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domingo, 1 de marzo de 2020

Sólo con ver me basta
































Como habrán notado, llevo bastante tiempo desconectado del anime. En otros factores, influye el haber vuelto a las salas de cine, lo que me quita el tiempo para seguir las series cada semana. No sólo para eso, sino también para escribir en este blog, cuyas entradas se han ido espaciando, además de perder periodicidad. Como factor positivo, aparte de reencontrarme en pantalla grande con películas que siempre he admirado, he podido ver un buen puñado de animes en el momento de su estreno. La pena es que haya sido siempre en salas minúsculas, en las que apenas han durado un par de semanas. La animación, por desgracia, sigue sin ser una forma mayoritaria, como demuestra la indiferencia con que está siendo recibida una película tan maravillosa como Les Hirondelles de Kaboul (Las golondrinas de Kabul, 2019, Zabou Breitman, Éléa Gobbé-Mévellec)

Volviendo al tema, entre los animes que he visto, por desgracia, sólo hay uno que alcance el rango de obra notable, casi maestra. El mejor, en mi opinión, de todos los animes de 2019. Se trata de Kaijuu no Kodomo (Los niños del mar, 2019) de Ayumu Watanabe, película que merece ser vista en pantalla inmensa, por la riqueza y complejidad de sus propuesta visual. Con ella, confío y espero, el estudio 4ºC parece haber salido de la crisis creativa en que se hallaba inmersa la década pasada, - con la excepción  de Harmony - cuando a principios de este siglo era el estudio que lideraba la vanguardia de la animación japonesa. No son palabras menores, en todos los sentidos, haberse atrevido a producir el Mind Game (2004) de Maasaki Yuasa.

¿Qué tiene de especial Kaijuu no Kodomo, se preguntarán? En primer lugar es una película creada por completo con CGIs, pero que no busca la tridimensionalidad hiperrealista que se ha vuelto dogma de fe en la animación. Por el contrario, los medios digitales se ponen al servicio del dibujo para conseguir uno de los ansiados imposibles de la historia de la animación. Antaño, si se quería animar un diseño, dotarlo de movimiento fluido y verosímil, era obligatorio simplificarlo. Toda la riqueza en detalles y tonalidades se perdía, toda la complejidad de facciones y vestimenta terminaba esquematizada, hasta que sólo quedaba un pálido reflejo de los bocetos originales. Es obvio que un buen animador podía insuflar su propia personalidad, mediante la deformación y el movimiento, pero al comparar lo originario con el resultado final era inevitable sentirse defraudado.

Pues bien, lo que consigue Kaijuu no Kodomo es, precisamente, no traicionar al manga del que parte. Se puede decir que las viñetas del manga han cobrado vida, pero no porque se haya producido un fotocopiada -no he leído la obra original y no puedo juzgarlo-, sino porque no hay disonancia alguna entre la riqueza de los fondos y el detalle con que se describen los personajes. Detalle que no se limita sólo a su apariencia, sino a su variedad de gestos y ademanes, de gran naturalidad y pertinencia. Basta con fijarse en un brevísimo momento, en el que la protagonista lame un helado. El él se ve como una gota fundida desciende por el cono, seguido por como ella la recoge con la lengua, se la lleva a la boca y la saborea.

Es sólo un instante, pero basta para describrir el grado de detalle, casi obsesivo, en el que se embarca la película. Y eso para un momento trivial y sin importancia, así que pueden imaginarse hasta donde llega en los momentos cruciales, plasmados de manera casi abrumadora, con la fuerza arrolladora del mar que describe. Ése, y no otro, podría decirse que es el auténtico protagonista de la película, puesto que ésta busca representarlo a todas las horas del día y en todos sus aspectos. De la tempestad desencadenada a la calma más profunda. Del atardecer al amanecer, ambos teñidos por rojos tan profundos como el océano. Del mediodía a la medianoche, ambos sumidos en tranquilidades insondables, de las cuales cualquier peligro ha sido borrado, eliminado, conjurado.

Unas experiencias sensoriales que son subrayadas por un diseño de sonido en el que los ruidos del mar son protagonistas, siendo fieles a su ambigüedad fundamental: ese estruendo atronador que al poco deja de ser audible. Unido a una música que sabe callarse cuando es necesario, para luego apoyar las imágenes en su justa medida, sin ensordecernos ni inspirarnos sentimientos inexistentes. Música que, como el rumor del mar, parece no estar, pero cuya ausencia mutilaría la película.

¿Y la historia? Pues quizás sea lo menos importante, en el mejor de los sentidos. Mero cañamazo donde urdir una maravilla.

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