En febrero de 1992, a los dos meses escasos de obtener el reconocimiento internacional de su independencia, el gobierno de la flamante República de Eslovenia decidió eliminar del registro de residentes, mediante un procedimiento secreto y sin informar a los interesados, a todos aquéllos que no habían solicitado la ciudadanía eslovena en los seis meses posteriores a la independencia. Esto afectaba a serbios, croatas, bosnios, macedonios o gitanos, pero también a eslovenos nacidos en el extranjero o en Eslovenia, que habían pasado parte de sus vida fuera del país, en otras repúblicas. De la noche a la mañana, los <<borrados>>, como se pasó a denominarlos, se convirtieron en residentes ilegales. En el mejor de los casos perdieron el derecho a empleo, pensiones o asistencia médica. Pero como además eran residentes ilegales, muchos fueron obligados a dejar el país, incluso hacia Croacia y Bosnia, por entonces en plena guerra.
Francisco Veiga, La fábrica de las Fronteras, Guerras de secesión yugoeslavas, 1991-2001
En este magnífico libro de Francisco Veiga se analizan en detalle unos hechos centrales de la historia europea de los 90: la varias guerras civiles yugoeslavas, hasta cinco, que concluyeron con la división de ese país, Yugoeslavia, en 6 estados sucesores de muy diferentes destinos. Dos de ellos, Eslovenia y Croacia, se integraron con rapidez en la Unión Europea, mientas que otro, Serbia, se convirtió en un paria dentro de la comunidad internacional,. Otros dos, Kosovo y Bosnia, han devenido protectorados de la Unión Europea, sin cuya protección se derrumbarían, al no constituir estados viables. Los restantes, Montenegro y Macedonia, han quedado olvidados en un extraño limbo, el mismo que algunas regiones del antiguo espacio Soviético, Moldavia y Transnistria.
Son hechos que han dejado cicatrices muy profundas en la región, en especial porque ese conflictos se caracterizaron por la limpieza étnica. Fue entonces cuando se acuñó, precisamente, el término ethnic cleansing, para denotar cómo milicias y paramilitares exterminaban civiles inocentes, con el objeto de provocar el terror. en esa región, entre los habitantes de la misma lengua, origen o religión, y así desencadenar su huida en masa. De repente, por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, Europa asistía, sin ser capaz de reaccionar, a matanzas despiadadas y flujos imparables de refugiados. La larga paz de la Guerra Fría -siempre frágil e impuesta por las superpotencias, pero paz al fin y al cabo- parecía haberse quebrado sin posibilidad de arreglo, precisamente cuando Occidente celebraba el fin del comunismo: la guerra de Yugoeslavia se inició el mismo año de la disolución de la URSS, hace treinta años.
No es de extrañar que esos acontecimientos hayan dejado una huella imborrable entre todos los que vivimos esa década. Ciertos hechos, como la repentina independencia de Eslovenia, la guerra de posiciones entre Croacia y Serbia, el larguísimo asedio de la capital de Bosnia, Sarajevo, o la ofensiva aérea contra Serbia tras la revuelta en Kosovo, dominaron la actualidad informativa durante todos esas años y pasaron a conformar una memoria común europea. De gran viveza, pero contaminada por la inevitable propaganda, como ocurre siempre en tiempo de guerra y en periodos crucial. Lo quisieran o no, la Unión Europea y EE.UU fueron combatientes en ese conflicto - se podría decir que el conflicto se agudizó por sus intervenciones interesadas, sus errores de apreciación y sus muchos titubeos y precipitaciones-, así que la información que nos llegaba estaba filtrada por su intereses políticos. El de dominar el espacio postsoviético, en el caso de EE.UU., el de eliminar posibles competidores regionales como una Yugoeslavia unida, en el caso de Alemania.
Esa memoria histórica compartida ha cristalizado alrededor de la identificación de Serbia como el único culpable de la guerra. Habría intentado convertir la Federación Yugoeslava en una Gran Serbia bajo su dominio, para luego, cuándo esto fracasó ante la resistencia Eslovena y Croata, arrebatar amplias secciones de territorio a sus vecinos, de los que se eliminaría a la población que no fuera serbia, croatas y bosnios musulmanes, bien por métodos genocidas bien mediante la deportación. Las cumbres de esta política de exterminio serían al sangriento sitio de Sarajevo, bombardeado sin piedad por los Chetniks serbios, y la jornada simbólica de Srebenica, cuando la toma de ese enclave bosnio-musulmán derivó en la ejecución de, casi por entero, de su población masculina.
Sin embargo, el plan de Milosevic, el presidente Serbio, no pretendía mantener la federación yugoeslava bajo dominio serbio. En realidad, al igual que los presidentes de las otras repúblicas, Yugoeslavia era su peor enemiga, puesto que su autentica intención era la independencia. Esto explica la facilidad con que permitió la independencia de Eslovenia -sobre la que no tenía ninguna ambición territorial - con el logro añadido de poner en evidencia al ejército federal -auténtico pilar del estado Yugoeslavo- que fue humillado por una campaña de insurgencia no violenta y cuyo prestigio y eficiencia quedaron en entredicho.
Asímismo, a pesar de la guerra que se libró a continuación entre Croacia y Serbia -y donde lo que quedaba del ejército federal acabó por disolverse-, sus respectivos presidentes, Milosevic y Tudman, no tuvieron reparos en acordar, en diferentes ocasiones, el reparto de Bosnia. Sus territorios debían servir de compensación a Croacia por las zonas de mayoría serbía en ese país, lo que no evitó que Milosevic abandonase a su suerte a esos serbios cuando le convino o que, cuando el conflicto se extendió a Bosnia, las milicias croatas no dudaron en aplicar la limpieza étnica a los territorios serbios que conquistaba.
Esto nos muestra el grave problema a la hora de enjuiciar las guerras de Yugoeslavia y que obliga a revisar la versión recibida. Aunque ésta establece unos buenos y malos muy claros, un somero análisis muestra que ninguna de las partes tuvo las manos limpias. En primer lugar, porque ninguno de los líderes de las repúblicas yugoeslavas tomo ninguna medida para mantener la unión, sino que, durante los años que siguieron a la muerte del Mariscal Tito en 1981, movieron sus piezas para sabotear sus instituciones y llevar las tensiones a un punto de no retorno, Como ocurre en estas situaciones bélicas y prebélicas, la guerra devora a los moderados y eleva a los extremistas, hasta que ya la única solución fue la secesión y la guerra.
Guerra que, como les indicaba, fue acompañada de la limpieza étnica. A las claras y sin piedad, como en el caso de las milicias serbias y croatas -y en ocasiones, los mismos bosnios musulmanas- o de manera mucho más insidiosa y solapada. Como se indica el párrafo que he incluido arriba, una de las primeras medidas del gobierno esloveno -modelo para muchos de una secesión limpia- fue retirar la nacionalidad a amplios sectores de su población. Personas que, en demasiados casos, fueron obligados a abandonar el país y acabaron atrapados en las nuevas zonas de guerra.
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