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martes, 2 de julio de 2019

El pasado y el presente, la misma cosa (I)

¡Unos hartazgo, y otros tan poco, que una vuelta de las nubes basta a dejarlo sin pan y sin techo! ¡Si es más que justicia rebajarle a los ricos sus caudales! ¡Tanto vituperio sobre los caballistas, y callar la boca para el mal ejemplo del que corrompe su hacienda en el bateo de vino, baraja y mujeres! ¿Y esto no es más escarnio que tentarle las onzas a un malvado usurero que las tiene enterradas?  No les faltaba razón a los compadres cuando decían que las leyes las sacan los ricos, sin otra mira que sus prosperidades. El viejo pardo, por el hilo de sus cavilaciones y recelos, deducía el  monstruo de una revolución social. En aquella hora española, el pueblo labraba ese concepto, desde los latifundios alcarreños a la Sierra Penibética.

Ramón María del Valle Inclán, La corte de los milagros

No les voy a ocultar mi profunda admiración por Valle Inclán, cuya figura me parece que se agiganta a medida que pasa el tiempo. Entre los muchos escritores que forman esa generación que se dio en llamar del 98 - adscripciciones que me parecen forzadas y ....... - él me parece el más internacional de todos. No en el sentido de que sea el que mejor se puede vender a sensibilidades extrañas - como ocurre con García Lorca - sino por ser el que mejor conectó con lo que se estaba cocinando en la vanguardia europea de primeros del siglo XX. 

Sus esperpentos teatrales, por ejemplo, resisten la comparación con el distanciamiento Brechtiano e incluso adelantan ciertos dejes del futuro teatro del absurdo. Esa modernidad, en sintonía con Europa, le convierte en una excepción dentro del teatro español, incluso hasta mediados del siglo XX, Singularidad que se ha mantenido hasta el presente, cuando sus obras, a pesar de la dificultad lingüística que puedan suponer, son de una actualidad pasmosa. En gran medida, porque las divisiones, trincheras y bandos de tiempos de Alfonso XIII, ésas que llevaron al desgarro de la Guerra Civil, han vuelto a revivir como si el tiempo no hubiera pasado en absoluto. Efecto zombie del que tiene la culpa la cisura histórica del franquismo, pesadilla de la que no acabamos de despertar, mucho menos olvidar.



Esa persistencia y relevancia de la obra valleinclaniana se debe también a que este escritor, al contrario que la gran mayoría, sufrió un proceso de radicalización estética a medida que envejecía. Los sucesivos rechazos, el saberse figura aislada y singular, la seguridad de que su teatro no sería llevado a escena. le llevó a abandonar todo comedimiento y mesura. Si sus obras se consideraban irrepresentables, lo serían con todas consecuencias, como reflejan sus acotaciones teatrales, que sólo podrían ser tornadas visibles y verosímiles ahora mismo, en el cine y con ayuda de CGIs y ordenadores.

Desaforo y desmesura que era también político, puesto que Valle evolucionó desde un Carlismo militante - corriente política, recordemos, que proponía una sociedad tradicional y estamental basada en la trinidad Dios, Patria y Rey -, hasta simpatizar con posturas de izquierda revolucionarias, o al menos clamar contra el orden establecido, su conformismo e hipocresía mezcladas con mojigatería religiosa,  agravadas por la opresión aplastante a la que sometía al resto de la sociedad. sumida en la miseria. De hecho, si Valle no hubiera muerto a principios de 1936, es casi seguro que los insurgentes nacionales le hubieran fusilado de los primeros. Tendríamos otro caso García Lorca, de sepultura aún desconocida.

En ese sentido hay que entender el ambicioso proyecto de El ruedo Ibérico, nueve novelas que habrían de narrar el Sexenio Liberal (1868-1875), pero de las que sólo alcanzó a terminar tres, centradas en los últimos meses de 1868, justo antes de que estallase la Revolución Gloriosa en septiembre. Empeño que además, se supone, intentaba enmendar la plana a Galdos - escritor por el que  Valle sentía una antipatía inextinguible -  y a sus Episodios nacionales. Valle se propuso, ni más ni menos, crear una novela universal, en la que se realizase una radiografía completa de la sociedad de ese tiempo, de las elites nobiliarias a los bandoleros de Sierra Morena, sin casarse con nadie y sin dejar títere sin cabeza.

Salvando únicamente a aquéllos cuya miseria no les deja otra salida que la rebelión, aunque ésta sea ciega y sin causa. Mero revolverse contra la rapacidad y el poder arbitrario de quienes se proclaman superiores y mejores.

En el cielo raso y azul, serenaban las lejanías sus crestas de nieves, y un pujante antagonismo cromático encendía sus rabias amarillas la retama de los cerros. Remansábase el agua en charcales. Asomaba, en anchos remiendos, el sayal de la tierra. Volaban los pájaros en apretado noviazgo: Entraba y salía en los círculos de la tarde el frívolo cuclillo, con su flautín irreverente.

Esto es manifiesto desde el comienzo de la primera novela, La corte de los milagros. En ella se narra como un joven de buena familia debe "exiliarse" temporalmente en la finca de sus padres, en algún de lugar de la Sierra Morena, para escapar a las consecuencias judiciales de un turbio asunto criminal. El inicio muestra así una corte isabelina, dividida en múltiples camarillas en continuo combate, cuyas disensiones son apenas contenidas por la mano dura del espadón de turno, Narváez, quien está ya agonizante. Temeroso de que a su muerte todo habrá de venirse abajo, como castillo de naipes.

Corte que a su vez no es más que un reflejo de una clase dominante, nobles, alta burguesía, banqueros y terratenientes, cuyo medro se asegura mediante favores e influencias. Intrigando, adulando y tragando los sapos que hagan falta, mientras que los defines de esas familias se dedican a vivir la vida, atropellando a quien se les antoje, sabedores de que sus padres les rescatarán de cualquier embrollo, a golpe de talonario o tirando de amistades poderosas. Abyección moral que encuentra su correlato en el mundo de los bajos fondos y de los bandidos, quienes simultanean sus negocios sórdidos con el estar a sueldo de esas mismas familias honorables, a quienes sirven de milicia para lo que haga falta. Aunque eso no evite que los bandoleros de vez en cuando se atrevan con alguno de sus patronos... o al menos lo asusten un poco.

Espectáculo de gran guiñol, de corte de los milagros - que no se olvide, era el nombre que se daba el gobierno paralelo de los bajos fondos - que contamina a toda la España de finales del reinado isabelino y la convierte en ese país de pandereta que todo español ha aprendido a despreciar... pero que es donde más a gusto nos hallamos. Similitud de constumbres, aparentemente niveladora de los abismos sociales, pero que oculta una desigualdad fundacional, casi podría decirse esencial al carácter español. Que los de arriba mandan y con todo se quedan, mientras que los de abajo obedecen y sólo poseen sus miserias y calamidades. Que si éstos se desmandan, ya mandaran aquéllos a sus lacayos, guardias civiles y bandoleros, a restaurar el orden. A palos y tiros si es que se tercia.

Novela de tesis, panfleto social, se podría decir, pero a la que eleva a la categoría de obra maestra la pericia como novelista de Valle. Un escritor capaz de describir ambientes en cuatro frases - observese en el extracto anterior como vemos, literalmente, el campo a mediodia  -, y con las palabras precisas, sin que importe que éstas sean cultismos, neologismos, barbarismos o vulgarismos, porque cada una de ellas está en su lugar exacto. El que conviene a donde se está y a quienes están presentes.

Concisión que además permite a Valle mantener un ritmo vivo, casi de carrera, que podría agotar al lector, dejarle rezagado entre la maraña de escenarios y personajes, pero que se revela el único modo de ilustrar la variedad caleidoscópica de ese mundo decadente y moribundo. Análisis y autopsia que se muestran de una unidad inquebrantable, puesto que ese viaje narrativo es de ida vuelta, comenzamos y terminamos en el mismo sitio, meditando sobre la crueldad abyecta de ese reinado, mientras que cada avance en la tram se verá compensado posteriormente por un retroceso idéntico.

Como si nos hallásemos en un laberinto sin salida alguna.








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