la península, en especial temas tan polémicos como la lengua o la etnicidad, nos enfrentamos con dos graves problemas, casi insolubles. Primero, el silencio de la arqueología, puesto que sólo se empiezan a encontrar testimonios escritos por los propios galaicos cuando la romanización es ya un hecho irreversible. Ausencia agravada, además, por tratarse de breves textos invocatorios o de acuerdos legales, escritos estereotipados que poca cosa aportan  a la hora de comprender como se sentían esas gentes. El segundo aspecto es que las fuentes escritas que conocemos son mayoritariamente romanas, restringidas al periodo de la conquista, durante los siglos II y I a.C, y lastradas por los posibles prejuicios e ignorancia de conquistadores, viajeros y embajadores, que luego serían perpetuados por etnógrafos, geográfos e historiadores.

Por otra parte, cuando se produce esa conquista, los galaicos llevaban ya por los menos un siglo bajo la influencia romana. Ciertos aspectos característicos de los restos arqueológicos, como el propio castro fortificado, podrían ser una respuesta a la intromisión y la amenaza romana. Lo que quizás eran en inicio pequeños grupos humanos, asociados de forma laxa con alianzas cambiantes, en emplazamientos abrietos, podrían haber sufrido un proceso de integración social acelerada al verse expuesto al imperialismo romano. Tanto copiando los avances tecnológicos romanos, aunque de manera burda, como adoptando formas protoestatales, al igual que había ocurrido en la Celtiberia y habría de ocurrir posteriormente con tantas sociedades tribales situadas en la frontera de estados e imperios. 

El riesgo, por tanto, es tomar a los galaicos del siglo II y I a.C. como modelo único extensible a toda la historia de esa región. Para evitarlo, la exposición intenta salirse de ese estrecho marco temporal de la conquista, ampliando su mirada a los siglos anteriores y posteriores, para así subrayar los muchos cambios en su evolución social y material, como atestiguan los hallazgos arqueológicos. Visión extendida que muestra, por ejemplo, como la futura Galaecia se hallaba ya imbricada, desde antes del año mil a.C, en las redes comerciales que transportaban estaño, para la fabricación del bronce, hacía las sociedades del Oriente Próximo. Redes sobre las que luego se construiría el monopolio comercial fenicio, más tarde cartaginés.

O como, también, esa sociedad continúa perviviendo de forma distintiva durante todo el Imperio Romano  e incluso después de él. Tanto en forma de herejías, como el priscilianismo, o en el reino bárbaro de los suevos, cuya historia no se cierra hasta finales del siglo V.

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