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martes, 24 de septiembre de 2019

Elogio de la cursilería


Desde que la modernidad en arte se disolvió en la nada a finales de la década de los setenta, ha ido siendo más y más habitual la deconstrucción del relato basado en las vanguardias históricas. La marcha inevitable hacia la abstracción, punteada por sucesivas revoluciones estéticas, surgidas las unas de las otras, se ha revelado una visión incompleta, incluso injusta. Deja fuera a pintores inmensos que se apartaron, voluntariamente, de un arte militante, de confrontación y escándalo, para explorar otros caminos, no menos rompedores, que sólo ahora comenzamos a apreciar. Con la vuelta a un arte que intenta ser figurativo, transmitir un mensaje, dialogar con su público, sin que eso signifique copiar a rajatabae los estilos del pasado.

Sin embargo, hallo que muchas veces ese esfuerzo por rescatar pintores del olvido acaba por errar su objetivo: reparar injusticias evidentes. Por ejemplo, los museos que tienen colecciones del siglo XIX han vuelto a exponer en lugar de honor la pintura de historia del siglo XIX, señalando la pericia técnica de sus creadores. En contrapartida, intentan ocultar el carácter de encargo de la gran mayoría esas obras, muchas veces compradas por metros. La mayoría, a pesar de su maestría, no dejan de ser  un acúmulo de convenciones concebidas para no asustar al cliente, cuando no absurdos temáticos y compositivos que bordean el ridículo. Vergüenza ajena que se extiende a la pintura de Salón, en tantos casos indistinguible de un erotismo solapado para consumo de burgueses bien acomodados con sólidos principios morales. Una pintura al que le falta el brío, la naturalidad, la sensualidad, incluso el descaro, con que esos mismos temas eran abordados en el renacimiento y en el barroco.

Esta introducción viene a cuento de que en la fundación Mapfre acaba de inagurarse una exposición de título Boldini y la pintura española a finales del siglo XIX. Su tésis es recuperar la figura de Giovanni Boldini, pintor del último tercio, más o menos, del siglo XIX, presentado como figura de gran relieve y talento, además de relacionarlo con una ristra de pintores españoles de esa época, todos bien conocidos por el público: Fortuny, Sorolla, Zuloaga.

Pues no. Lo siento, pero no. Boldini es un pintor con muchas carencias, además de notarse demasiado que estaba en eso por el dinero. Les explico.






Según avanzaba por la exposición, me iba sintiendo cada vez más incómodo. Era evidente que gran parte de los temas de Boldini se reducían a la ecuación jóvenes monas haciendo cosas monas, con preferencia inocentes. No es ya que me repeliese ese ejercicio constante de cursilería, propia de esos ambientes burgueses antes citados, protectores de las buenas costumbres, es que me parecía demasiado conocido y cercano. Hasta que me di cuenta. Cambiando unas cosas aquí y allá, aligerando las vestimentas, deformando ojos y proporciones, su pintura podría fácilmente metamorfosearse en los peores productos del manga y el anime. Esos precisamente que van de niñitas monas haciendo cosas monas para que los reprimidos y vejestorios babeen.  Nada nuevo bajo el sol.

Esa coincidencia con fenómenos incómodos de otra época no es la única que pude detectar. Algunos de sus desnudos, por su pose antinatural y forzada, parecen salidos de las páginas de esas revistas  serías, destinadas a un público masculino adulto, que tanto se llevaban en el último tercio del siglo pasado. Es decir, no se busca un desnudo que busca ser natural, con cierta excusa argumental, sino poses retorcidas y exageradas que sirven para que se pueda apreciar y valorar mejor la mercancia. Justo como en esas portadas de cómic -o esos carteles de película- en que se puede ver al mismo tiempo el frente y el perfil del personaje femeninio representado, sin que esto signifique que se está intentando emular a los cubistas.

Sin embargo, a mitad de la muestra, una serie de cuadros estuvieron a punto de cambiar mi opinión. Parecía que Boldini había abrazado el estilo de las vanguardias, adoptando una pincelada más libre y abocetada, casí de action painting, en clara oposición a su minuciosidad de miniaturista característica de los años 60. Eso pensé por un momento, hasta que me dí cuenta que nos estaba haciendo trampas. Esas audacias se limitaban a los márgenes de sus pinturas, mientras que sus modelos seguían estando igual de bien marcados y definidos que antaño, con los mismos tics cursis y ñoños de siempre. Lo único que había hecho es modificar su estilo según las apetencias del público. Si en los sesenta se prefería una pintura detallista, adocenada y relamida, ahí estaría él; si en los 90, el impresionismo era lo más, que por él no se dijese.

Desde que me di cuenta de su engaño, todo fue cuesta abajo. Más aún al compararlo con las obras de pintores españoles que lo acompañaban en la muestra. Donde Sorolla o Zuloaga destaban por su naturalidad y contención, por su captación de la esencia del retratado, por su asimilación de las conquistas de las vanguardias, Boldini se conformaba con buscar una pose llamativa, un aspaviento que diese al retratado la ilusión de ser único, especial, cuando en realidad lo único que pretendía el pintor era lucirse, asombrar al público, fardar de su habilidad.

Con unos recursos estéticos que no pueden ser más hueros y vacíos. Torpe remedo de los auténticos logros de la vanguardia, a la que no vacilaba en saquear en su propio beneficio.



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