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sábado, 14 de marzo de 2020

Estamos bien jodidos (y I)

The largest mechanism for funding mortgage holding was assets based commercial paper (ABCP). The three biggest American issuers of ABCP were Bank Of America, Citygroup and J.P. Morgan. The vehicles for managing thjs operation were so-called structured investment vehicles (SIV), legal entities provided with a minimum layer of capital  by their "sponsors", but otherwise separate from the balance sheets of their parent banks. Onto these SIVs the parent bank would oflload a large porfolio of mortgage bonds, securitized car loans, credit card debt or student debt. The SIV would pay the parent bank for the securities with funds raised by issuing ABCP. These were three-month notes backed by the assets in the SIV, and the good name of the parent bank. Though the SIV had no track record, it could issue commercial paper at competitive rates because of the value of the securities it held and because it was assumed that it enjoyed the backing of the sponsoring bank. Remarkably under the bank regulations prevailing until the early 2000s, assets parked off balance sheet in the SIV should be backed by a fraction of the capital it would require if they were on the balance sheet. Inflating the balance sheet was risky but it raised rates of return on capital. Further profits were to be made by trading on the spread between long-term returns and short-term funding costs. Typically an ABCP vehicle would hold a portfolio of securities with maturities of three to five and would fund those securities by selling commercial paper repayable between three months and as little as a few days. For the managers of cash pools, the commercial paper was more attractive than the underlying securities, because it was very short term and backed by a top rated commercial bank. For the parent banks, the spread between the return from the high risk cocktail of assets held in the SIV and the low rate paid on the highly rated ABCP was handsome.

Adam Tooze, Crashed, How a Decade of Financial Crises Changed the World

El mecanismo principal para financiar a los tenedores de hipotecas eran las emisiones basadas en activos (ABCP). Los principles emisores americanos de ABCP eran el Banco de América, Citygroup y J.P. Morgan. El medio para gestionar esta operación eran los llamados medios estructurados de inversión (SIV), entidades legales con una mínima cobertura de capital por parte de sus "promotores", pero en cualquier sentido separados de sus entidades padre. En esas SIV, el banco origen descargaba una amplia cartera de hipotecas, prestamos asegurados de automóviles, deudas de tarjetas de crédito y deuda estudiantil. El SIV pagaba al banco padre por el aval con fondos obtenidos por emitir ABCP. Estos eran pagarés a tres meses avalados por los activos en el SIV y la  buena reputación  del  banco padre. Aunque el SIV no tenía un historial, podía emitir bonos a un precio competitivo porque gozaba del apoyo del banco patrocinador. Es notable que, de acuerdo con la reglamentación existente a principios de la década del 2000, los activos almacenados en el SIV, fuera de la cuenta de resultados, deberían estar avalados por sólo una fracción del capital necesario en el caso de formar parte de la cuenta de resultados. Inflar la cuenta de resultados era arriesgado pero aumentaba las tasas de interés sobre el capital. Aún se podían obtener más beneficios jugando con la diferencia entre el beneficio a largo plazo y los costes de inversión a corto plazo. De manera típica, un ABCP contendría una carpeta de avales con una madurez de tres a cinco,  y conseguiría esas garantías vendiendo bonos reembolsables en un plazo entre tres meses y unos pocos días. Para los gestores del flujo de caja, los bonos eran más atractivos que las garantías, porque eran a corto plazo y estaban respaldadas por un banco de primera categoría. Para los bancos padres, el diferencial entre los ingresos de una mezcla de activos de alto riesgo y el bajo interes pagado por un ABCP bien valorado era muy útil.

Tenía pendiente, desde agosto del año pasado, comentar Crashed, el libro de Adam Tooze sobre la gran recesión de 2008. Al final ha venido a coincidir con otra crisis mundial, que ha llevado a los gobiernos a tomar medidas inusitadas de consecuencias aún impredecibles, pero que podrían conducir a otra nueva depresión económica. El título de esta serie de entradas, por tanto, se acaba de ver más que justificado.

Tooze no era un autor extraño para mí. Es un historiador de renombre cuyo enfoque de esta disciplina es fundamentamente económico. No en el sentido de un economista, quienes contemplan la actividad económica como algo regulado por sus propias leyes, teórico e impersonal, independiente en gran medida de las acciones humanas, previsibles y codificables en un modelo mecánico. Por el contrario, Tooze contempla la economía como una consecuencia del momento histórico y de los fundamentos ideológicos de las sociedades, así como de sus limitaciones, errores, cegueras y torpezas. No es de extrañar que su obra más famosa, The Wages of Destruction (El salario de la destrucción), sea un análisis de la economía del Nazismo, tan ideologizada y fanática como el propio partido y sus líderes.



En esa otra obra, Tooze desmonta el mito de un sistema de producción nazi de eficiencia asombrosa, máquina implacable capaz de obrar milagros, en especial en los últimos años de la guerra, cuando alcanzó su pico de producción en medio de los bombardeos aliados. En realidad, la economía nazi era ineficiente y estaba organizada de manera absurda, sin un claro liderazgo productivo y con muchos departamentos en conflicto. Debido a esa desorganización, se malgastaban recursos en proyectos contradictorios que no llegaban a buen término o que apenas llegaban a producir unos cientos de unidades, al contrario que anglosajones y rusos, quienes prefirieron centrarse en unos pocos tipos de armas, producidos de forma masiva. Debido a ello, si la economía nazi alcanzó su apogeo justo antes de la derrota, fue sólo porque antes estaba funcionando a medio gas, además de por haberse introducido cierta racionalidad en el uso de recursos materiales y humanos. Un incremento en eficiencia que tampoco fue tan magistral ni tan drástico como se pudiera pensar. Los muchos programas de exterminio nazi les privaron de millones de obreros que podrían haber contribuido al esfuerzo bélico alemán.

Se pueden imaginar que esperaba con gran expectación leer la interpretación de Tooze sobre la Gran Recesión. Un periodo histórico, no lo olvidemos, que ha cambiado por completo nuestro mundo, certificando la victoria del neoliberalismo salvaje, además de abrir un periodo de incertidumbres de mucho más calado que el sobresalto pasajero de los atentados del 11M. Pues bien, les puedo decir que el libro no me ha defraudado. Es más, incluso me ha aterrado. A pesar de haber vivido los altibajos de esta crisis, con sus muchas derrotas y frustaciones, gran parte de lo ocurrido se me escapaba por completo. Los medios de comunicación, por desgracia, no van más allá de lo más llamativo, cuando no se reducen a meros vehículos propagandísticos. El análisis mesurado y sereno brilla por completo por su ausencia. Y así nos va.

Pues bien, de la lectura de la obra de Tooze se desprende que la pregunta no es por qué estalló la gran depresión, sino por qué no estalló antes. Desde la década de los 80, con la revolución neoliberal, los gobiernos han ido eliminando todo tipos de controles a la inversión y a los flujos de capital. En especial, y esto es crucial a la hora de entender esta crisis, en lo que se refiere a avales y garantías de prestamos e hipotecas. En los diferentes paquetes de inversión con los que negociaban bancos, aseguradoras y fondos de inversión  había cada vez una mayor participación de activos de riesgo -los famosos activos tóxicos-, sin que estos tuvieran un respaldo externo que pudiese cubrir un descubierto. Peor aún, los diferentes "actores" en estas transacciones preferían esos activos peligrosos a los convenciomales.  ya que ofrecían pingües beneficios a muy corto plazo. Es decir, la posibilidad de enriquecerse sin límite especulando, esa lacra de nuestras sociedades que ha devenido mptivo de admiración en nuestro marco cultural.

Por sí sólo, aún con esas debilidades, las quiebras podían haber quedado aisladas, contenidas. Dañando a los bancos, cierto, pero sin quebrantarlos. Sin embargo, en unos pocos meses, se llegó al punto de ruptura, a un escenario de quiebras bancarias generalizadas que llevase a una repetición de la Gran Depresión de 1930. La razón de esta virulencia en el contagio se debe a dos factores que eran impensables hacia 1980. El primero es que la globalización ha llegado a tal extremo que todos los países occidentales poseen -o negocian- con amplias parcelas de la riqueza de otros países. Un caso es la dependencia de China de los bonos del tesoro estadounidense, pero incluso más relevante es el papel de la City londinense como nudo de comunicaciones entre ambos lados del Atlántico. A través de entidades radicadas en Londres, las inversiones alemanas se financiaban con recursos estadounidenses y viceversa. Un tropiezo en un extremo del sistema, como la quiebra de Lehmann Brothers podía transmitirse por toda la red. generando un efecto de bola de nieve. Tanto peor cuando casi ninguna de esas operaciones estaba respaldada por activos limpios, que no estuviesen contaminados.

La velocidad de transmisión, además. se vio acelerada por el tipo de operaciones que se había hecho común en los mercados. En nuestra vida diaria, préstamos en inversiones suelen plantearse a meses y años vista. Sin embargo, en esta feria de la vanidades en que había desembocado la economía, las operaciones vencían en días, cuando no el mismo día. La necesidad de liquido monetario para mantener el motor de la economía al máximo de revoluciones obligó a ese absurdo, con la consecuencia de que ninguna entidad tenía tiempo material de reaccionar ante un revés. Un traspiés y  sus acreedores estarían pisándole los talones en apenas unas horas. ¿Puede ser aún peor? Sí, porque esa necesidad de flujo monetario sobrapasaba el volumen de moneda real emitida por los bancos centrales de cada país. Los bancos normales y otras entidades financieras empezaron a emitir su propia moneda de juguete, los ABCP, con una tasa de interés asociada baja, además de descuentos por pronto pago, pero cuyo valor, convertibilidad y aceptación dependían de la confianza que el mercado tuviera en esa entidad.

Pueden imaginarse lo que podía ocurrir -y de hecho ocurrió- en caso de que de una entidad se descubriese que sus activos de alto rendimiento nunca iban a poder reembolsarse. De inmediato se le cerrarían todas la puertas, lo que en una economía que funcionaba al ritmo de horas era abocarla a la quiebra inmediata. No sólo a ella, sino a cualquiera que hubiese aceptado sus ACBP, tornados papel mojado, o que no pudieran recuperar o capitalizar los ABCP que hubieran prestado a su vez.

El caos absoluto, como vino a suceder.

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