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jueves, 26 de septiembre de 2019

En busca de Bergman (XL): Sarabande (Sarabanda, 2003)





















































Con Sarabande (Sarabanda, 2003) llego al final de mi revisión de la filmografía de Bergman, que me ha llevado más de nueve meses completar, a razón de una película cada fin de semana. Quizás complete estas notas con unas reflexiones finales, pero no lo tengo muy seguro. De lo que tengo ganas ahora es de salir del universo Bergmaniano y olvidarme de él por una larga temporada. No porque no me guste -Bergman es de mis cineastas adorados y esta revisión lo ha confirmado en esa estima-, sino porque necesito otras aventuras. Más optimistas y ligeras.

Volviendo a Sarabande, su última obra. Como recordarán, desde Fanny och Alexander (Fanny y Alexander, 1982), Bergman se había ido apartando de la profesión del director. No del todo, pero sí reduciendo su producción a un goteo cada vez más espaciado, de forma que, en veinticinco años, sus películas se pueden contar -literalmente- con los dedos de una mano, siendo varias de ellas documentales introspectivos sobre otras obras rodadas en esa mismo periodo. Esas largas pausas creativas rompen lo que había sido una de las características centrales, aunque de ordinario oculta, del oficio Bergmaniano: la constitución de una auténtica compañía teatral dedicada a rodar películas. Obra tras obra, se acababa uno acostumbrando a ver los mismos nombres en los títulos de crédito, a reconocer las mismas caras en la pantalla. El espectador envejecía al mismo ritmo que los actores, sin darse cuenta apenas de ello, habituado, como se estaba a encontrárselos con regularidad.

Por eso, pueden imaginarse mi sorpresa al toparme, en la primera escena, con una Liv Ullmann convertida en una anciana.  De sopetón, la mujer cuya juventud había sido una constante en los filmes de Bergman durante las décadas de los sesenta y setenta, se había transformado en una persona completamente distinta. Reconocible, como ocurre con quien se ha amado, pero ajena y distante. No obstante, esa impresión de extrañeza apenas duró un momento. Como las grandes damas del cine, la interpretación de Ullmann no se veía afectada por los embates del tiempo. Seguía siendo capaz, como cuando era joven, de mostrar las más sutiles y complejas modificaciones anímicas, de transitar entre extremos sin que esto pareciese forzado o afectado. Como les he dicho ya en otras ocasiones, necesitamos más películas con actrices maduras, incluso ancianas. No sabemos lo que nos estamos perdiendo, ni sospechamos la injusticia en la que incurrimos.

Otra cosa que me sorprendió en Saraband es qué diferente era la obra real de los retazos argumentales que me habían llegado sobre ella. Siempre se la presentaba como continuación de Scener ur ett äktenskap (Secretos de un matrimonio,1974), con la que compartía dos de los personajes principales, el matrimonio formado por Liv Ullmann y Erlang Josephson, cuya vida conyugal se había quebrado irremediablemente en esa primera película. Esta nueva es cierto que comenzaba con su reencuentro, pero enseguida derivaba por otros derroteros, trazando una historia de desamor, desencuentros, malentendidos, imposiciones y humillaciones entre tres generaciones de una misma familia, de cuya resolución Liv Ullmann era mero testigo.  

Conclusión que, de forma inesperada en Bergman, tiene mucho de Ibseniana, al mostrar como la más joven de la familia elije y sabe liberarse de la influencia aprisionadora, aplastante, de padre y abuelo. Libertad que puede venir acompañada de dolor, es inevitable, pero que si no se sabe atrapar, retener en el momento adecuado, dará al traste con toda tu existencia posterior, te relegará a ser otra persona muy distinta de la que eres, o podrías ser, en realidad, un remedo caricaturesco de los deseos e ilusiones frustradas de tus mayores. Un desenlace que me atrevería incluso a calificar de optimista, aunque al modo nórdico, ya que en medio de tantas negruras brilla un rayo de luz, por muy tenue que este sea.

Una historia narrada, además, con ese instinto certero para la composición, el montaje de los planos, selección del punto de atención tan habitual en Bergman. Un director capaz de pasar, de manera natural y gradual, de un plano-contraplano plano y sin brillo, a  otros donde se subraya el elemento  esencial a la hora de definir, comprender la escena y reflejar los sentimientos de sus personajes. Con una lenta ascensión en los acentos, apenas perceptible, pero que cuando estalla de verdad se torna demoledora. Un autor además, capaz de introducir la alta cultura, esa música clásica que ya apenas nadie escucha, sin resultar pretencioso o afectado. 

Porque sabemos que esa música no es algo accesorio para los personajes, sino la savia que les da vida. Sin olvidar  lo mucho que se juegan con ella, tanto al escucharla como al interpretarla.

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