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lunes, 14 de febrero de 2022

La Traversée (La travesía, 2021) Florence Miailhe

Cuando me enteré que Florence Miailhe, directora de animación francesa, había estrenado un largo de animación, verlo se convirtió en una de mis prioridades. Sus obras anteriores no me eran desconocidas, puesto que ya a principios de este siglo me había hecho con una compilación de sus cortos. Unas obras  gran interés, excepcionales, -y de las que me enamoré- que señalaban a Miailhe como un gran exponente contemporáneo de una técnica animada en específico: la pintura sobre cristal.

Esa técnica presenta una gran dificultad, pero al tiempo permite unas capacidades expresivas inigualables. No ya en el pasado analógico, sino incluso en nuestro presente digital. dominado por los ordenadores. De manera muy resumida, la animación de pintura sobre cristal consiste en dibujar un diseño sobre un panel de ese mismo material, para luego fotografiarlo, iluminado desde el lado contrario. En los siguientes fotogramas, el artista irá modificando ese dibujo inicial levemente, ocultando unos detalles, añadiendo otros, de manera que esos cambios acumulados acaben por crear la impresión de movimiento.

En ese añadir y borrar estriba la dificultad de esa técnica: a medida que se crea se va destruyendo. Es imposible volver atrás para corregir un defecto o añadir un detalle. La única manera es comenzar desde el principio, decisión que, aparte del trabajo que conlleva, no ofrece ninguna garantía de mejorar el resultado final. El artista, por tanto, tiene que tener en la cabeza la secuencia entera, cómo va a ir desarrollándose y qué aspectos debe resaltar, sin poder permitirse (casi) ningún error a la hora de plasmarla. En compensación, esta técnica ofrece capacidades metamórficas insospechadas: un personaje, un objeto, una situación entera pueden transformarse en otro distinto, sin que esto suponga una ruptura. Los cambios son graduales, casi biológicos, como una planta que crece, se cubre de hojas  y florece.

Por supuesto, como cualquier técnica, podría quedar reducida a una mera curiosidad, a un simple reto -tanto mayor al tratarse de un largometraje-, si no sirviese para contar una historia. En ese sentido, me atrevería a decir que la animación sobre cristal es muy apropiada para historias introspectivas -incluso intimistas-, donde las impresiones de un personaje dominan la narración, de forma que la realidad del protagonista se mezcla con sus recuerdos e imaginaciones. Es lo que ocurre en esta narración, que reconstruye el viaje, largo y peligroso, de una joven emigrante, casi una niña, desde su tierra natal hasta el ansiado país de acogida.

Un periplo que ya desde el principio se describe con clara intencionalidad política: el motivo de su marchano es otro que la guerra. Guerra que es al tiempo civil y de limpieza étnica, donde hombres armados aprovechan su poder temporal para ajustar cuentas con sus antiguos vecinos. Un modo que, como sabrán si siguen las noticias, no es una excepción aislada, sino la norma de los enfrentamientos bélicos contemporáneos. Guerras que no se extinguen en las operaciones militares, ni en los exterminios de civiles, sino que se continúan en inmensos flujos de población, animados y espoleados por la búsqueda de un sueño -de paz, de prosperidad- que raramente se materializa.
 
En ese camino, esos emigrantes son víctimas de todo de calamidades. De otros hombres armados que los capturan para esclavizarlos y hacerlos trabajar hasta la muerte, de las autoridades corruptas -hasta el hecho de constituir ésa su propia naturaleza- que no tienen reparo en hacer caja de la desgracia ajena, incluso de sus propios compañeros de andanzas, obligado a ellos por el instinto de supervivencia, contaminados también por la degradación que les rodea. Ruta que se transforma así en calvario, en reguero de muertos, en larga lista de personas amadas que van quedando atrás, desapareciendo entre las tinieblas, muriendo ante los ojos de la protagonista.

Ojos que son también los nuestros, a través de los cuales rasgamos ese velo de silencios interesados, de apartar la mirada, de condenar a las víctimas, tan habitual en nuestras sociedades desarrolladas y opulentas. Todos nosotros, casi sin excepción, que hemos convenido en olvidar el deber más fundamental: ayudar a quien sufre.

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