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lunes, 22 de abril de 2019

En busca de Bergman (XXIII): Skammen (Vergüenza, 1968)







































Como corresponde a los auténticos grandes cineastas, Bergman nunca se permitió abandonarse en la comodidad, elegir un estilo como perfecto y a partir de ahí comenzar a repetirse. Desde sus primeras películas, su obra es una continua indagación, una búsqueda sin término, con mejores o peores resultados, que en apenas una década le llevó de ser un director del montón a un autor notable, para finalmente convertirse en un creador esencial. De esos a quien todos copian, sin saber muy bien qué en la mayoría de los casos.

Skammen (Vergüenza, 1968) es un de esos experimentos con los que Bergman se esforzaba en apartarse de sus logros pasados. Se trata, además, de una excepción temática en su filmografía, ya que se la podría adscribir al género bélico, con todas las reservas que queramos. En primer lugar, porque ese género, por muchas excusas pacifistas que quiera alegar, suele terminar siendo justo lo contrario, un relato de hazañas bélicas. La película de Bergman, sin embargo, se halla en el extremo opuesto, por dos motivos principales.  El primero, esencial, centrarse en los sufrimientos de la población civil, la gran olvidada, salvo honrosas salvedades, por todo el cine bélico. El segundo, no menos importante, ubicar el conflicto en un futuro próximo, sin identificar bandos, mucho menos buenos y malos. Estos últimos, como chivo expiatorio.

La intencionalidad de Bergman es, por tanto, clara. No trata de narrar una victoria, con frecuencia identificada con la de los defensores del bien, sino una derrota. Colectiva, por más señas. La manera en que el mundo proveniente de la paz va siendo deteriorado, erosionado, destruido, hasta tornarse irrecuperable por la dinámica del conflicto. Por mucho que los protagonistas se afanen por hallar un refugio, esa isla remota, apartada de la civilización, donde casi nadie quisiera vivir, la guerra se empeñará en buscarlos, logrará encontrarlos. Para destruir todo lo que han construido, para despojarles de todo lo que consideraban suyo, para quebrar los lazos que les unían. Esos mismos que, ilusos, consideraban inquebrantables.

Ése, y no otro, es el tema auténtico de la película. Como la guerra va insinuándose, insidiosa, en todos los aspectos de la vida. Como las comunidades se fisionan, convirtiendo en enemigos irreconciliables a los vecinos de toda la vida. Tornando a unos en traidores, reales o imaginarios, a los otros en verdugos, éstos siempre voluntarios. Como esa ruptura se extiende al interior de las familias, en donde la maldad, la crueldad y la inhumanidad anidan de manera ineviable. Como cada uno de sus componentes, sometido a la presión aplastante del conflicto, termina por descubrirse otra persona muy distinta de la que fue en tiempo de paz. Capaz ahora de los actos más abyectos, al principio excusables por defensa propia,  luego por venganza, al final ejecutados por mero habito, incluso con placer.

Se trataría, por tanto, del film más político de Bergman, al ser una clara referencia a nueva guerra general, en el corazón de Europa, entre los bloques que la dividían durante la Guerra Fría. Incluso el más desengañado, aunque parezca imposible, al mostrar una guerra que acabaría con la civilización, aun cuando se librase sólo con medios convencionales. Político, actual y desesperado, cierto, pero al mismo tiempo, abstracto por entero, al no hacer referencia alguna a bloques o bandos, ni a su valoración moral, nefastos ambos por haber invitado a la destrucción, igual de crueles e inhumanos en la aplicación de sus medidas necesarias. Una contradicción que se extiende también al estilo en que está rodada la película, que alterna entre un aire documental, de cámara al hombro, de precipitación y apresuramiento, frente al estilo calmo y meditado, pleno en significado e insinuaciones, del Bergmann anterior y de amplias secciones del filme.

Lo que no implica que la película sea mala o desigual. Es evidente que cada sección requería un estilo diferente, que los actos de violencia no podían rodarse con calma y desapego, rayanos en una indiferencia, porque así podrían servir de cohartada al espectador para ponerse a salvo, sin sentirse afectado por lo que presencia en la pantalla. Momentos de tosquedad y nerviosismo que, no obstante, son solamente eso, instantes fugaces, aislados, como suele ser el estallido y resolución de esa violencia que confluye en la muerte, sin extenderse y contaminar el resto de la película. 

Amplios espacios desiertos, vacíos temporales, donde hay que hacerse a sus resultas, que no desaparecerán en mucho tiempo. Con las que se habrá de convivir hasta no se sabe cuándo y cuyo peso llegará a hacerse agobiante, aplastante. Llevando a la insensibilidad, a la indolencia, a vivir embotado, encerrado y apartado en sí mismo del horror que todo ha invadido. Como si la paz nunca hubiese existido, sólo fuese un sueño, del cual se hubiera despertado a la perenne realidad de la guerra. A la seguridad de una muerte ineluctable.

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