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jueves, 24 de septiembre de 2020

En busca de Varda (IV): Le Bonheur (1965)































Mi revisión de la filmografía de Agnès Varda, me está suponiendo ir de sorpresa en sorpresa. En el caso de Le Bonheur (La felicidad, 1965), la película que he visto esta semana, no acababa de determinar qué es lo que había querido contar Varda o cuál era el tono con que debería contemplarla. Lo que empezaba como una descripción, en apariencia acartonada y pasada de moda, de una relación conyugal, derivaba pronto hacia el relato de un infidelidad matrimonial, concluyendo como... bueno, mejor no les destripo el final para que lleguen a él igual que yo: sin haberlo predicho. Para aumentar mi confusión, el estilo de Varda era desapegado hasta resultar incómodo, no porque hiciese durar los planos hasta el infinito o se fijase en lo accesorio, sino porque adoptaba una postura neutral, desprovista de cualquier juicio moral sobre lo que está aconteciendo. Se borraba de la narración, limitándose a levantar acta.

Sin embargo, toda esa frialdad no era más que apariencia, al igual que la falta de rumbo de la película. Me llevó un rato, acabada ya la película, hasta darme cuenta de que el título estaba puesto con intención irónica. Cada una de las tres felicidades que experimenta el protagonista, en alternancia con las dos mujeres entre las que oscila, se revelan falsas, congeladas en una rutina asfixiante pasado un tiempo, muertas en vida hasta que un hecho externo, una casualidad, las haga añicos. Rupturas que, salvo en un caso, transcurren sin dramas ni aspavientos, como ocurre con la caída de las hojas llegado el otoño. Con la misma ineluctabilidad que los ciclos naturales, que pasan sobre nosotros y nos pasan a su vez.

Esa ironía no se limita a describir ese incesante deambular entre felicidades hueras. En toda la película sólo vemos un punto de vista, el del hombre protagonista, de manera que esa felicidad, así como los desengaños que la concluyen, es experimentada en exclusiva por él. Apenas sabemos, excepto por lo que quieran contarle, de lo que sienten y ansían las dos mujeres en torno a las que orbita. De ahí, de esos silencios, de esas experiencias hurtadas al espectador, que ciertos giros argumentales asemejen bandazos, vuelcos imprevistos, ya que el protagonista no sospechaba lo que estaba cociéndose en la cabeza del otro. Y al igual que esos quiebros repentinos, tampoco es capaz de detectar como el la rutina, el tedio, el aburrimiento se van filtrando en esa felicidad, creída firme y eterna, hasta tornarla huera.

Como resultado, esa felicidad del título con que se inicia la película -doméstica y pequeña, pero felicidad al fin y al cabo-, va poco a poco desdibujándose, difuminándose, destiñéndose, hasta no quedar nada de ella. Ni siquiera el recuerdo. Perdida tornada aún más hiriente, para los espectadores, por la belleza que sigue dominando el mundo en el que se ven forzados a habitar los protagonistas. Tanto por el uso de colores saturados hasta tornarse casi irreales -Demy y Varda, matrimonio por aquel entonces, se estaban influyendo mutuamente-, como por la precisión quirúrgica, cortante como un cristal, con encuadra esta cineasta, herencia de su carrera como fotógrafa. Al final, el espectador termina por sentirse incómodo en medio de esa perfección, abandonado en medio de una naturaleza ciega, al que el destino de sus criaturas le importa bien poco.

La maestría de Varda, no obstante, no se termina ahí. Su estilo es capaz de incorporar auténticas virguerías de montaje sin que chirríen en su contexto o parezcan lucimiento vacuo. Así, en ciertos momentos de azoramiento de sus protagonistas, esta directora desmenuza esa escena en pequeñas secciones, que luego baraja y repite, para replicar esa misma confusión que experimenta su personaje. O mostrándonos el mismo recorrido, con la misma luz y las mismas personas, sólo que en estados psicológicos opuestos por completo, de manera que nuestra visión de algo en apariencia imperturbable, eterno, se ve quebrada sin remedio. De igual manera, es capaz de utilizar un montaje de manos, entretenidas en acciones, en el que han desaparecido los rostros de quienes las realizan, para describir el paso hacia el tedio y la rutina, señalando como la vida de esas personas ahora no es más que un círculo de rituales vacíos de significado.

O como el que abre esta entrada, donde queda reflejada la tranquilidad que sucede al acto amoroso.

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