La semana pasada, les comentaba lo insatisfactoria que me había resultado la exposición de Giovanni Boldini, recientemente abierta en la fundación Mapfre. Por suerte, justo al lado, se puede visitar la dedicada al fotógrafo irlandés Eamonn Doyle. Otra más en la larga serie de muestras con las que la Mapfre está escribiendo una historia de la fotografía a través de sus fotógrafos. Eclipsando, como en este caso, a las que se presentan en el edificio principal.
No les oculto la gran impresión que me ha producido encontrarme con la obra de este fotógrafo. Casi siempre en gran formato, sus fotografías te atraen y absorben en su seno, pero este poder de fascinación no se debe a su belleza técnica ni a haber plasmado situaciones excepcionales. De hecho, sus tema son prosaicos, casi siempre el mismo: la ciudad de Dublín, retratada en su cotidianeidad. Mejor dicho, las gentes que viven en ella, sorprendidas en un momento de sus vidas, sin percibir la presencia del fotógrafo, congeladas para siempre en el trayecto entre dos puntos. Origen y destino que nunca llegaremos a conocer, que quedará oculto a los espectadores.
A priori, fotografías anodinas. O quizás, como tantas obras del fotoperiodismo, valiosas por su contexto, por su carácter de testimonio. Sólo que de todas ellas se desprende una profunda melancolía que las extrae y separa del individuo en concreto que ha sido retratado, tornándolas universales e intemporales. Así, en su primera serie, I., a la que pertenece la foto que abre esta entrada, Doyle se centra en fotografiar ancianos en la calles de Dublín, casi siempre de espaldas al fotográfo, captados con un plano picado, dos recursos que resaltan su soledad e indefensión. El hecho de que ya no pertenecen a este mundo, que la sociedad les ha repudiado hoy olvidado, que lo único que pueden hacer por ella es morirse, sin que nadie siquiera se lo agradezca.
Esa desconexión entre fotografo y modelo se repite también en sus fotografías de la serie ON, como la que pueden ver más abajo. En esa ocasión, el blanco y negro, el contrapicado, retratan otras tantas gentes que vagan por Dublín. Siguen siendo esos jubilados sin futuro, igual de desamparados y perdidos que en I., pero con ellos se cruzan otros nuevos marginados: Inmigrantes, personas que viven al día, otros lindantes con la criminalidad, incluso jóvenes con un aparente futuro que sospechamos es una ilusión. Personas que parecen vagar de una cárcel a otra, del hogar al trabajo y luego de vuelta, si es que acaso aún tienen la suerte de gozar de ese privilegio, pero sin contar con esperanzas ni expectativas. Sin mirarnos, sin mirada, como si solo les cupiese cerrar los ojos, apretar el paso y aguantar el chaparrón.
Y luego esta K. Inesperada, desligada y asislada en si mísma, opuesta a lo visto hasta entonces, contraria a lo pensábamos esperar de Doyle, con una sala -la inferior- dedicada por entero a ella. Si las series anteriores bebían del fotoperiodismo para luego traicionarlo y descarriarlo, K es simbólica y críptica, en buena medida religiosa -pero de una religiosidad anterior a cualquier religión-, incluso mística. Asemejando, con su disposición y ordenación en ese ámbito propio que se le ha reservado, una capilla laíca, impresión subrayada por la música en bucle, a medias planto, a medias visión de la gloria, que acompaña la visita y la vista de estas fotografías.
K., es una elegía, dicho, una meditación sobre la muerte. Sobre su presencia constante, acechante; sobre como convierte nuestra vida en una espera, de la que sólo sabemos que tendrá fin con ella, pero no el cuándo. Su origen, el de esta serie, está en las cartas que la madre del fotógrafo escribió al hermano de éste. Desde su muerte prematura hasta el fallecimiento de ella. Como queriendo negar la irreversibilidad de la muerte, anular su separación infranqueable, mantener un contacto imposible, elc cariño inquebrantable que sólo una madre puede tener hacia sus hijos, hasta el momento que ambos se reunieran en la nada.
Así, fotografía tras fotografía, Doyle nos muestra una figura velada, que no sabemos si nos observa, ni siguiera si nos ve, pero que está presente en cada momento de nuestra visita, siempre cambiante, siempre la misma. ¿Es la misma muerte, que nos recuerda su proximidad? ¿Son los muchos espíritus de los ya fallecidos? No sabría decirlo. Sólo que me atenazaba una congoja inextinguible, la misma que siento cuando visito, cada primero de noviembre, las tumbas de mis mayores.
Pero no podía marcharme de allí. A pesar de mi angustia y mi dolor, no quería partir.
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