Hace ya hace unos años, se anunció que la actriz Salma Hayek iba a producir una versión animada de El profeta, un conjunto de meditaciones del escritor libanés Jalil Yibrán. Un libro que, fuera de sus valores estéticos, ha alcanzado ese raro privilegio de convertirse en estándarte generacional, como ocurriera, más o menos en la misma época, con las novelas de Hermann Hesse. En principio, el proyecto venía con los mejores auspicios, encuadrada en esa ola reciente de liberación de la animación del ghetto infantil en el que ha sido encerrada, a lo que había que añadir un plantel de animadores de primera: Nina Paley, Tomm Moore, Bill Plympton, Joan Sfar (aunque éste es más bien dibujante y guionista de cómic) entre muchos otros.
Sin embargo, cuando al fin he podido verla -tarde y a destiempo, como siempre- me he llevado una cierta decepción. Tanto mayor cuanto que en esa obra, mediocre en general, hay escondidas auténticas gemas animadas que van a quedar ocultas, para siempre, a los aficionados. La estructura es así mi principal pero, como pueden deducir, no tanto porque haya variedad de estilos, multiplicidad de intenciones o muy diferentes resultados, sino porque nadie ha cuidado que el guiso quede bien maridado, con un sabor común y característico que no oculte los muchos ingredientes con que se ha cocinado.
Empecemos por el principio, por tanto. El libro de Yibrán, como apuntaba al inicio, es un collar de meditaciones, enhebradas por una leve excusa argumental: el viaje del profeta del título, tras su liberación de prisión, al puerto por el que va a ser desterrado. En el film se da más entidad a esta peregrinación, incluyendo personajes que sirvan de acompañantes al espectador. Una táctica válida, sólo que aquí se hace mal. Se le da un giro a lo Disney, incluyendo la trama de una niña que se niega a hablar y la de su madre, que hace de asistenta del profeta en cuestión. Se intenta atrapar al espectador por medio de una sensiblería descarada en la que se embuten pasajes cómicos genéricos -caídas, confusiones, golpes de ingenio- de ésos que estamos hartos de ver repetidos, -una y otra vez y de nuevo como si fueran un gran hallazgo- en toda película de la multinacional del ratón.
Todo esto en una adaptación de una obra que es, eminentemente filosófica, en el sentido de intentar ofrecer a su lector una lección vital, valida para cualquier tiempo y circunstancia. Quizás hubiera funcionado con un poco más de tacto y habilidad, pero no cuando lo que estamos viendo es un producto Disney fuera de la Disney. Tampoco ayuda que la animación de esa sección -recuerden, el marco donde se engarzan las demás piezas-, sea indigna de una producción que se pretende prestigiosa, rompedora y memorable. Se trata de animación por ordenador que se ha disfrazado de 2D, con todos los problemas que ello tiene. El principal que la actuación resulta envarada, sin brío ni ni naturalidad, todo a base de tics y estereotipos, como corresponde a un algoritmo que se aplica de manera mecánica.
Una auténtica pena, porque cuando entran los minicortos individuales, la película alcanza, a tirones y chirriando, el nivel estético al que aspiraba. Al final, se pasa uno esperando que dejen de hilvanar naderías y lugares comunes, que se callen, para que se nos permita disfrutar de las pequeñas maravillas con que Nina Paley, Tomm Moore, Bill Plympton y Joan Sfar (y todos los otros cuyos nombres se me olvidan), nos han obsequiado. Cada uno con una personalidad propia, ilustrando a su manera un aspecto del pensamiento de Gabrin. Todos distintos, pero todos en sintonía, fieles e infieles al mismo tiempo, pero sin traicionar las altas aspiraciones poéticas -y filosóficas- del material original.
Y es entonces cuando pienso: ¡Qué grande, qué importante habría sido esta película si sólo se hubiese limitado a ser una recopilación de cortos! ¡Si sólo hubiese tenido el valor de ser humilde!
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