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sábado, 20 de abril de 2019

En busca de Bergman (XXII): Vargtimmen (La hora del lobo, 1968)





































Revisando la filmografía de Bergman en la década de 1960, se me hace cada vez más claro la fuerte dependencia que tiene con la llamada Trilogía del silencio que la inauguró. Salvo la excepción constituida por För att inte tala om alla dessa kvinnor (Todas esas mujeres, 1964), un mero divertimento no muy logrado, los filmes posteriores siguen en la estela de esa trilogía, completando y comentando las vías abiertas por las películas que la componen. Así, en Persona (1996), se llevan al extremo lógico sus logros estéticos, hasta el punto en que Bergman casi se pasó al cine experimental. Lo mismo ocurre con Vargtimmen (La hora del lobo, 1968), sólo que en la forma de autorretrato, de reflexión sobre la condición de artista. La del propio Bergman.

Obras de tanta implicación estética e ideológica como la Trilogía o Persona es seguro que pasaron factura a la psique del cineasta. Como poco, debió acabar agotado, sentirse acorralado en un callejón sin salida estético y temático que para otros autores, mucho menos dotados, habría podido significar el fin de su carrera, el inicio de la decadencia. No es extraño que, para exorcizar sus propios fantasmas, crease una película en la que un artista, interpretado por Max von Sidow, ve como sus pesadillas, ésas que crea con su labor creativa, toman vida, se independizan de él. Para acosarle y asediarle. Para torturarle y acabar finalmente con su vida. Todo ante los ojos aterrados de su esposa, interpretada de manera sobresaliente por Liv Ullmann, que no comprende lo que ocurre, pero que termina también, de forma parcial, siendo partícipe de esos mismos espantos.

Con ese punto de partida, en el que la realidad se desmorona por completo para ser substituida por los monstruos creados por nuestra mente, no debe sorprender que la película halla sido clasificada como film de terror. Puede parecerlo, cierto, pero en todo caso sería un horror muy Bergmaniano, el emanado de esa atenazante certeza, constante en su filmografía, relacionada con el asco y la nausea existencial. El descubrimiento de un universo al que no le importamos en absoluto y para el que, com mucho, somos una excrecencia de la que más vale deshacerse. Por otra parte, esa creciente irrealidad de lo real que termina adueñándose de la película no se expresa mediante los trucos baratos del cine del terror, sino mediante tácticas surrealistas. Porque aunque aquí y allá, como en Smultronstället (Fresas salvajes, 1957), se hubiesen filtrado algunas escenas surreales, Vargtimmen es una obra surrealista de extremo a extremo. O al menos desde casi su principio, cuando los bocetos monstruosos del artista, por los que su mujer siente una repugnancia profunda, comienzan a manifestarse en la vida de ambos.

La idea subyacente, como pueden imaginar, es que la obra y la vida del artista no son compartimentos estancos. No porque la creación esté impregnada, empapada, de las vivencias del creador, sino porque aquélla puede acabar por fagocitar a éste. Como apuntaba al principio, después de años mostrando como la locura roía y destruía a las personas más fuertes y voluntariosas; como la fe, cualquier fe, acababa convertida en mero rito, andamio que sustentaba personalidades carcomidas, en riesgo continuo de derrumbamiento; como, en fin, el silencio hostil y despreciativo era el destino final de todas las relaciones humanas, destinadas fatídicamente a la destrucción del otro, ya fuera real o figurada, voluntaria o inconsciente; después de todo esto, cualquier persona, cualquier creador podría haber sentido vacilar su propia cordura, hundirse bajo sus pies lo poco en que aún creyese.

Como consecuencia, la película es extremada, desequilibrada, desaforada, como conviene a ese presentimiento insoslayable del propio derrumbe mental. Desarreglo que puede repeler a los que prefieran un Bergman más contenido y seguro de sí, aun cuando represente catástrofes sin remedio, pero que a mí me parece muy apropiado para el tema que narra. En concreto, las audacias fílmicas que se permite dan en el blanco, funcionan, tienen too el sentido, como conviene a un director que no hacía nada de forma gratuita. Un ejemplo clarísimo es la escena en que von Sidow y Ullmann son invitados a una cena por las creaciones del artista. La cámara, nerviosa, salta de un rostro a otro, sin concierto ni razón aparente, con apresuramiento y torpeza que sirven para subrayar la incomodidad de la pareja. Ambos saben que no encajan allí, que sobran. Ambos recelan que van ser sometidos a burlas y humillaciones.

O escenas tan difíciles y tan turbadoras, en su economía de medios y en su desolación, como la ilustrada arriba, cuando se nos explica el significado de esa hora del lobo a la que se refiere el título. Con los dos personajes a solas, iluminados por la luz temblorosa de una cerilla, cuya luz, poco a poco, deja de alumbrar el rostro de von Sidow. Como si fuera un signo claro de que su inteligencia se está apagando para dejar paso a la locura. Justo en esa hora, un poco antes del amanecer, cuando todos los males se han realidad, todos los temores cobran cuerpo, aunque se vele durante la noche entera para conjurarlos.

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