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martes, 19 de octubre de 2021

Tout en haut du monde (El techo del mundo, 2015) Remi Chayé

Si siguen este blog, sabrán que tengo la mala costumbre de ver las películas a destiempo. No por falta de ganas, sino por mi desorganización natural. Este ha sido el caso de Tout en haut du monde (El techo delo mundo), película de animación de Remi Chayé que en 2015 estaba en boca de todas aficionados. Recuerdo que, cuando aparecieron los primeros trailers, me sentí atraído de inmediato por ella, no ya por que su estilo tenía un tono artístico que la diferenciaba de tanta animación ramplona, sino porque apelaba a un tema que me ha fascinado desde niño: la exploración de las regiones polares. 
 
Si todo viaje de exploración, de los tiempos de antes de la radio y el GPS, exigía ser de una pasta especial, los polares son su quintaesencia. Navegar hacia el Polo Norte -o hacia el sur- significaba marchar hacia unas regiones remotas donde nadie podría ir a rescatarte hasta pasados largos años de tu desaparición y donde, salvo en las áreas del Canada habitadas por los Inuit, no habría quien pudiera ayudarte. Muchas expediciones se perdieron por completo -la más famosa, la de Franklin en 1845, recreada en la magnífica serie The Terror (2019, varios directores)- y otras se salvaron in extremis,  habiendo perdido barcos, pertrechos y gran parte de la tripulación en el camino. Hasta tiempos muy recientes -en la Segunda Guerra Mundial- el Ártico era un lugar donde se podía entrar, pero nadie sabía si habría de volver.
 
Respecto a la película, les debo decir que me ha gustado mucho. Su guion tiene algunos errores e imprecisiones, pero creo que pueden disculparse, dado lo bien que está trabada la historia y -sobre todo- lo bien narrada que está. Ya les he señalado lo mucho que me gusta su estilo gráfico, cuyo dibujo renuncia a siluetear los contornos, para conformarse con manchas planas de color para definir personajes y paisajes . Una decisión poco común que se revela muy acertada, puesto que conjuga muy bien con una paleta de colores apagados -reflejo de la monotonía de los paisajes árticos- y una sensibilidad muy atinada a la hora de plasmar las expresiones de los personajes.

Tino que estriba en que esa interpretación se expresa también en tomo menor. Se huye de esa ridícula agitación de la que son presas muchos personajes animados -en riesgo de muerte si se detuvieran un instante-, para preferir unos gestos contenidos que aciertan con lo que es personaje siente en ese instante. Se trata -y esa es otra de sus virtudes- de una película que deja respirar a sus personajes. Permite que piensen y mediten, que se tomen su tiempo en decidir sus acciones, proceso intelectivo en que nosotros, los espectadores, les acompañamos y somos partícipes: adivinamos sus dudas, compartimos sus vacilaciones, adelantamos sus futuros caminos.

Nos encontramos, por tanto, con una rara avis en el campo de la animación comercial. Una película que pone todo su esfuerzo en describir ambientes, en hacernos habitantes de ellos, no meros turistas. Desde la alta sociedad de San Petersburgo, con todas sus convenciones sociales y luchas sordas, hasta los espacios atestados y angostos de los barcos de vela de la época. De los paisajes ilimitados de Rusia a los no menos infinitos de los hielos del Norte, se busca que sintamos lo mismo que esas personas en ese tiempo específico, en esos ambientes determinados. En especial, el frío, la soledad, la indefensión y la impotencia propias de esas regiones olvidadas -y evitadas- por todos.

Pero también la determinación. La de quienes tienen que sobrevivir allí, día tras día, hasta acabar amando esos lugares desolados. Si hogar, a pesar de todas las dificultades. La de quienes, contemplándolas desde la seguridad de la lejanía, sueñan todos los días con llegar a ellas, a pesar de conocer al dedillo los muchos peligros que allí les aguardan. Sentimientos que  son universales, que no conocen de géneros ni de edades, que todos podemos reconocer y compartir

Como ocurre con la joven, resuelta y animosa, protagonista de la cinta.

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