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sábado, 26 de septiembre de 2020

Retorno al pasado

Within the camps, the Nazis could rely on three circumstances beyond firepower to retain complete control. The first was the way camp conditions were designed to strip people of their senses of dignity. Indeed their sense of self, and to dehumanize them so that they became fatalistic and resigned. Everything from the insistence that inmates be addresses and identify themselves always by number, not by name, to the incessant verbal abuse by the Kapos and guards, to the refusal to let people to go to the latrines when in need, to filthy and lice-ridden clothing and bedding -all these things were designed to produce just such a degrading result. People so changed were called Musselmänner, which literally means Muslims, apparently because inmates who invented the term thought that Muslims were similarly accepting of all that happened to them. Once people lost the active will to live, they were useless to any potential resistance movement and also useless to the Nazis themselves. After the war, Hanna Lévy-Hass, who spent 1944-1945 at Bergen-Blels, recalled that camp life deadened, even to their own memories. She wrote: "We no longer even remember our own past. No matter how hard I strive to reconstruct the slightest elements... not a single human memory comes back to me.. They've managed to kill in us not only our right to life in the present.. but... all sense of a human life in our past... I turn things over in my mind, I want to... and I remember absolutely nothing.

Peter Hayes. Why? Explaining the Holocaust

En los campos, los Nazis podían apoyarse en tres circunstancias, fuera de la fuerza de la armas, para conservar el control completo. El primero eran las propias condiciones de los campos, diseñadas para despojar a los detenidos de sus dignidad. Incluso de su propia consciencia de ser, deshumanizándoles, de manera que se tornaran fatalistas y resignados. Todo estaba diseñado para contribuir a la degradación de los prisioneros, desde la insistencia en dirigirse a ellos, no por su nombre, sino por su número, a los constantes insultos por parte de Kapos y guardas, a la negativa de permitir que se fuese a las letrinas cuando se tenía necesidad, o a la suciedad y los piojos que infectaban ropa y sábanas. Aquellos que sufrían ese cambio eran llamados Musselmäner, que significa literalmente musulmán, porque los prisioneros que acuñaron el término, en apariencia,  pensaban que los musulmanes aceptaban de igual manera todo lo que les aconteciese. Una vez que los prisioneros perdían la voluntad de vivir devenían inútiles para cualquier movimiento de resistencia, al igual que para los propios nazis. Tras la guerra, Hanna Lèvy-Hass, que estuvo recluida en Bergen-Belsen de 1944 a 1945, recordaba el efecto enmudecedor de la vida en el campo, incluso para los propios recuerdos. Ella escribió: «No recordamos nuestra vida pasad. No importa lo mucho que me esfuerce en reconstruir los menores detalles... ni un sólo recuerdo humano viene a mi memoria... Se las han arreglado no sólo en extinguir nuestro derecho a vivir en el presente, sino... toda percepción de una vida humana en el pasado... le doy vuelta a las cosas en mi mente, quiero... y no recuerdo nada.

Si me siguen, ya sabrán de mi obsesión con la Segunda Guerra Mundial, el Nazismo y el Holocausto. Da igual lo mucho que lea sobre el tema, siempre se encuentran nuevas perspectivas, nuevos datos que modican las anterios, de manera que al final siempre acabó volviendo a las mismas preguntas, el por qué y el cómo. Por qué una sociedad culta, científica y desarrollada, como la alemana, sin la cual es incompresible el despegue de la civilización occidental en el siglo XIX y XX, pudo entregarse al exterminio de seis millones de judios -y la muerte de otros seis millones de europeos, no se olvide-. Cómo fue que ese horror llegó a hacerse realidad, sin que nadie lo impidiese hasta que fue demasiado tarde, hasta que casi llegó a completar todos sus objetivos, políticos, sociales, militares y asesinos. Pueden parecer preguntas ociosas, pertenecientes a un pasado difuso, del que apenas quedaban ya testigos visuales, y así lo hubiera considerado hace un par de décadas. Sin embargo, nos hallamos en una coyuntura protofascista, en donde abundan partidos ultranacionalistas, ultramilitaristas, además de machistas y racistas confesos y agresivos. Sólo que esta vez no son corporativistas y estatalistas en lo social y económico, sino rabiosos neoliberales.


Otro punto importante es que debemos abandonar toda tentación teleológica. Hitler no fue un villano de opereta -o de cómic de superhéroes - que se hizo con Alemania mediante un plan diabólico concebido por su inteligencia superior. Es cierto que las intenciones de Hitler estaban claras en el Mein Kampf -la erradicación de los judíos, fuera por un medio u otro, así como la conversión del este de Europa en una colonia alemana-, pero nadie en la Alemania de los años 20 y 30 tenía esas intenciones en mente, de manera explícita, quizás ni siquiera el propio Hitler. Su ascenso fue debido un cúmulo de casualidades y de golpes de suerte, donde tuvieron una importancia decisiva las acciones -y la inacción- de otros personajes de esa época. Es sólo a partir de 1934, tras la noche de los cuchillos largos y la purga que le siguió, que sirvió para que Hitler se librase de la izquierda de su partido y de parte de las derechas alemanas que le auparon al poder, cuando Hitlerismo y Nazismo devienen sinónimos. Cuando, en definitiva, las ideas del Mein Kampf comienzan a ser puestas en practica, aunque aún con titubeos, retrocesos, retrasos, confusión, fallos y errores.

Nunca está de más embarcarse en un What-if y recordar que Hitler no era inevitable. A la altura de 1932 estaba claro que la república de Weimar iba a derivar en un gobierno autoritario de derechas, dado que ejército y policía estaban del lado gubernamental, mientras que la izquierda radical no tenía los medios -ni la voluntad- para embarcarse en un levantamiento. Sin embargo, esa involución no tenía por qué producirse bajo la égida de Hitler. El propio partido Nazi estuvo, a finales de 1932, al borde de la escición y si Gregor Strasser hubiera sido un poco más audaz, más hábil y falto de escrúpulos, su facción habría podido dar al canciller Kurt Schleicher el apoyo parlamentario que necesitaba. No es que Hitler hubiera quedado relegado a la irrelevancia, pero sí que habría sido tocado de manera irremediable por ese golpe, sin la capacidad para adueñarse de un poder omnímodo como el que conseguiría en febrero de 1933.

Imaginen ahora una república autoritaria de derechas, ma non troppo. Un régimen un poco al estilo de la dictadura de Primo de Rivera, donde los comunistas han sido ilegalizados, pero no los socialistas, con lo que se mantiene una fachas democrática hacia Occidente; donde los judìos pierden derechos, son apartados, pero no son deportados ni exterminados; donde la expansión hacia el este se persigue con la connivencia de la Entente francobritánica y la sumisión forzada de Polonia, contra una URSS convertida en el enemigo de la civilización europea. Un mundo, en fin, donde la Segunda Guerra Mundial estalla en la segunda mitad de los años cuarenta, con una Alemania armada hasta los dientes y, quizás, con bombas atómicas y misiles balísticos. En ese contexto, podría no haber sucedido el holocausto, pero sí un conflicto nuclear sin limitaciones, dado que nadie conocería el poder de esas armas.

Lo central aquí, sin embargo, no es ese pasado alternativo, sino recordar que la cristalización del horror fue producto de múltiples factores, conjugados durante un largo periodo, de 1919 a 1945. No fue algo que surgió de repente -como el supermalo de los cómics- sino un proceso que evolucionó de manera paulatina, convirtiendo cada nueva etapa en una nueva normalidad a la que los ciudadanos ya se habían habituado. Como les decía, cuando Hitler se hizo con el poder absoluto, en la primavera de 1933, gran parte de los alemanes se habían hecho a la idea de que un régimen dictatorial era inevitable. En  realidad, había sido así de facto desde 1931, cuando la división parlamentaria había tornado imposible cualquier trámite en esa cámara, de manera que los cancilleres gobernaban por decreto, con la aprobación única del presidente de la república. Asímismo, cuando en 1942 se decreta la deportación a los campos de exterminio de los judíos que aún quedaban en Alemania, la población se había acostumbrado ya a su muerte "social". Estaban marcados con la estrella amarilla, impedidos de realizar cualquier actividad económica, recluidos en casas especiales. Convertidos en el "otro" al que nadie guardaba compasión

¿Les suena esto de algo? No es ya que tengamos nuestros propios radicalismos de derecha, cada vez más poderosos en nuestras democracias, algunos incluso en el poder, como es el caso de Donald Trump, es que las sucesivas crisis que se están abatiendo sobre nuestras sociedades desde 2008 nos están habituando al gobierno por decretos de emergencia. A lo excepcional justificado por la gravedad de los hechos. A una normalidad autoritaria que, en otras manos que nos sea escrupulosamente democráticas, sólo conduciría a una dictadura. De mayor o menor radicalismo, de carácter más o menos opresor, incluso asesino, dependiendo del carácter del autócrata que se halle a su cargo.

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