El calorcillo tenue. ¿Hasta cuándo estaría metido allí? ¿No vendría una nube? La luna parecía ahuyentarlas. Un conejo. Era un conejo. Lo habían cazado como un conejo. Y ese joven, a su lado, muerto. Seguramente había muerto el día anterior. ¿Dónde estaría su alma? El cielo, el purgatorio, el infierno. ¿Creía de verdad en todo eso? El padre Rigoberto le había absuelto. Además, había comulgado el día anterior, en Segovia. Si moría, podía ir al cielo, cuando mucho al purgatorio. En cambio, el alma del Maño debía estar en el infierno. Sabía que no. Procuró huir de esa idea y concentrarse en el muerto que tenía al lado. ¿Cuántos años tendría? ¿Veinte? ¿Veinticinco? ¿Andaluz, gallego? Decidió que era bilbaíno, por la boina. Había muerto en defensa del orden y de la religión. De pronto, le asaltó una duda: ¿y si fuese un rojo?
Se sintió desgraciado, miserable, pequeño. Iba a morir, y no le importaba. Entonces, ¿por qué tenía miedo? Iría al cielo. No, no iría al cielo, ni al infierno, ni a ninguna parte. Moriría, y no habría más. Se quedaría como ése, hediendo. Y llovería, y nevaría, y se desharía. Y no había más. Por eso tenía miedo. Veía su mano, enorme, apretando el gatillo para que salieran en trozos los sesos del Maño, la luz redonda de la linterna, súbitamente apagada. El traquido y, luego, nada. Ahora, por lo menos, las balas silbaban. No, hacía rato que ya nadie disparaba. La luna sola, allí arriba, y, a lo lejos, holanda, tenues nubes. El silencio. La tierra, los pedruscos, que le dolían. Se atrevió a moverse un poco. Una guija desprendida le atenazó de pavor. Se quedó encogido, las manos agarrotadas al fusil. «Con el alma en un hilo». Un hilo de sangre. «No le quedaba una gota de sangre en el cuerpo». Se ciscaba de miedo. No pudo más, y, convulsivamente, se bajó los pantalones. Así le agarraron prisionero.
Max Aub. Campo abierto.
Como les comentaba en una entrada anterior, Campo cerrado, la primera novela del ciclo El laberinto mágico de Max Aub, es al mismo tiempo la más sencilla y la más difícil. Sencilla, por centrarse en la peripecia vital de un único personaje, desde su pueblo natal en el Maestrazgo hasta la Barcelona del 19 de Julio de 1936; difícil, por la riqueza de su lenguaje, rebosante de todo tipo de localismos y arcaísmo, que pueden tornar algunos párrafos en ininteligibles. Destaca también por mostrar qué afilada, resbaladiza e invisible era la divisoria que separaba a los futuros bandos en conflicto. No porque sus posturas no fueran ya opuestas e irreconcilables, sino porque un individuo cualquiera, en un contexto de ignorancia política, enfrentado a debates cuyos términos le quedaban muy por encima de su comprensión, podía acabar uniéndose y defendiendo a sus enemigos naturales. En concreto, pensar que quienes iban a librarle de la miseria y la explotación que le aplastaba eran aquéllos mismos que sólo pretendían tornarla permanente, utilizándole para ello como carne de cañón. Contexto político del pasado, por cierto, de cercanía inquietante a nuestro hoy, cuando amplios sectores desprotegidos, o en vías de serlo, votan a partidos próximos a posturas fascistas.
Ambigüedad política en su personaje central que no quiere decir que Aub lo sea también, mucho menos ingenuo, sino que sirve para separar su obra de la novela de tesis y de tantos maniqueísmos literarios, ya sean pasados, como el Realismo socialista plagado de abnegados líderes del proletariado, como presentes, ese neopuritanismo politicamente correcto que ensalza el final feliz y la bondad natural de sus personajes. Los personajes de Aub, como el Rafael López Serrador de Campo cerrado, son demasiadas veces corchos arrastrados por la corriente, cuyo posicionamiento moral depende de la casualidad y las circunstancias en que se encuentren. Dependiendo de como les vengan dadas, una misma persona podría convertirse en un héroe o un traidor, o más sencillamente, sin tanto dramatismo, no pasar de ser alguien mediocre, cuyo destino lo decida el azar, mientras que su consideración y juico final depende de otros.
Este resumen viene a cuento de que en Campo abierto, la segunda novela del ciclo se invierten los términos. Sigue siendo una novela díficil y sencilla. Sencilla, por que el lenguaje se vuelve más accesible, difícil porque Aub encuentra su fórmula novelística final, la única capaz de reproducir el caos, la quiebra y la confusión en que España se sumió durante la guerra civil. Trasmitir esa realidad no se puede realizar manteniendo un único punto de vista, que por necesidad será parcial, limitado y equivocado. Hay que dejar hablar a todos, cada uno con su propia vez, tornando la novela en una polífonía, pero cuidando que no devenga en cacofonía. Aub, con esa decisión de poblar su ficción con innumerables personajes, dispares y contrarios, asume un riesgo casi insuperable. Cuando nos encontramos con uno de ellos, no tenemos garantía de que vuelva a aparecer en transcurso de la novela, ni de cuando lo hará, si es que lo lo hace. Incluso tratándose de los protagonistas, podemos perderlos de vista durante tomos enteros o quedarnos sin saber, al final del ciclo, qué fue de ellos, si sobrevivieron o murieron, si traicionaron o se mostraron firmas. La novela. por tanto, podría haberse derrumbado sobre sí misma. reducida a enredo inextricables de hilos inconexos e inconectables.
No ocurre así, sin embargo. En parte, porque ésa es la única manera de narrar, con coherencia y honestidad, la Guerra Civil. En parte, por la maestría de Aub a la hora de acercarse a sus personajes y mostrar su psique.En unos pocos párrafos, con unas cuantas descripciones, nos lleva a conocerlos como si llevásemos años de convivencia. Nos importa su destino, con independencia del bando en que militen, sin reparar en si son más inteligentes o más tontos, más honrados o más vivales. Queremos saber de ellos, conocer como se las arreglarán, como conseguirán evitar el torbellino devorador de la guerra. Cosa que casi ninguno logra, porque en esos primeros meses, de julio a noviembre del 36, el odio, la venganza, la muerte, estaban sueltos, sedientos de sangre, hambrientos de víctimas. En ambos bandos, donde los peores encontraron la oportunidad para el ajuste de cuentas, para el robo y el saqueo, para saciar sus peores instintos.
En ambos bandos, repito. Porque Aub es republicano hasta la médula, no en vano tuvo que exiliarse, pasar por infinitas peripecias hasta hallar refugio en México, resignarse a no volver jamás a una España que ya no le entendía ni le necesitaba, pero eso no le impide darse cuenta del horror que la quiebra del poder legítimo republicano, producida por los insurgentes franquistas, desencadenó en ambas zonas. Los exaltados de ambos bandos se lanzaron a la calle, se hicieron dueños de ellas, eliminaron a sus enemigos políticos, a quienes sólo sospechaban serlo, sin parar en miramientos, ni guardar compasión alguna. Cisura fratricida que, como también señala Aub, se extendió a las mismas familias, donde padres denunciaron a los hijos, e hijos a los padres, donde personas de relevancia mínima, sin militancia conocida, fueron extirpadas de sus familias sin tener culpa alguna, en aras de ideas que luego devorarían a sus propios verdugos.
Terror político que el restablecimiento de la legalidad republicana atenúo y contuvo pasados los primeros meses en la zona leal, pero que se convirtió en razón de ser de los sublevados. Como también señala Aub, para los nacionales era un deber exterminar a los del otro bando. Para que no quedase huella alguna de ellos, para quebrantar cualquier espíritu de rebeldía, para infundir un terror religioso en los supervivientes. Pero en medio de todo, un rayo de esperanza, para la República, para las fuerzas progresistas, para la misma España: el milagro de Madrid. Su relato es objeto del último tercio de la novela y de él serán testigos dos de los mejores personajes de todo el libro, Vicente Dalmases y Asunción Meliá, cuyo amor es de rara fuerza y veracidad, además de ser un hilo que enhebra todo el ciclo. Dotándole así de esa unidad tan necesaria que parece siempre a punto de perderse.
Milagro en medio de una imparable serie de catástrofes que no se produce por la llegada de la columna Durruti, ni la de las brigadas internacionales, tan celebradas ambas y tan glosadas en multitud de libros, sino un par de días antes, el 7 de noviembre, cuando una unidad de voluntarios, todos peluqueros, se dejó hacer trizas para cerrar una brecha en la Casa de Campo. Derrotando, contra todo pronóstico, a las tropas de élite del ejército de África, esas unidades moras de regulares, cuyo sólo nombre bastaba para provocar la desbandada.
En ambos bandos, repito. Porque Aub es republicano hasta la médula, no en vano tuvo que exiliarse, pasar por infinitas peripecias hasta hallar refugio en México, resignarse a no volver jamás a una España que ya no le entendía ni le necesitaba, pero eso no le impide darse cuenta del horror que la quiebra del poder legítimo republicano, producida por los insurgentes franquistas, desencadenó en ambas zonas. Los exaltados de ambos bandos se lanzaron a la calle, se hicieron dueños de ellas, eliminaron a sus enemigos políticos, a quienes sólo sospechaban serlo, sin parar en miramientos, ni guardar compasión alguna. Cisura fratricida que, como también señala Aub, se extendió a las mismas familias, donde padres denunciaron a los hijos, e hijos a los padres, donde personas de relevancia mínima, sin militancia conocida, fueron extirpadas de sus familias sin tener culpa alguna, en aras de ideas que luego devorarían a sus propios verdugos.
Terror político que el restablecimiento de la legalidad republicana atenúo y contuvo pasados los primeros meses en la zona leal, pero que se convirtió en razón de ser de los sublevados. Como también señala Aub, para los nacionales era un deber exterminar a los del otro bando. Para que no quedase huella alguna de ellos, para quebrantar cualquier espíritu de rebeldía, para infundir un terror religioso en los supervivientes. Pero en medio de todo, un rayo de esperanza, para la República, para las fuerzas progresistas, para la misma España: el milagro de Madrid. Su relato es objeto del último tercio de la novela y de él serán testigos dos de los mejores personajes de todo el libro, Vicente Dalmases y Asunción Meliá, cuyo amor es de rara fuerza y veracidad, además de ser un hilo que enhebra todo el ciclo. Dotándole así de esa unidad tan necesaria que parece siempre a punto de perderse.
Milagro en medio de una imparable serie de catástrofes que no se produce por la llegada de la columna Durruti, ni la de las brigadas internacionales, tan celebradas ambas y tan glosadas en multitud de libros, sino un par de días antes, el 7 de noviembre, cuando una unidad de voluntarios, todos peluqueros, se dejó hacer trizas para cerrar una brecha en la Casa de Campo. Derrotando, contra todo pronóstico, a las tropas de élite del ejército de África, esas unidades moras de regulares, cuyo sólo nombre bastaba para provocar la desbandada.
Max Aub es uno de mis escritores preferidos.
ResponderEliminar¿Has leído "Las buenas intenciones"? Existe una versión cinematográfica: "Soldados" (1978) de Alfonso Ungría.
Saludos,
Juan
Acabo de descubrir a Aub - gracias a Gregorio Morán y el brevísimo resumen teatral de El laberinto mágico que se hizo en el Vallé Inclán - así que apenas he arañado su inmensa obra.
ResponderEliminarApunto la recomendación