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jueves, 4 de julio de 2019

En busca de Bergman (XXXI): Trollflöjten (La flauta mágica, 1975)
































Ya son varias las ocasiones en que les recalco que el genio de Bergman era demasiado grande para restringirse a un sólo arte. Durante toda su carrera simultaneó el rodaje de sus películas con la dirección de obras teatrales, faceta esta última en la que, según tengo oído, era tan bueno como en la cinematográfica. Además, no mantenía estos mundos aislados al uno del otro, sino que se influían el uno al otro, olvidando las fronteras erigidas por los teóricos, enriqueciendo así mutuamente ambos artes. Sin que esos intercambios se reduzcan a las adaptaciones de un formato en el otro. Desde sus primeras obras, el mundo de la farándula y el teatro fue una constante continua en sus narraciones, e incluso incluía representaciones teatrales en sus películas, que no eran mero adorno decorativo, sino elemento dramático que servía para hacer avanzar la acción.

Por supuesto, Bergman no es el único cineasta con esta doble vertiente. Un maestro como Welles, de indudable potencia visual, comenzó como director de teatro, la mitad de su obra son adaptaciones de Shakespeare y tampoco le hacía ascos a incluir actores y representaciones en medio de sus películas. El fundador del cine independiente americano, John Cassavetes, por su parte, rodó una película, Opening Night (Día de estreno, 1977), que termina con la representación de la obra que los protagonistas habían estado ensayando durante gran parte del metraje.  Hay más que egregios precedentes. por tanto -  y me dejo unos cuantos en el tintero-, pero hay un género teatral que siempre ha supuesto un escollo insuperable para e cine: la ópera.

Puede resultar sorprendente esa mala fortuna, cuando la historia de la cinematografía rebosa de musicales. Quizás se deba la extrema artificialidad de las puestas en escena operísticas, subrayada por ese supuesto realismo innato del cine, o al carácter elitista que ha ido asumido ese género musical, contrario a la orientación popular de las películas basadas en musicales, como si no hubieran existido óperas destinadas a un público de todos los pelajes u otras que, a pesar de su complejidad,  hayan terminado convertidas en estandarte de toda una sociedad, como las de Verdi y Wagner. Sea lo que sea, el caso es que la ópera nunca ha terminado de funcionar en cine, de manera que las pocas adaptaciones que existen no pasan de curiosidades u obras menores en el corpus de sus autores. Salvo este Trollflöjten (La flauta mágica, 1975) de Ingmar Bergman, basado en la ópera de Wolfang Amadeus Mozart.

Les confieso que comencé el visionado con recelos y aprensión. Me preparaba para un patinazo de impresión, aunque las críticas eran bastante favorables. Por suerte, bastó que empezaran a sonar los primeros compases del preludio para que mis temores se disipasen, mientras que al rato estaba dando saltos de alegría. La explicación es simple. Dado que la ópera, como la música clásica, se considera elevada y seria, el epítome de la belleza, la ilustraciones más comunes - y haraganas - suelen tirar del archivo de imágenes pintorescas, de ésas que se pueden comprar a euro el poster para colgarlas en la oficina. De hecho, podría decirse que si algo ha hecho daño a la música clásica ha sido precisamente ese afán por ponerse importante y transcendente de forma esterotipada a la hora de traducirla en imágenes, con lo que sólo se conseguía tornar esas maravillas sonoras en música de ascensor.

En apariencia, el preludio de Bergman comenzaba de la misma guisa, con hermosas vistas de jardines neoclásicos. En apariencia, porque el modo en que habían sido fotografiadas por Sven Nyquist las dotaba de colores irreales, en cuadros donde el pincel había sido substituido por la luz. Esa sección inicial, no obstante, se reducía a un instante pasajero, puesto que la cámara en seguida se volvía hacia el publico que esperaba el inicio de la representación, fijándose en uno de los espectadores: una niña cuya mirada rebosaba de ilusión. Y de su rostro, a otro, y a otro, y a otro más, y de nuevo a la niña inicial,  en una cadencia paralela a la marcada por la música. Y de nuevo a recomenzar, insertando rostros de todas las edades, de todas las razas, incluso el de Mozar, en una secuencia magistral de la que las capturas son un pálido reflejo.

¿Pero en que consistía esa maestría? Era obvia la audacia - y la pertinencia - de no intentar ilustrar la música con imágenes, puesto que éstas no tendría sentido sino para la persona que las evocara. Lo que importa es mostrar la ilusión, la anticipación, la alegría, la sopresa, el hechizo, el flechazo, la atención y la concentración de cada uno de los asistentes, reacciones tan diversas como ellos mismos. Diversidad cuyo subrayado, de edad, cultural y racial, viene a dar una lección tan olvidada como importante. Esas obras égregias son patrimonio de la humanidad, son un tesoro del que todos tenemos el derecho y la obligación de disfrutar. De disfrutar y emocionarnos con ellas, no se olvide, sin necesidad de cubrirlas de un carácter sacrosanto que las torne intocables.

Esta escena no es un hallazgo aislado, porque el resto metraje rebosa de hallazgos. Además, de aquéllos que provienen de esa faceta lúdica, bulliciosa y revoltosa, alegre y optimista, que es tan Bergmaniana como la más famosa y conocida, la de su angustia existencial. Así, Bergman no tiene reparos en mostrarnos que la representación es una representación, artificial y convencional, que los monstruos son, por ejemplo, personas disfrazadas, que todo es de mentira. Por ello, quizás, más real que cualquier recreación milimétrica de la realidad. Con la misma intención nos lleva entre bastidores, para que veamos a los actores desprovistos de sus personajes y obligados a vestirse con ellos de manera apresurada, con precipitación, forzados por el transcurso acelarado de la función. O que en ciertas escenas aparezcan tablones con el texto cantado escrito, que van siendo cambiados a manos, auténticos subtítulos en vivo y en directo, de los que los cantantes son conscientes e incluso participes.

En resumen, una obra sorprendente, arrebatadora, que poco tiene que envidiar a los Bergman más "serios" e "importantes", y de la que se sale con una amplia sonrisa. Que buena falta hace.


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